Las cuatro vidas de Steve Jobs (3 page)

BOOK: Las cuatro vidas de Steve Jobs
11.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Me habías dicho que no se podía dar más potencia a la voz sin un amplificador. ¡Me has mentido!

—Claro que no —le respondió Paul—. ¡Es imposible!

—¡Pues un vecino ha podido!

Ante la incredulidad de su padre, Jobs le llevó al lugar de los hechos y, deseoso de aprender más cosas, enseguida entabló amistad con aquel émulo del señor Q, el inventor de los artilugios de James Bond. Por suerte, Larry Lang estaba encantado de compartir sus conocimientos con aquel apasionado joven y le enseñó nociones avanzadas de electrónica, animándole a comprarse componentes Heathkit que traían unos manuales explicativos para realizar los montajes. El ensamblaje de aquellas piezas marcó un momento crucial en su vida.

«Los componentes ofrecían diferentes posibilidades. Para empezar, el simple montaje ayudaba a comprender el funcionamiento de los productos acabados porque, aunque también incluían la teoría, lo más importante es que daban la sensación de que uno podía construir cualquier cosa. Habían dejado de ser un misterio. Podía mirar un televisor y pensar que aunque todavía no había construido uno era perfectamente capaz de hacerlo. Todo aquello era resultado de la creación humana y no fruto de algún tipo de extraña magia. Saberlo aportaba un grado muy alto de seguridad en uno mismo y, mediante la exploración y el aprendizaje, se podían entender cosas muy complejas en apariencia. En ese sentido, mi infancia fue muy afortunada».

Al poco tiempo, Jobs empezó a ganar algún dinero comprando viejos aparatos estéreo que arreglaba y revendía. Sus arreglos, en cualquier caso, no eran una reproducción idéntica del diseño original sino que ya hacía gala de un sentido de la innovación y simplificación. Su profesor de electrónica en Homestead, John McCollum, le recuerda como «un chico solitario que siempre miraba las cosas desde otra perspectiva». No existían obstáculos cuando deseaba algo y, gracias a una tenacidad fuera de lo común, estaba dispuesto a cualquier cosa para alcanzar sus objetivos. Un día, mientras buscaba piezas sueltas para una de sus creaciones, se le ocurrió llamar a la empresa Burroughs de Detroit. Su falta de éxito le impulsó a telefonear a William Hewlett, cofundador de Hewlett-Packard. Hewlett descolgó el teléfono y escuchó la voz de un chico de trece años al otro lado de la línea. «Hola, me llamo Steve Jobs y estoy buscando piezas sueltas para fabricar un contador de frecuencias. ¿Me las podría proporcionar usted?».

El aplomo del estudiante sedujo a William Hewlett y estuvieron hablando durante unos veinte minutos. Al colgar no sólo tenía las piezas solicitadas sino que, mejor todavía, había conseguido un pequeño trabajo en Hewlett-Packard. Jobs todavía guarda un grato recuerdo de su primer contacto con el mundo empresarial. Ya sólo le faltaba un
alter ego
con quien compartir su pasión por la tecnología.

02
Woz

1970 fue un año nefasto. Algunos héroes que habían traído la esperanza en la década anterior dejaron este mundo de forma prematura. Jimi Hendrix fue uno de los primeros en salir volando hacia otros firmamentos, víctima de sus excesivos escarceos con sustancias de liberación efímera y que acabaron sumiendo al guitarrista mestizo un 18 de septiembre en un sueño del que no despertaría jamás. Janis Joplin,
el pájaro bendito,
se reuniría con él el 4 de octubre. Fieles a su papel de precursores, The Beatles anunciaban su separación el 10 de abril, poniendo un prematuro fin al sueño multicolor al que cantaban en
All you need is love.
Visiblemente desinformado, Elvis Presley visitó en privado a Nixon para asegurarle su apoyo y aprovechó para acusar de antiamericanismo al grupo de Liverpool, sin sospechar que sus denuncias acabarían viendo la luz en el siniestro caso Watergate pues el paranoico dirigente grababa hasta las conversaciones más banales.

El 8 de junio, el venerado Bob Dylan, poeta íntegro y visionario de quien en 1963 se decía que «había tomado el pulso de nuestra generación», rompía voluntariamente con su propia imagen con la publicación del disco
Self portrait
en el que parecía parodiarse y denunciar satíricamente que él no era el portavoz generacional en que habían querido convertirle.

Por su parte, los Estados Unidos se sacudían en un maremoto cultural que conmocionaba las conciencias de unos ciudadanos bajo la dirección de un presidente tan retorcido que se lo ponía muy difícil a los caricaturistas para retratarle. La supuesta cruzada para liberar Vietnam había resultado ser un atolladero y la mayoría de jóvenes salía a las calles para demostrar su oposición mientras quemaban públicamente sus carnés de alistamiento. Los valores que habían levantado a la nación se cuestionaban desde todas las posiciones y ni siquiera la conquista espacial estaba a salvo de la convulsión del momento. La misión del Apolo XIII, que debía transportar a los astronautas para pisar otra vez la luna, acabó en tragedia cuando fallaron tres de los cuatro motores y dos de las tres reservas de oxígeno.

Así de agitado fue el año 1970 aunque, de entre todos los estados americanos, California fue sin duda el más afectado por la revolución de las ideas, la moralidad y el estilo de vida. Steve Jobs, que el 24 de febrero cumplía quince años, estaba en primera fila de la revolución en la que quizá era demasiado joven para participar de lleno pero sí lo suficientemente maduro como para beber de las fuentes del pensamiento contracultural. Aun así, su vida transcurría por otros derroteros y aquel año conoció a un individuo que transformaría su existencia, un chiflado de la electrónica como él que no dejaba de ir y venir con nuevas ideas, imaginación y espíritu inventor. Un amigo común, Bill Fernández, hizo los honores y les presentó. Su nuevo amigo, una especie de científico chiflado, fabricaba toda clase de aparatos sorprendentes y, desde hacía seis meses, se le había metido en la cabeza construir su propio ordenador. Fernández no tenía dudas acerca de lo bien que se caerían. «¡Tienes que conocerle!», le dijo a Jobs. Se vieron, se gustaron, conectaron y entre Jobs y Wozniak surgió un flechazo intelectual.

Steve Wozniak era el típico adolescente fruto del ambiente contracultural: pelo largo, barba… y unas gafas detrás de las que brillaban unos ojos chispeantes y maliciosos. Pese a su sentido del humor, jovialidad y facilidad de trato, tenía pocos amigos y le costaba relacionarse. Como a Jobs, le fascinaba la electrónica y pasaba la mayor parte del tiempo estudiando ordenadores.

Su familia era originaria de Polonia pero él había nacido el 11 de agosto de 1950 en San José (California). Desde muy joven había demostrado un talento fuera de lo común: a los tres años leía y a los nueve, todavía en la escuela elemental, su profesor le describió como un «genio de las matemáticas». Un año después se había construido su propia radio. Más adelante, en el instituto, Wozniak tenía las mejores notas en ciencias y matemáticas del centro. Mientras, daba rienda suelta a otras pasiones como él mismo recuerda: «Había leído un libro sobre radioaficionados que buscaban a secuestradores. Quise sacarme la licencia y lo conseguí en un año. Mi padre me ayudó mucho».

Ciertamente su padre era un buen maestro. Como ingeniero en la aeronáutica Lockheed, colaboraba en proyectos militares secretos y era habitual verle por la casa familiar escudriñando planos de nuevos diseños. «Bebía muchos martinis pero se había hecho un nombre por la originalidad de sus propuestas, muchas de las cuales salvaron diferentes programas de la empresa. Era capaz de pasarse semanas, e incluso meses, buscando la solución a complicadísimas ecuaciones. Su ejemplo me influyó mucho y empecé a obsesionarme con la precisión», explicaba Wozniak a propósito de su padre.

Fue su padre quien le introdujo en la electrónica, insistiendo igualmente en la importancia de la educación. «Antes que nada, me hablaba de la importancia de la ética, de decir la verdad, de mantener la palabra y de terminar lo que se ha empezado. Era muy estricto en esos temas aunque no fuera religioso. Ha sido, de lejos, la mayor influencia de mi vida».

Sería la lectura de un artículo sobre álgebra booleana, un sistema de cálculo que le fascinó, el detonante para despertar su curiosidad por la informática y el impulso necesario para que empezase a diseñar circuitos informáticos. Por casualidad, su padre disponía de cientos de transistores y Wozniak pudo dedicar tiempo a transformar las ecuaciones en circuitos electrónicos.

En 1964, con catorce años, ganó varios premios en una feria científica de San Francisco, entre ellos uno como mejor proyecto que otorgaban las Fuerzas Aéreas por una calculadora que había fabricado. Sorprendido, uno de sus profesores del instituto medió con una empresa local, Sylvania, para que Wozniak pudiese acudir una vez a la semana a hacer prácticas con su ordenador. En su primera semana realizó un programa que simulaba el desplazamiento del rey en una partida de ajedrez.

Obnubilado por la informática, Wozniak pronto empezó a concebir su propio ordenador. Su sueño se topó con una inesperada dificultad de tipo práctico: en aquella época pionera era prácticamente imposible hacerse con los componentes necesarios. Mientras mantenía su cabeza ocupada en intentar progresar se distanciaba de otras tentaciones bastante más de moda. Años después admitiría que nunca probó la droga y que ni siquiera bebió alcohol hasta cumplir los treinta. «Todavía odio el sabor del alcohol. Además, era consciente de que tenía un sistema mental que funcionaba muy bien y no quería echarlo a perder con el alcohol o la marihuana».

Wozniak obtuvo la mejor nota de su promoción en el examen de ingreso a la Universidad de Berkeley. Era otoño de 1968 y había llegado a sus manos el folleto promocional de un nuevo ordenador, el Nova, fabricado por Data General. Casi como un juego, intentó establecer el diseño basándose en los chips que conocía y resultó que su configuración requería la mitad de chips que el original. «Mi planteamiento del diseño de ordenadores cambió para siempre. Mi descubrimiento demostraba que se podía obtener un producto igual de bueno con la mitad de chips. Fue una lección tremenda. Entonces me propuse reducir el uso de chips en el interior de una máquina».

En el verano de 1970, Woz, como se le conocía, tenía el perfil perfecto para seducir a Steve Jobs. Su pasión común por la tecnología hacía olvidar los cinco años de diferencia entre el universitario y el estudiante de instituto. Al cabo de los meses, la admiración de este último no dejaría de crecer al observar que, fuese cual fuese el problema, incluso en campos que desconocía por completo, Wozniak siempre encontraba la solución y, a menudo, de forma sobresaliente. Además, exhibía una capacidad de concentración increíble.

Las primeras hazañas de aquella pareja de marginales fueron dignas de un malo de dibujos animados ya que Jobs aprovechó la capacidad de inventiva de su colega para desarrollar un curioso negocio. En octubre de 1971, poco después de empezar tercero de carrera, Wozniak leyó un artículo de ficción de la revista
Esquire
en el que se desvelaban los secretos de la caja azul (un aparato electrónico utilizado para alterar el funcionamiento de la línea telefónica) y en el que explicaban las acciones de un grupo de ingenieros capaces de infiltrarse en las redes telefónicas comandados por un tal Capitán Crunch. Fascinado, Wozniak telefoneó a Jobs para leerle amplios extractos del artículo y hacerle observar un pequeño detalle: aunque se trataba de un artículo de ficción lo cierto era que aportaba muchos datos técnicos y hacía pensar que el autor se estaba refiriendo a hechos reales. Incluso mencionaba las frecuencias que se podían utilizar para hacer llamadas gratis.

El día siguiente, Wozniak y Jobs se presentaron en la biblioteca del SLAC, un laboratorio de física dependiente de la Universidad de Stanford, y encontraron un libro que confirmaba que las frecuencias sonoras que permitían llamar sin pagar coincidían exactamente con las del artículo de
Esquire.

De vuelta en casa de Steve, se pusieron a desarrollar un aparato que simulara aquellas frecuencias y, después de varias semanas y de contar con la ayuda de otro entusiasta de la electrónica compañero de Wozniak en Berkeley, ultimaron la concepción de una caja azul que producía las sonoridades deseadas. Para ponerla a prueba, Wozniak pidió la opinión de un estudiante dotado de un oído absoluto, capaz de percibir las notas exactas. «Él me decía qué tonalidades oía y de aquella forma yo podía deducir cuáles eran los diodos defectuosos».

Para Woz, aquel era un proyecto de puro desafío intelectual, jamás utilizaría su diseño para aprovecharse y realizar llamadas gratis. «Siempre he pagado mis llamadas. Sólo usaba las cajas azules para comprobar su funcionamiento». Jobs, por su parte, veía las cosas desde un ángulo más práctico y se empeñó en transformar el descubrimiento de Wozniak en una actividad lucrativa, asumiendo el papel de comercial improvisado y encargándose de hacer demostraciones de las cajas para su venta. En 1971, la pareja comercializó grandes cantidades de aquellos aparatos que permitían llamar gratis a cualquier parte del mundo. Sus clientes iban desde simples estudiantes de Berkeley hasta chiflados de la telefonía con quienes se topaban por azar en el curso de sus aventuras. El negocio les dio algún susto inoportuno, como cuando en el aparcamiento de una pizzería de Cupertino uno de sus clientes se negó a pagar y les sacó un arma. Curiosamente, Jobs le dejó su número de teléfono con las siguientes instrucciones: «Llámeme y dígame qué tal funciona».

Un día, el dúo descubrió que el famoso Capitán Crunch del artículo de
Esquire
no sólo estaba vivito y coleando sino que iba a conceder una entrevista en la KKUP, una radio local. Al parecer había descubierto casualmente que el silbato infantil que Quaker Oats regalaba en sus cajas de cereales reproducía la frecuencia exacta que Bell utilizaba para las llamadas de larga distancia y así se podían hacer llamadas gratis. Jobs y Wozniak trataron de hacerle llegar un mensaje al misterioso Capitán Crunch pero no obtuvieron respuesta hasta que, un buen día, un inquilino del campus se presentó en la habitación de Woz para contarle en secreto que, cuando trabajaba en la KKUP de Cupertino, se había cruzado con un tal John Draper, quien había admitido ser el Capitán Crunch. Wozniak final-mente conoció a Draper en un Burger King de Nueva York y le preguntó cómo podía estar seguro de que era él. Su elocuente respuesta fue enseñarle su foto en la portada del semanal
Village Voice.
Su amistad acababa de nacer.

BOOK: Las cuatro vidas de Steve Jobs
11.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

You Must Change Your Life by Rachel Corbett
A Lost King: A Novel by Raymond Decapite
The Lady Killer by Paizley Stone
Queen Victoria by Richard Rivington Holmes
Watercolour Smile by Jane Washington
American Woman by Susan Choi
At the Villa Rose by A. E. W. Mason