Las cuatro vidas de Steve Jobs (7 page)

BOOK: Las cuatro vidas de Steve Jobs
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A finales del verano de 1976, nada más entregar el pedido de Apple I a la tienda de Byte Shop, Wozniak se propuso concebir un microordenador diferente, capaz de seducir al gran público. No había un segundo que perder porque el primer microordenador había aparecido a principios de 1975 y varios fabricantes (IMSAI, Tandy Radio Shack, Commodore) buscaban posicionarse en un mercado emergente. Jobs estaba convencido de que estaban ante un nuevo El Dorado y que su éxito dependía de la rapidez y decisión con la que actuasen y de ser capaces de poner el listón lo suficientemente alto como para que Apple pudiese engullir la mayor parte del pastel. Su compromiso para alcanzar ese deseado número uno quedaba demostrado en un nivel de actividad infernal, que incluía desde la negociación del suministro de procesadores al mejor precio hasta su aportación a las ideas del diseño, pasando por la caza de todo lo que pudiera parecerse a un inversor. Wozniak también era consciente de la urgencia de la situación. Así, inmediatamente después de dejar su trabajo en Hewlett-Packard, se puso manos a la obra para desarrollar el Apple II desde su casa. El desafío era mayúsculo, se trataba de crear lo nunca visto y de demostrar una clarividencia que él mismo desconocía tener. Confiaba en sus posibilidades porque sabía que en el campo de la electrónica era capaz de resolver cualquier problema. El primer paso era aumentar las funciones del ordenador reduciendo al mínimo el número de de chips.

El hilo conductor que guiaba los pasos de Woz era conseguir que el Apple II permitiese jugar a Breakout, el videojuego que había desarrollado años antes para Atari. Aquello implicaba la especificación concreta de poder conectar un mando para jugar y, más complejo todavía, utilizar colores. Aquella obsesión estimulaba su imaginación y desató su capacidad de inventiva. Poco a poco fue dando pasos en la dirección correcta hasta conseguir que el Apple II mostrase dibujos en color conectado a una pantalla de televisión. Aquello fue un gran salto.

En octubre de 1976 ya estaba listo el prototipo del nuevo ordenador pero, como en el caso del Apple I, la emoción de Woz pudo con su sentido de la discreción y, durante una velada en el Homebrew Computer Club, efectuó una demostración. Un extraño sentimiento invadió a los participantes, conscientes de la ventaja de Woz sobre el resto de modelos en desarrollo. Si Jobs esperaba una confirmación del potencial del Apple II, la acababa de conseguir. Wozniak y él tenían entre manos un éxito y, quién sabe, tal vez llegarían a vender hasta mil unidades al mes. El único problema era que, para producir tantos ordenadores, Apple necesitaba unos fondos que no tenía.

En aquel otoño de 1976, Jobs se sumergió en el mundo de los negocios, sin cambiar su aspecto
hippy,
con su barba, su pelo largo y sus vaqueros. Incluso en ocasiones se paseaba descalzo. No le importaba lo más mínimo el impacto que podían tener aquellas pintas en un entorno conservador, integrado por hombres con traje, camisa blanca, corbata y títulos de las mejores universidades, consciente de que su pasión y la calidad del proyecto seducía a quienes en cualquier otra ocasión ni le habrían mirado.

Jobs se presentaba tal y como era, buscando siempre los mejores apoyos y sin limitarse en la búsqueda. Entre otros frentes, tenía claro que para triunfar necesitaba una campaña publicitaria imparable. Si había alguien a quien admirase, en ese campo, era la agencia McKenna, que se había encargado de la cuenta de Intel. Regis McKenna, el director de la agencia, era el arquetipo del empresario estiloso y elegante propietario de una empresa estable y floreciente. Además, era alguien con mucha intuición, así que a pesar de la descripción que le hizo su asistente de Steve Jobs, aceptó reunirse con aquel desaliñado joven.

Durante su encuentro, Jobs le preguntó sin ambages si podía encargarse de promocionar el Apple II y el publicista, pese a hacer un esfuerzo por mostrarse amable, seguía sin tomarse en serio la oferta del aquel joven impetuoso. ¿Cómo iba a ser capaz de financiar la campaña que estaba proponiendo? McKenna ignoraba que Jobs estaba decidido a recaudar los fondos necesarios y que no era de los que se rinden con facilidad.

Stan Veit, fundador de The Computer Mart, fue uno de los primeros inversores a los que trató de convencer. Para ello, Wozniak se encargaría de presentar el prototipo del Apple II mientras Jobs se hacía cargo de las negociaciones. Su oferta era venderle el 10% de Apple por 10.000 dólares. Veit no se mostró especialmente impresionado por el prototipo de Woz.

No en vano, dada su posición, los fabricantes solían enseñarle sus bocetos para pedirle opinión. Y en ese caso no veía qué era lo que distinguía al Apple II de los demás, así que declinó la oferta y prefirió invertir en su propia red de ventas.

La siguiente opción era volver a intentarlo en Atari. Esta vez, su aspecto jugó un papel crucial en contra de su defensa de la causa del Apple II y uno de los directivos, Joe Keenan, le echó de malos modos de su despacho: «¡Saca tus sucios pies fuera de mi oficina! ¡No invertiríamos en tu máquina ni en sueños!».

Nolan Bushnell, fundador de Atari, intentó ayudarle y le recomendó que fuese a ver a Don Valentine, responsable y fundador del fondo de capital riesgo Sequoia Venture Capital. Don había sido uno de los primeros financieros que creyó en Atari. El encuentro con Valentine fue un fiasco total. El inversor sólo veía a dos
hippies
(«harapientos renegados de la raza humana» en sus propias palabras) en los que no confiaría ni tan siquiera un solo dólar. Sin embargo, hacía falta mucho más para desmoronar a Jobs, que siguió intentando convencerle. Conmovido por su tenacidad, Valentine le sugirió que hablara con Mike Markkula.

A sus 34 años, Mike Markkula disfrutaba de una jubilación anticipada tras haber amasado una fortuna prematura como ingeniero en Intel, lo que le convertía en el interlocutor soñado para Jobs. No en vano Intel era una empresa electrónica que, partiendo de la nada, había logrado el premio gordo. Markkula veía de forma instintiva el potencial del Apple II y, gracias al entusiasmo de Jobs, se dejó convencer de que había llegado el momento de abandonar la ociosidad y lanzarse a una nueva aventura.

Pero antes puso una condición: si querían que se uniese al sueño de Apple, Wozniak, el genio de la casa, debía dedicarse a jornada completa a la gestación del Apple II. Woz mantenía su empleo en Hewlett-Packard donde concebía chips para calculadoras electrónicas y se sentía satisfecho dedicando tardes y fines de semana a su proyecto paralelo, así que su primera reacción fue una rotunda negativa. Después de muchas conversaciones, Jobs le convenció de que nunca jamás tendría que ocuparse de la gestión y que podría dedicarse a hacer lo que siempre había querido, desarrollar aparatos de todo tipo y, encima, remunerado generosamente.

La llegada de Markkula a la cabeza de Apple supuso una metamorfosis para la empresa porque, a diferencia de la pareja fundadora, el jovial treintañero tenía experiencia en la gestión de negocios y dominaba los mil y un engranajes de la dirección de una empresa. Una de sus primeras funciones fue constituir Apple en sociedad comercial, lo que hizo el 3 de enero de 1977. También redactó un plan de negocios, formalizó el consejo de administración y trató de atraer nuevos inversores hacia Apple Inc., con el especial deseo de hacer entrar en el consejo a un veterano del capital riesgo, Arthur Rock, que había participado en la financiación de Intel. El primer contacto entre Wozniak y Jobs, ambos con sus perennes pantalones Levi's, y el elegante financiero fue un completo desastre.

«Su aspecto daba muy poca confianza. Jobs lucía perilla y pelo largo y contaba que había pasado mucho tiempo en la India con un gurú, aprendiendo cosas de la vida. No puedo asegurarlo pero me parece que no se había bañado desde hacía mucho», recuerda Rock. Por suerte, Markkula convenció a Arthur Rock del futuro de la empresa aunque aprendió que o Jobs cambiaba o claramente no era el mejor abogado para el Apple II.

Como principal inversor, Markkula tenía cosas que decir y le parecía evidente que Jobs no tenía ni el aspecto ni el perfil de un director de empresa, dada su falta de estudios y experiencia. Por esa razón, impuso la contratación de un gestor puro y duro para hacerse cargo de Apple. El elegido, Mike Scott, había sido director del fabricante de chips National Conductor. La oportunidad fue perfecta, pues Scott estaba pensando qué hacer con su futuro profesional y ocuparse de lanzar una empresa informática nueva le pareció un reto único.

Nervioso ante el hecho de que una tercera persona se entrometiera en su dominio privado, Jobs opuso resistencia, aunque sus esfuerzos fueron en vano porque Markkula impuso con tacto pero con firmeza la incorporación de Scott a Apple. En febrero de 1977 se convirtió en el primer consejero delegado de la empresa. Jobs y Scott se entendieron muy bien, al menos durante sus primeros meses de convivencia. El nuevo consejero delegado poseía cualidades del gusto de Jobs: era un gestor híper exigente, individualista y soñador. Compartían visiones comunes de la necesidad de cambiar el mundo y Scott hacía gala de cierta apertura intelectual ya que, a pesar de haberse instalado en el capitalismo más convencional, conservaba un fondo inconformista.

Su papel no se limitaba sólo a la gestión sino que, gracias a su experiencia profesional, se involucró en el desarrollo técnico, aportando una luz muy valiosa a algunas especificaciones del Apple II. También participó en la redacción de los manuales del ordenador mientras que Markkula se ocupaba de las tareas básicas de márketing, a la espera de pasar el relevo a una empresa especializada.

En febrero de 1977, el Apple II empezó a tomar velocidad y la joven empresa Apple Computer se instaló oficialmente en la ciudad de Cupertino. Jobs regresó a McKenna aunque, esta vez, con un presupuesto específico para la promoción y el trato se cerró enseguida. McKenna, que participaba activamente en las reuniones de reflexión, le preguntó abiertamente a Jobs acerca de lo qué esperaba de su agencia. Jobs se lo expuso en términos generales: se trataba de lanzar el Apple II como un acontecimiento revolucionario, un fenómeno histórico, un hito mundial, nada menos. Intentar convencerle de algo diferente o de, si quiera, plantearle cualquier sugerencia al respecto se convirtió en misión imposible.

Para empezar, a McKenna no le gustaba el nombre de Apple. Prefería una denominación más profesional. Jobs se mantuvo inflexible porque, para él era fundamental que el Apple II se presentara ante el público con una imagen lúdica y un contraste decisivo frente a los fríos mastodontes que construía IBM.

La agencia McKenna se encargó de concebir varios logos para Apple y una de las propuestas sedujo inmediatamente a Jobs y sus colegas. Se trataba de una manzana de bandas de colores con una esquina mordida que captaba toda la esencia: evocaba el regreso a la naturaleza y marcaba su lado travieso, combinado con el viento de libertad que había traído la década de los 60 y que llenaba de nostalgia a muchos adultos. Jobs reordenó los colores para que coincidieran con el arco iris, el azul oscuro abajo y el verde claro arriba. La decisión de utilizar colores en el logo era un aspecto primordial porque subrayaba que el Apple II era el primer microordenador con gráficos en color. McKenna sugirió insertar un anuncio en color en la revista
Playboy
para impulsar la idea de un ordenador para el gran público.

Poco a poco, McKenna fue adaptando el estilo de su agencia a los deseos de Steve Jobs. «No cabía la menor duda de que Woz había concebido una máquina excelente pero que, de no haber sido por Jobs, se habría quedado arrinconada en las tiendas para aficionados. Woz tuvo la suerte de cruzarse con un evangelizador», reconoce McKenna.

Convertida en empresa, Apple empezó a contratar personal. Allen Baum, Rod Holt, Randy Wigginton y Chris Espinosa fueron algunos de los primeros empleados. Baum era un viejo amigo de Wozniak, con el que compartía su afición a la informática. Su padre, Elmer Baum, había sacado de un apuro a Jobs y Wozniak prestándoles 5000 dólares para la fabricación de los primeros Apple I. El trabajo de Allen Baum consistía en desarrollar la programación indispensable para la puesta a punto del Apple II.

La trayectoria de Rod Holt había sido, cuando menos, original. Activista político convencido y militante de la causa socialista, se había distinguido por sus descubrimientos en electrónica, algunos de ellos patentados. Destinado al diseño, Jobs le confió la misión fundamental de concebir una fuente de alimentación que generara el mínimo calor posible.

Randy Wigginton era un estudiante de San José a quien Wozniak solía acercar en coche a las reuniones del Homebrew Computer Club. El sexto empleado de Apple escribió varios pequeños programas para el Apple II.

Chris Espinosa sólo tenía quince años cuando se convirtió en el octavo empleado de Apple. Jobs le pidió que fuera a echarles una mano tras haber visto un programa que había realizado para el Apple I durante una reunión del Homebrew Computer Club.

Para el Apple II, Jobs quería una carcasa de plástico, una auténtica novedad, y para inspirarse recorría las tiendas de la ciudad examinando los artículos en venta. En el departamento de cocina de los grandes almacenes Macy's descubrió una carcasa que podía ser útil, la de los robots de cocina Cuisinart. Se puso en contacto con dos grandes firmas de diseño de Silicon Valley pero ambas se negaron a trabajar con Apple, desanimadas por el exiguo presupuesto que incluía una participación en Apple. Hacia finales de febrero, Jobs conoció a Jerry Manock, un diseñador que acababa de marcharse de Hewlett-Packard, y éste aceptó concebir el diseño de la carcasa del Apple II al precio propuesto pero con la condición expresa de cobrar por adelantado.

Para la carcasa, Jobs se puso a buscar un proveedor capaz de fabricar el modelo a bajo coste y, preocupado por el mínimo detalle, se encargó personalmente de diseñar el embalaje de lo que sería el Apple II. Su actitud era la de la perfección absoluta. Ésta era su propia exigencia y el nivel que mantenía con los primeros empleados de Apple, a los que no admitía el término medio, siendo tajante si hacía falta. «Me parecía peligroso. Tranquilo, enigmático, casi amenazante, con la mirada encendida. Su poder de persuasión era extraordinario. Siempre tenía la impresión de que quería moldearme según sus ideas», confiesa Chris Espinosa.

Jobs se mostró inflexible sobre una gran cantidad de pequeños detalles, sin importarle los problemas de concepción que conllevaban. Su preocupación por la estética era tal que insistía en que cada línea de circuitos impresos de la placa base del Apple II fuera una recta perfecta. La máquina también debía ser hermosa por dentro, aunque la gran mayoría de los propietarios del Apple II no fueran a abrirla jamás.

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