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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (2 page)

BOOK: Los años olvidados
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Los bruscos movimientos del tranvía le hacían tambalearse de un lado a otro, hacia adelante y hacia atrás, aunque con la cantidad de gente que había, hubiera sido imposible caerse. Daba igual que Don Antonio le mantuviera sujeto por los hombros.

Al principio del trayecto no había notado nada. Con tanto ajetreo y los gritos de los viajeros increpando al conductor para que aminorase la marcha, no había prestado atención a la presión ejercida contra sus nalgas. Fue un poco más tarde cuando los pequeños golpes comenzaron.

Y ahora se repetían cada vez más firmes y compulsivos, cautelosos pero apremiantes. Insistencia del picaporte que repiquetea con ruido sordo esperando que le abran la puerta sin despertar a los vecinos.

Dio un respingo. Un repentino calor se extendía por el interior de su cuerpo. Como petardo lanzado sin control, había partido disparado desde su médula produciendo una descarga (centelleante, si se pudiera ver, pensó) en toda su columna vertebral. Giraba alrededor de su vientre, descendía luego hasta los pies y retomaba el camino de vuelta a lo largo de sus muslos, atraído por el foco incandescente de su entrepierna.

Así lo imaginó. En realidad todo había sido instantáneo, aunque todavía perdurable.

Esto le hizo recordar las porterías que había en el patio del colegio para jugar al fútbol. Estaban formadas por tres barras redondas de hierro, dos verticales y una horizontal arriba para constituir el marco. Muchas veces se agarraba de la barra superior dejando su cuerpo suspendido y pasaba las piernas por encima de su cabeza, entre sus brazos, quedando colgado como un murciélago. Aunque lo que más le agradaba era escurrirse muy lentamente desde lo alto por la barra vertical, los pies entrelazados a ella, con todo su cuerpo, desde la cara pasando por el pecho, vientre y pantorrillas, completamente pegado a la fría superficie metálica. El olor ácido del metal le excitaba y por sus muslos subía hacia su pelvis la misma sensación placentera que ahora volvía a invadirle.

No fue un escalofrío. Hacía demasiado calor. Fue un temblor casi imperceptible que le sacudió todo entero. Lo que estaba experimentando le complacía al mismo tiempo que le turbaba.

Su amigo Pedro Blasco continuaba con el tam-tam. Le miró.

—¿Qué te ocurre? ¿Te estás asfixiando? —preguntó riendo.

No contestó. Estaba ausente. La erección que había terminado por producirle el cosquilleo de su entrepierna le tenía absorto. Ahora, él también había comenzado a latir. No sólo con el corazón. Su ritmo se iba acompasando con el que sentía en sus nalgas. De improviso, éstas se tensaron, cobraron vida y surgiendo de la pasividad que las retenía, buscaron apoyo firme, consentido, sin que su voluntad fuera capaz de frenarlas. Fue un acto instintivo.

Tal reacción cogió a Don Antonio por sorpresa. No se la esperaba. Sus manos se clavaron como garfios en sus hombros. Le hizo daño, pero no hubo dolor. Todo el peso del padre de su amigo se volcaba sobre él. Le agarraba con todas sus fuerzas, casi con brusquedad. Se frotaba sin pudor contra su cuerpo adolescente aprovechando los vaivenes del tranvía que seguía con su traqueteo. Los frenazos repentinos y los arranques impetuosos ayudaban con su zarandeo. De pronto, esas manos potentes que le mantenían agarrotado, se volvieron inertes, flácidas. Manos de marioneta. La presión y los golpes en su espalda desaparecieron.

—La próxima estación es la nuestra —dijo Pedro—. Tendremos que abrirnos paso para salir.

Mario asintió. Sólo pensaba en lo que acababa de ocurrir. El cosquilleo todavía continuaba.

Bajaron.

Mario salió disparado, corriendo cartera en mano. El aire del anochecer refrescaba su cara, y su cuerpo, tenso mientras duró el trayecto, agradecía el ejercicio. Se detuvo ante el portal de la casa de su amigo. Desde allí, levantó el brazo.

—¡Adiós!

Pedro le contestó de un gesto. Rezagado, venía su padre a paso lento.

Mario siguió corriendo, sin siquiera detenerse, como hacía cada día, ante el escaparate en donde se exhibían los últimos cromos de
El Guerrero del Antifaz.
El portal de su casa estaba abierto. De una de sus hojas pendía un picaporte. Lo miró. La imagen que le había venido antes se reflejó en su memoria y por un instante el cosquilleo volvió a producirse. Entró precipitándose hacia las escaleras que subió de dos en dos.

Su madre preparaba la cena.

Encima de la mesa de la cocina se amontonaba la compra del día. Garbanzos, lentejas, harina, unas tiras de bacalao, achicoria para hacer café en el puchero y una barra de pan negro con miga amarilla. También una pequeña botella de aceite de soja que había dejado una extensa mancha en la cartilla de racionamiento.

Su padre aún no había llegado.

—¡Hola, hijo! Ven a darme un beso. ¿Qué tal hoy en el colegio? —dijo su madre, ocupada en levantar con el gancho la arandela de la cocina económica para meter un poco más de carbón y avivar el fuego.

—Bien —contestó Mario yendo a besarla.

—¡Bien, bien! ¡Siempre bien! ¿No sabes decir otra cosa? ¿Y esos arañazos en la pierna? ¡Siempre revoleándote por el suelo! ¡Mira como te has puesto los pantalones!

Mario permaneció callado. Luego:

—¿Me dejas que sople? —preguntó al tiempo que descolgaba de una escarpia en la pared el soplillo redondo de paja trenzada y, sin esperar respuesta, comenzaba a agitarlo frente a la puerta del fogón.

Las arandelas se pusieron al rojo. Su madre acercó una olla de agua al fuego.

—¿No ha ido tu padre a buscarte?

—No. He venido en el tranvía con Pedro Blasco. Don Antonio ha pagado los billetes.

—¿Le diste el importe? —preguntó mientras metía las tiras de bacalao en la fresquera que recibía el frío de la calle a través de una rejilla tupida puesta en el hueco de una ventana.

—No me acordé. Me fui corriendo.

—Pues el próximo día que lo veas se lo devuelves sin falta. No quiero deberle nada a ese señor. Espero que no te lo hayas gastado ya en cromos y en esas barras de regaliz que te producen lombrices.

Mario se fue al cuarto de estar y encendió la radio. ¡El serial…!

La voz de su madre se dejaba oír desde la cocina:

—¡Mañana tienes que ayudarme a limpiar las lentejas, que vienen con muchos cucos!

Salió al balcón y apoyando su barbilla en la barandilla miró a la calle. Hoy no le apetecía bajar. Joaquín, el hijo de los vecinos del tercero, pedaleaba frenético en su bici levantando una gran polvareda. Unos chicos hacían carreras llevando con sus guías los aros de hierro. La hija de Doña Asunción, la panadera, y las de la tienda de ultramarinos saltaban con la comba al
dublé.

El nombre de María

Que cinco letras tiene

La M, la A, la R, la I, la A. ¡MAAA-RÍÍÍ-AAA!

Esto último era muy rápido. A menudo la cuerda les daba una sacudida en las piernas, igual que un latigazo, y se caían. Cuando esto ocurría, Mario no podía reprimir la risa.

La gente volvía de su trabajo. Se veían algunas mujeres apresuradas con las últimas compras de la tarde. Los comercios ya estaban echando el cierre. Todavía quedaban algunos chavales jugando al gua, saltando al burro o lanzando el taco de goma para conseguir hacer palmo y ganar un cromo. La bocina de un coche que pasaba les hacía apartarse pero enseguida reanudaban sus juegos entre gritos de «¡Tramposo, eso no vale!», «¡Has movido el taco!» o «¡No te cueles, me tocaba a mí!».

Las ventanas abiertas de las casas parecían altavoces del serial que todo el mundo estaba escuchando.

A lo lejos vio a su padre. Entró en la habitación, apagó la radio, abrió un libro y se sentó apoyando los codos en la mesa y las manos en la frente. El hormigueo en su entrepierna persistía como si una legión de gusanos de seda circulase por ella.

El silbido típico de su padre al abrir la puerta, que venía a decir más o menos, «Ya estoy aquí», no le sobresaltó como otras veces y mantuvo la posición que había adoptado.

—¡Muy bien, así me gusta! —exclamó al ver a su hijo tan concentrado en el libro que tenía delante—. ¡Tienes que ser muy estudioso. La cultura hace a los hombres libres, no lo olvides.

Su padre se quitó el sombrero de ala y fue a dejarlo en el perchero de la entrada. Luego, desplegó la revista
Mundo
en cuya portada aparecía la foto de unos cazas alemanes sobrevolando unas trincheras, y se sentó frente a él en otra silla.

Mario, fingiendo estudiar, hizo una visera con su mano para taparse los ojos, entretenidos en leer al revés los titulares que aparecían en las páginas del semanario, y observó a su padre.

Tenía las manos finas, delicadas, no hechas para el esfuerzo. Sus dedos, que tamborileaban la mesa mientras leía, eran largos, expertos en sus movimientos. Seguro que manejaba la pluma con destreza sin dejar caer borrones de tinta en la cuartilla como le ocurría a él. Trabajaba en el despacho de Don Anselmo Herrera, corredor de fincas. Muchas veces tenía que ir a visitar clientes, futuros compradores, así es que nunca se quitaba su elegante traje gris, un poco ajado ya, ni su corbata azul oscuro que lanzaba brillos en su nudo. Poco hablador, coartaba en Mario la comunicación. Nunca sabía qué decirle ni cómo llegar a él. En cierta ocasión le llevó a la oficina y le presentó a su jefe. Allí, se quedó entusiasmado ante las maquetas de casas y calles, incluso con jardines y árboles, expuestas sobre un gran tablero. Era como el juego del palé pero a lo grande.

—¡Mario! —llamó su madre, avanzando por el pasillo—. ¡Baja a la tienda del Señor Mariano a comprar medio litro de vinagre y que te dé también unos trozos de hielo! Dile que lo apunte en la cuenta.

—¡Ah! ¿Ya estás aquí? No te he oído entrar —dijo al llegar al cuarto de estar y ver a su marido leyendo.

—Sí. Hoy he venido antes, contestó sin interrumpir la lectura.

—Pues la cena aún no está lista.

—Bueno.

—¿Cómo no has ido a buscar al chico a la salida del colegio?

—Me entretuvo un cliente —luego miró a su mujer—. ¿No dijiste que Conchita iba a venir a peinarte?

—¡No sé si ha venido o no ha venido! —exclamó ella recogiéndose el pelo que le caía por la frente—. ¡Menudo día el de hoy! He pasado horas haciendo cola. Y por si fuera poco, esta tarde los guardias que vigilaban la cola en la panadería han sacado las porras y nos han obligado a invertir el orden poniendo a las últimas de la fila las primeras y a las primeras, las últimas. ¡Se ha formado una buena! ¡Gritos, lloros y hasta algún desmayo! ¡Y ellos ríe que te ríe a carcajadas! ¡No hay derecho! ¿Hasta cuándo tendremos que aguantar?

Mario cerró el libro, cogió la botella que le había traído su madre y salió escaleras abajo deslizándose por la barandilla con las piernas colgando una a cada lado. El cosquilleo que le producía la barra de hierro de la portería del patio de su colegio era muy parecido al que sentía ahora en su entrepierna.

Le gustaba hacer esas compras. Cuando el Señor Mariano rompía el hielo con el punzón siempre saltaban trozos que le encantaba chupar y, de camino a casa, empinaba la botella de vinagre sorbiendo un poco. Estaba bueno. Pero cuando su boca se impregnaba de ese gusto particular, comenzaba a hacer muecas exageradas que le provocaban carcajadas de solo pensar en el aspecto cómico que debía tener su cara en ese momento.

Al llegar, acababa de terminar el
Parte Informativo
y la voz aflautada de Franco se dejaba oír iniciando un discurso que siempre parecía el mismo. «¡Españoles…!» Su padre lo interrumpió apagando inmediatamente la radio.

—¡Rediós! —juró.

La cena ya estaba en la mesa. ¡Otra vez sopa…! dijo Mario para sus adentros.

—¿Qué hay de segundo? —preguntó.

—¡Lo que haya! —contestó su madre, comenzando a servir la sopa—. ¡Esto no es una fonda! Sea lo que sea tienes que comértelo y dejar el plato bien limpio. No están los tiempos para tirar nada. Además, todavía estás creciendo. ¿Te has tomado la cucharada de Calcigenol?

Afortunadamente eran albóndigas, con las que disfrutaba, sobre todo, rebañando la salsa con pan.

Terminada la cena, su madre recogió los platos y se fue a la cocina. Su padre miró el reloj, luego cerró el balcón y encendió de nuevo la radio poniendo la onda corta y desplazando cuidadosamente la aguja del dial. Al fin encontró la emisora que buscaba. Era la BBC de Londres que transmitía noticias en español sobre la guerra mundial. Bajó el volumen y escuchó atento.

Mario, mientras ablandaba una naranja moviéndola bajo su pie adelante y atrás con una ligera presión para luego hacerle un agujero y sorber su jugo, se fijó en su padre.

La expresión le había cambiado. El entrecejo fruncido, una mano que parecía querer sacar brillo a su barbilla, la oreja pegada al aparato de radio y maldiciendo ante los pitidos intermitentes que se oían cuando la onda se alejaba. Visto en esa actitud, descubría en él una personalidad distinta. Ya lo había pensado en otras ocasiones. Reflejaba un aire de preocupación que contrastaba con la aparente indiferencia de su comportamiento en la vida cotidiana. Mostraba un aspecto de conspirador o de espía, como los que salían en la pantalla de cine que siempre sacaban de un cajón disimulado una radio y enviaban mensajes en Morse.

Se sintió intruso. Mejor irse a dormir. Succionó las últimas gotas del jugo de la naranja y dejó la piel como un globo desinflado encima del plato.

—Buenas noches, papá.

No pareció oírle.

—Buenas noches, mamá —dijo un poco más alto para que su madre le oyera desde la cocina.

—¡Hasta mañana, hijo! ¡No te destapes que luego te enfrías! ¡Anda, ven a darme un beso!

Mario, obediente, fue a dárselo.

Cuando se acostó, cerró los ojos y se puso a pensar en las cosas que le habían ocurrido durante el día. Una costumbre que tenía desde muy niño. Como en una película, dejaba que desfilasen ante él todas las incidencias de la jornada. Sin embargo, esa noche, la película se cortaba, al igual que en el Cinema Iris donde todos vociferaban y pataleaban protestando cuando eso pasaba.

No conseguía mantener el hilo. Las imágenes se esfumaban, eran absorbidas hacia el olvido. Lo único que aparecía con nitidez era el tranvía, la gente apiñada, su amigo Pedro Blasco tocando el tam-tam, pero, sobre todo, la presión ejercida en sus nalgas, que en ese momento cobró visos de realidad, y las manos de Don Antonio agarrándole con fuerza. Mario se removió agitado.

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