Las cuatro vidas de Steve Jobs (4 page)

BOOK: Las cuatro vidas de Steve Jobs
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Un día, mientras Jobs acompañaba a Wozniak a su casa de Los Altos a la una de la madrugada, se les estropeó el coche y tuvieron que caminar hasta el taller más cercano A falta de otra opción mejor, decidieron utilizar la caja azul para telefonear a John Draper y pedirle que les fuera a buscar. En plena llamada, un coche de policía se detuvo junto a ellos. «Pasamos mucho miedo cuando la operadora contestó a la llamada y no sabíamos qué decir porque aparecieron dos policías. A Steve le temblaba la mano con la que sostenía la caja azul», recuerda Wozniak. «Por nuestro aspecto, los agentes sospechaban que habíamos escondido droga entre los matorrales así que, en cuanto se pusieron a buscar, Steve me pasó la caja azul y me la guardé en un bolsillo del abrigo. Al cachearnos, la descubrieron. Nos habían pillado con las manos en la masa aunque, al preguntarnos qué era, les expliqué que se trataba de un sintetizador de música electrónica y que, al presionar los botones del teclado, se obtenían sonidos. El otro se interesó por la utilidad del botón rojo (la toma de línea) y Steve les contestó que era para la calibración. Les interesó mucho la caja y se la quedaron. Nos llevaron hasta donde estaba aparcado nuestro coche y nos sentamos en la parte de atrás, temblando. El policía que iba en el asiento del copiloto se dio la vuelta para devolverme la caja azul y nos dijo que un tal Moog (el inventor del sintetizador del mismo nombre) se nos había adelantado. Steve le respondió que había sido precisamente él quien nos había mandado los planos para fabricarlo y se lo creyeron».

Aquella noche, Draper fue a recoger a los chicos y, dos horas después, Wozniak se quedó dormido al volante y sufrió un accidente un accidente en el que el peor parado fue su coche. Aquel episodio nocturno hizo sonar las alarmas así que, con el miedo en el cuerpo, Jobs decidió dejar de vender cajas azules, preocupado por las consecuencias legales, mientras que Wozniak, decepcionado por haberse quedado sin coche y no tener seguro, decidió que había llegado el momento de ponerse a de buscar trabajo y, a la vuelta de las vacaciones del verano de 1972, empezó a trabajar como programador en Hewlett-Packard. Draper, sin embargo, tenía los días de libertad contados y poco después el FBI le detuvo y acabó en la cárcel.

Terminado el instituto, Jobs se mudó con su novia de entonces, Chris-Ann Brennan, a una casita de madera en las montañas de Santa Cruz. En aquella época probó el LSD pero no volvió a hacerlo al comprobar que «de repente, los campos de trigos se pusieron a tocar Bach». La adolescencia de Jobs llegaba a su fin y desbordaba curiosidad. Aunque seguía sin estar seguro de qué camino tomar, tenía claro que éste le llevaría al éxito: «un día, seré rico y famoso», le confesó a su novia.

En aquella época, el
Whole Earth Catalog,
una revista contracultural de productos alternativos que permitía llevar una vida autosuficiente, dejó de publicarse. Jobs sentía adoración por aquella publicación: «Era una revista idealista con un montón de ideas geniales y aplicaciones estupendas de cómo llevarlas a cabo». La contraportada del último número llevaba una fotografía de una carretera rural con una frase superpuesta en forma de despedida: «No perdáis el hambre ni la locura». La frase se marcaría a fuego en la cabeza de Steve Jobs.

03
Toma de conciencia

Daniel Kottke, amigo de Jobs en la universidad, afirma que en aquella época era muy diferente. «El Steve Jobs que yo conocí en Reed, era un chico silencioso, de apariencia muy tímida. Era una persona intensa y profunda pero, sobre todo, un buen amigo que sabía ser generoso. Tenía un marcado carácter altruista y estaba muy interesado en la filosofía y en la espiritualidad. Nada hacía pensar que tuviera ambiciones. También era muy reservado».

Tal vez, el hijo de Paul y Clara Jobs se reconocía en la canción
I just wasn't made for these times
en la que Brian Wilson, líder de los Beach Boys, expresaba la desgracia de sentirse adelantado para su época y tener la sensación de que nunca conseguiría adaptarse:

Sigo buscando un lugar donde encaje

y pueda expresar lo que siento.

Me esfuerzo por encontrar personas

que no se queden detrás. […]

No logro encontrar nada a lo que pueda

entregarme con todo mi ser.

Paradójicamente, el disco en el que se incluye esta canción
(Pet Sounds,
considerado como una de las obras maestras de la música popular) supuso que Wilson fuese rechazado por el resto de los Beach Boys, que consideraban que sus composiciones eran demasiado vanguardistas y ese rechazo le sumió en una depresión de la que tardaría en recuperarse.

El carácter de Jobs no distaba mucho del músico californiano puesto que tampoco él se encontraba a gusto en un mundo del que apenas comprendía su funcionamiento. ¿Cuál era su sitio? Sintiéndose fuera de lugar luchaba por encontrar un camino que le ayudase a superar tanta confusión. Y si las respuestas que esperaba no estaban en el saber universitario, se propuso buscarlas en la espiritualidad oriental.

«Con 17 años me vi en la universidad. Ingenuo de mí, escogí una casi tan cara como Stanford y mis padres se vieron obligados a destinar todos sus ahorros a pagar la matrícula», recordaba Jobs. Su padre recordaba que «Stephen Paul decía que si no podía ir a Reed, no iría a ninguna parte».

Reed era famosa por una actitud nada convencional dada la diversidad de estudios que se impartían en sus aulas: ciencias, historia, literatura… convivía con total naturalidad. El campus, inspirado en el de la universidad británica de Oxford, se extendía a lo largo de 47 hectáreas dentro de la ciudad de Pórtland, en el estado de Oregón, pero si algo hacía de Reed una universidad de prestigio era que se trataba de uno de los centros privados más exclusivos de Estados Unidos. Un año de estudios costaba 8000 dólares, una suma considerable a principios de los 70, así que Paul y Clara debieron de hacer un gran esfuerzo para poder cumplir con la promesa que le habían hecho a la madre biológica de Steve.

Pero, allí, Jobs se encontraba en una situación incómoda frente una mayoría de estudiantes de familias acomodadas. Él, que a duras penas se había podido matricularse, no tenía dinero ni para alquilar una habitación en el campus. Así que solía dormir en el suelo de las habitaciones de sus amigos, en especial en la de Lawrence Philips, un chico con el que guardaba un gran parecido físico.

Philips solía invitar a estudiantes a su habitación y otro amigo, Dan Kottke, un tipo sociable y amistoso por naturaleza se quedó impresionado al ver que aquel chaval (el colgado de Steve Jobs que vivía de ocupa en el cuarto de Philips porque no podía permitirse una habitación) tenía nada más ni nada menos que un enorme magnetófono de calidad profesional. «No entendía cómo había podido hacerse con un equipo tan caro e impresionante. En las cintas del magnetófono tenía decenas de horas de grabaciones piratas de Bob Dylan. ¡Era genial!», confiesa Kottke.

El encuentro con Kottke marcaría un nuevo rumbo en la vida de Jobs. Gracias a él conoció el libro
Aquí ahora,
de Ram Dass (seudónimo del doctor Richard Alpert), en el que se narraba la epopeya que le había llevado a la India en 1967 donde había descubierto la espiritualidad y la meditación, y había conocido a un gurú llamado Neem Karoli Baba, también conocido como Maharajji. Kottke y Jobs compraron al mismo tiempo un ejemplar en la librería de la universidad y su lectura desembocó en largas conversaciones sobre esoterismo y espiritualidad india que serían el germen de una sólida amistad.

Su súbito interés por la filosofía oriental no dejó de crecer y, juntos, devoraron otros libros sobre el tema. Jobs se sumergió en la lectura de
Mente zen, mente de principiante
de Suzuki Roshi,
Más allá del materialismo espiritual
de Chogyam Trungpa,
Conciencia cósmica,
escrito a principios del siglo XX por Richard Maurice Bucke, y
Encuentros con hombres notables,
de George Gurdjieff.

«Gurdjieff le impresionó enormemente. A Steve le fascinaba que antes de convertirse en líder espiritual, hubiese sido un hombre de muchos recursos que viajaba de ciudad en ciudad ofreciéndose a arreglar los aparatos averiados de la gente», asegura Kottke. Seducidos por aquella corriente de pensamiento alternativo, juraron no comer carne jamás y se volvieron vegetarianos, abrazando el lema a la moda: «eres lo que comes». Jobs iba más allá en su intento de depurar sus sentidos a través de la comida y, a veces, era capaz pasar una semana comiendo únicamente una caja de cereales, aunque su motivación, además de ética, también tenía que ver con lo limitado de su presupuesto. «No todo era maravilloso. No tenía habitación en la residencia y me tocaba dormir en el suelo de las habitaciones de mis amigos. Incluso tenía que recoger botellas vacías de Coca Cola para ganar algo de dinero y poder comprar comida».

Kottke también solía acompañarle en sus visitas dominicales al templo de los Hare Krishna de Pórtland. Tenían una buena caminata desde la universidad pero allí les esperaba una cómoda comida vegetariana gratis. «¡Aquello era un regalo!», recordaría Jobs. «Carecíamos de interés religioso; sólo éramos dos estudiantes hambrientos atraídos por la buena comida gratis. Lo único que teníamos que hacer para comer era estar un rato de pie y cantar con ellos», explica Kottke.

En aquella época, Jobs sentía admiración por Robert Friedland, el presidente de los alumnos de Reed. Años después, Friedman alcanzaría cierta notoriedad y se ganaría el triste apodo de Bob
el tóxico
por su gestión de una cantera de oro en Summitville (Colorado) y desencadenar una catástrofe ecológica sin precedentes, con más de veinte kilómetros de río contaminados con cianuro. En aquellas fechas, sin embargo, su labia ejercía un poder de atracción digno de un filón de magnetita en sus congéneres. «Robert Friedland era increíblemente carismático. Jamás había conocido a un personaje así. Creo que Jobs aprendió de él algunas de sus aptitudes de persuasión», opina Kottke.

A la vuelta de las vacaciones de verano de 1972, Robert Friedland acababa de regresar de un viaje a la India y narraba con gusto su visita al
ashram
de Neem Karoli Baba. Obnubilados, Jobs y Kottke bebían hasta la última gota de sus palabras y, escuchando sus aventuras, se marcaron una nueva meta: ir a la India en busca de la sabiduría que evocaban sus lecturas. Además, Friedland les había facilitado todo tipo de informaciones prácticas sobre el país de Krishna como con quién hablar o dónde alojarse.

Mientras tanto, Wozniak había entrado a trabajar en Hewlett-Packard, dentro del departamento de diseño de ordenadores y, en su tiempo libre, dirigía Dial-a-Joke, un servicio de chistes por teléfono inspirado en los hermanos Marx. Durante sus pruebas con las cajas azules, Wozniak había descubierto numerosas líneas de ese tipo en todo el mundo y decidió montar la primera en la región de San Francisco.

Como en 1973 no existían los contestadores, Wozniak tuvo que alquilar un aparato diseñado para las taquillas de teatros que instaló en su apartamento de Cupertino. Hizo una pequeña campaña de promoción en
fanzines
locales y comenzó a trabajar con su pequeño negocio. En ocasiones, incluso se ocupaba personalmente de contestar a las llamadas y, con un marcado acento ruso, se presentaba como Stanley Zebrezuskinitski. En una de esas llamadas, conoció a su mujer. A pesar del éxito del servicio («el flujo de llamadas era tan alto que tenía que cambiar de número constantemente», recuerda Wozniak).

Enfrascado en la lectura, Jobs había encontrado una razón para vivir pero su desinterés absoluto por la universidad le infundió un sentimiento de culpa. Había empezado faltando a algunas clases, pero a aquellas alturas había abandonado prácticamente sus estudios, convencido de que podría sobrevivir sin un título. «Al cabo de seis meses dejé de ver la justificación de mis estudios. No tenía ni idea de lo que quería hacer y no se me ocurría de qué forma la universidad podía ayudarme a encontrar el camino y, sin embargo, allí estaba, gastándome todo el dinero que mis padres habían ahorrado durante toda su vida».

Así, aún a riesgo de disgustar a sus padres, decidió abandonar la carrera para, por lo menos, recuperar una parte de los gastos de matrícula y evitar que perdiesen todo el dinero que habían invertido en su educación. Aquella decisión no debió de alegrarles, pues como asegura Kottke, «sus padres estaban encantados de pagarle los estudios y lo habrían seguido haciendo con mucho gusto».

Ya sin obligaciones, Jobs decidió seguir varios cursos como oyente y asistir a conferencias literarias, sobre todo las especializadas en William Shakespeare. También desarrolló una pasión por la tipografía. Le maravillaban las proporciones de los caracteres, la distancia entre ellos y los espacios entre los grupos de letras… Los detalles que marcan la belleza de una tipografía. «Era un arte anclado en el pasado, una estética sutil que escapaba a la ciencia. Me fascinaba».

La etapa de Jobs en la Universidad de Reed se prolongó durante gran parte de 1973, amenizada por largas conversaciones con Dan Kottke sobre el sentido de la existencia, discusiones que podían alargarse hasta la madrugada. Sin embargo, el encuentro con
El ayuno racional
de Arnold Ehret supondría un antes y un después en su vida. Deslumbrado por la doctrina del autor, un médico desaparecido en 1922, Jobs decidió hacerse frutariano y sólo comer las partes de las plantas que pueden recolectarse sin matarlas (frutos, granos y nueces), además de someterse a largos ayunos.

Su situación marginal e indeterminada respecto a la universidad empezó a molestarle y decidió que no podía continuar con aquella ociosidad de manera indefinida. Poco a poco había recuperado las ganas de hacer cosas y la electrónica jugaba un papel fundamental en sus planes. Así, tras 18 meses viviendo como un paria en la universidad, regresó a California con la determinación de labrarse una carrera en el campo de la tecnología.

A principios de 1974 encontró un sugerente anuncio en una revista local: «¡Diviértete mientras ganas dinero!». Atari, la compañía que buscaba nuevos talentos, era una de videojuegos que, pese haber sido fundada tan solo dos años antes, iba viento en popa gracias al éxito del
Pong,
un simulador de tenis que iba camino de convertirse en un éxito nacional.

Steve Jobs se convirtió en el empleado número 40 de Atari, contratado para sugerir mejoras en los juegos. Allí pasaba desapercibido con su ropa poco formal y su pelo largo pero llamaba la atención por su aspecto atormentado y su obsesión por viajar a la India. «Su ingenio marchaba a toda velocidad», recuerda Al Alcorn, ingeniero jefe de Atari, «pero no caía bien a los del laboratorio, que le encontraban arrogante y fanfarrón». Al final, dada su poca sociabilidad, llegaron al acuerdo de que trabajaría de noche.

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