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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (5 page)

BOOK: Los años olvidados
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Disfrutaba del baño, pero con tanto agitar el agua en torno a sus genitales terminaba provocándose una erección. Un periscopio surgiendo del agua. Su sonrisa, entonces, iluminaba su cara radiante de satisfacción.

—¡Date prisa, Mario! ¡Vas a llegar tarde! ¡No entiendo qué haces tanto rato en el baño! ¡Eres igual que tu padre! —gritaba Rosa.

Cogía la pastilla de jabón y se frotaba bien entre las piernas dejando su sexo deslizarse varias veces por su mano enjabonada. Seguramente para dejarlo bien limpio. Después las orejas y el cuello, aunque por mucho que pasaba el jabón por todas partes, no lograba hacer ni una sola burbuja de espuma. Eso solamente ocurría en las películas americanas. Una vez aclarado, se secaba, tiraba de la cadena que se le había olvidado y volvía a clavar en el gancho con los demás un papel, recorte de periódico caído por el suelo. Se miraba en el espejo, se ponía el fijador y su madre terminaba de peinarlo.

En la misa del domingo, tenía que comulgar. No hacerlo suponía un toque de atención, aparte de las miradas reprobatorias fijas en él si se quedaba sentado sin ir a la Eucaristía. Así es que sin desayunar, había salido rápidamente de casa. Vestía zapatos negros de charol, calcetines blancos, como la camisa, pantalón corto azul, chaqueta del mismo color y una corbata granate. Un pincel. Hecho todo un hombrecito.

En la capilla, luz tenue, las velas se derretían y el silencio solemne del lugar quedaba interrumpido por la entrada en ordenadas filas de todos los alumnos, bajo la mirada vigilante de los Padres Profesores. La actitud severa que éstos reflejaban en sus caras afiladas con labios tensos, casi torcidos por lo estirados, dejaba traslucir su alma. Un alma disciplinada, reprimida, intolerante, cuya generosidad sólo se volcaba en un Dios inventado a su propia semejanza.
Dies Irae
implacable, exigente, acusador y amenazante de los peores castigos.

Una vez en la capilla, lo primero era confesarse.

Cuando la misa había comenzado y el coro de voces infantiles, sopranos todavía, inundaba el recinto con sus cánticos, Mario salía de su banco no sin antes tropezar con las piernas de sus compañeros arrodillados quienes, sin cambiar su beatífica expresión, las levantaban para ponerle la zancadilla. Iba al confesionario y se ponía en la cola, cabeza inclinada, brazos cruzados. Llegado su turno, tras decir Ave María Purísima, tomaba aire y lo retenía en sus pulmones conteniendo así la respiración y no impregnarse de los desagradables efluvios que desprendía la sotana del Padre Carrero. De poco le servía. Bajaba los ojos y sonreía picaramente cuando el confesor le preguntaba si había hecho cosas feas consigo mismo y cuantas veces. Para él no eran feas, eran hermosas, maravillosas, no podían ser pecado. Al recordarlas, le invadía de inmediato un hormigueo que recorría gozoso todo su cuerpo. Lo dejaba circular sin pensar ni por asomo en reprimirlo y lo acompañaba con inconsciente lascivia, provocando que su pantalón se hinchase. Disfrutaba con ello. Ni siquiera los malos olores del Padre Carrero que le acariciaba la cabeza retenida en su regazo mientras le daba la absolución conseguían arrebatarle el placer de ese momento. De penitencia una salve y un acto de contrición, oía que le decían. Carente de sentimiento de culpa en lo referente a su gusto por el sexo, igual que no lo tenía por la satisfacción que sentía al tomarse un refresco o comerse un pastel, su mente limpia no encontraba motivos de arrepentimiento.

—¡Ya estoy listo mamá!

Rosa le peinó y se sentaron los dos en el cuarto de estar a esperar a su padre.

El aroma que emanaba del esmalte de uñas era dulce. Como un caramelo de fresa absorbido por la nariz. El colorido brillante le atraía y terminaba por coger el frasco para mirarlo a trasluz.

—¡Ponlo en su sitio que lo vas a derramar! —exclamaba su madre.

Se oyó el picaporte. Tres golpes largos y uno corto. Era su padre que les avisaba.

Rosa se puso rápidamente un collar, unos pendientes, un broche y los guantes que esperaban descansando sobre el bolso. Cerraron la puerta y bajaron a la calle.

El Gran Paseo estaba lleno de gente. Parejas de novios, matrimonios, militares de carrera llenos de estrellas y medallas victoriosas respondiendo indolentes cuando, a su paso, se cuadraba algún soldado. Grupos de chicas casaderas, mariposas de colores, presumidas, con andares ondulantes. Chicos jóvenes, las manos en los bolsillos, moviendo de un lado a otro las piernas bien separadas, orgullosos de ser hombres y que al ver pasar una mujer de su agrado, la miraban donjuanes, volvían la cabeza y lanzaban un silbido de admiración seguido de un piropo conocido, a veces improvisado. Madres primerizas exhibiendo a su bebé, con sonajero y sombrerito de lazos, acostado en el landó que conducían felices ellas mismas o el ama seca. Extraño nombre éste ya que siempre era muy gruesa sobre todo en la parte de sus senos y en las posaderas. Vestida siempre de negro, con un cuellecito blanco almidonado, caminaba displicente, imitando a esa clase con la que creía codearse, ignorando la infeliz que era sólo su empleada. Niños, también, que escapados de la mano de sus padres correteaban por todo el Paseo persiguiéndose unos a otros y tropezando con alguna anciana que les gritaba ¡Maleducados!

Carlos, Rosa y Mario se adentraron entre toda esa gente.

Para Mario era un aburrimiento así es que, distraído, se dedicaba a mirar los árboles del lado ajardinado y trataba de contar sus ramas y a veces hasta sus hojas creyendo que de esa manera podría saber los años que llevaban plantados. Si se perdía en el recuento volvía a empezar hasta que, cansado de este entretenimiento, clavaba su vista en el suelo y trataba de seguir la línea donde se juntaban las baldosas haciendo equilibrios para que sus pies no se apartasen de ella, sin soltar la mano de su madre.

Si algún conocido se paraba a saludar a sus padres, Mario salía disparado hacia uno de los bancos, se subía en el respaldo y luego, saltaba una y otra vez.

—¡Mario, ven aquí ahora mismo!

Era su madre ojo avizor.

El ruido de los tranvías que subían y bajaban por los lados exteriores del Paseo, le impedía oír que le llamaban.

—¡Que vengas he dicho! ¡Te vas a ensuciar!

Rosa le cogía de la mano y seguían paseando.

Después de que su padre le hubiera comprado un tebeo en el Kiosco y de haber dado tres o cuatro vueltas, del parque a la plaza y de la plaza al parque, saludando varias veces a los mismos, su madre con una sonrisa, inclinando la cabeza a un lado, y su padre, levantándose el sombrero, se sentaban en un velador del Café Soconusco.

Siempre lo mismo. Rosa, una horchata, Carlos, una cerveza, Mario, un helado mantecado con una guinda roja, servido en copa metálica. Lo tomaba con una cucharilla plana cogiendo muy poquito cada vez para que durase más. Dejaba que se deshiciera en su boca lentamente paladeando todo su sabor, sin quitar la vista de la guinda que guardaba para el final.

Uno de esos domingos, vio a su amigo Pedro Blasco acompañado de sus padres. Eran altos. Mostraban ostentación en su actitud y en su forma de vestir, sobre todo Doña Delfina con peinado rimbombante, maquillada con exceso de colorete y engalanada igual que un muestrario de joyería. El bolso pendía de su muñeca muy cerca de la cintura y los guantes languidecían en su mano desnuda para poder exhibir los anillos y sortijas de sus dedos. Pulseras en ambos brazos, un gran broche ovalado de brillantes rodeando un enorme rubí, sin duda falso, puesto a la altura del escote y, alrededor de su cuello, un collar de varias vueltas.

Don Antonio, su marido, apuntaba a hacerse calvo. Amplias entradas en su frente prominente, pelo escaso, algo rizado y poco tupido. Ojos saltones, como los de una rana, o de un sapo, cara redonda, tez blanquecina carente de glóbulos rojos y una nariz aplastada que se confundía con el monte formado por su mejillas abultadas. Debajo de ella un bigotito recortado con esmero. Como si de un tiralíneas alguien se hubiera servido, el labio superior era de un solo trazo. El otro caía desparramado sobre la barbilla haciendo que su boca siempre estuviera entreabierta con gesto de asombro perpetuo.

—Ahí llegan los Blasco —dijo Rosa.

—¡No mires! ¡Ojalá pasen sin vernos! —respondió Carlos, desviando la mirada—. ¡Estraperlistas de mierda! ¡La gente sin poder comer y ellos acaparándolo todo para enriquecerse a costa del hambre de los demás! ¡Me repugna esa clase de gentuza!

—Tienes razón, pero habla bajo. Nunca se sabe quién puede estar escuchando —susurró Rosa mirando asustada hacia las mesa contiguas—. Además, sabes de sobra cómo son. No nos queda más remedio que disimular y cubrir las apariencias, como siempre. Si sospechan algo de nosotros ten por seguro no dudarán en delatarnos.

—No lo puedo remediar. Me hierve la sangre cada vez que los veo y pienso en lo que hacen impunemente —replicó Carlos.

—¡Si sólo fueran ellos! —exclamó Rosa excitada—. Carlos, te lo suplico, cálmate, ¿qué te pasa hoy? ¿dónde has dejado tu sangre fría? No podemos permitirnos cometer una imprudencia. Acuérdate que están muy metidos en Falange y tienen amigos en Gobernación. No cometas un disparate.

—De acuerdo. A veces creo que mi cabeza va a estallar. Tengo mucha tensión estos días —le dio un beso a Rosa—. ¡Y no vuelvas a nombrarme la Falange ni a esos cabrones del Régimen! —gritó de pronto Carlos exasperándose de nuevo y bajando inmediatamente el tono de su voz—. ¡Joder! Han pasado seis años y todavía recordándonos la puñetera Victoria. ¡Estoy hasta los cojones! Menos mal que todo esto va a cambiar un día. No te quepa duda.

—¡Cuidado! —avisó quedamente Rosa—. ¡Nos han visto y se están acercando! ¡Piensa en Mario, que es amigo de su hijo y van al mismo colegio!

—¡Mi hijo amigo de esa familia de tipejos! ¡No me lo puedo creer! Y todo por empeñarte en meter a Mario en un colegio de curas. ¡Maldita la hora! —contestó Carlos.

—¡No empecemos! ¡La decisión la tomamos los dos! Sabes muy bien las razones que nos llevaron a hacerlo. Además en ese colegio hay muy buenos profesores y también quisimos que tuviese una educación mejor que la nuestra. No es éste el momento de discutir. No podemos perder los nervios, tú lo deberías saber. Ahora, por favor, pon cara de circunstancias —terminó diciendo Rosa.

Mario, simulando que leía su tebeo, escuchaba la conversación agitada de sus padres algo confuso, pues sus doce años le impedían discernir con claridad las cuestiones alejadas de su mundo infantil, aunque de algún modo, sí se quedaban grabadas en un rincón de su cerebro. A menudo, jugando, estudiando o cuando se dirigía andando al colegio, surgían en su cabeza, como por encanto, y su mirada se perdía entre los transeúntes anónimos buscando entender el mundo en el que vivía. Era consciente, eso sí, de que sus compañeros eran de familias adineradas, no como la suya. En su casa se notaba la penuria. A su madre, siempre pendiente de él, la adoraba. Por su padre sentía respeto. La huella dejada por el rencor que le invadió siendo niño al sentirse abandonado por él cuando se marchó a la guerra se había ido difuminando con los años, pero aún no estaba colmado del todo el vacío creado con aquella ausencia. Le quería calladamente, sin apenas muestras exteriores de efusión, y no dejaba de observarle con sus grandes ojos inquisitivos, los del alma también, buscando conocerle más profundamente. Le veía serio, reservado, siempre a la expectativa como quien oculta un secreto. Su seriedad bien pudiera ser preocupación por otras cosas que Mario desconocía pero que ahora, al oírles, estaba seguro de que existían. También en la vida diaria flotaba un ambiente extraño que aún no había conseguido descifrar en toda su dimensión. Lo percibía más cuando su padre, al hablar con un amigo que se encontraba en la calle, bajaba la voz hasta convertirla en un susurro sin parar de mirar a todos lados. O cuando presenciaba la persecución de un hombre por los guardias quienes al detenerlo, se ensañaban atizando con sus porras al desgraciado caído en el suelo sin dejar un momento de insultarle y llamarle rojo. Luego se lo llevaban esposado ante la impasibilidad de los transeúntes que pasaban en ese momento por allí. Aunque fijándose bien, no era indiferencia, sino miedo lo que mostraban sus caras.

—Buenas tardes. ¿Cómo están ustedes? —saludó Don Antonio al llegar subiendo el labio superior para sonreír, pues el otro ya lo tenía bajado—. ¿Tomando un refresco en familia?

Carlos y Rosa se levantaron.

—Muy bien, gracias. ¿Y ustedes? —dijo Carlos muy serio pero cortés—. Hemos salido a dar un paseo con el chico.

Doña Delfina y Rosa se rozaron las mejillas simulando un beso.

—¡Qué bonito vestido lleva usted, Rosa! —exclamó Doña Delfina—. Tiene que decirme dónde se lo ha comprado.

A Rosa le complacía oír los halagos que le hacían de sus vestidos. Eso compensaba las horas pasadas dándole al pedal de la máquina de coser. Aunque prefería que viniesen de otra persona.

—Usted también va muy elegante. El collar es precioso —contestó Rosa mirándola de arriba abajo viendo cómo iba de horriblemente arreglada.

—Regalo de mi esposo —replicó Doña Delfina estirando su cuello como una jirafa.

Los dos hombres se encendían un cigarro.

—¿Escuchó anoche el discurso del Caudillo? Lo dieron en el último parte. Fue muy instructivo ¿no cree? —dijo Don Antonio haciendo aspavientos con las manos.

—No sé. No lo oí. Estaba trabajando —contestó Carlos, contenido.

—¿Tan tarde? —preguntó extrañado Don Antonio.

—Ya ve. A veces me toca hacer horas extraordinarias visitando nuevos clientes y al volver a casa estoy tan cansado que ni siquiera enciendo la radio —replicó Carlos.

—¡Una lástima! ¿No le llega el sueldo? —siguió insistiendo Don Antonio—. Si quiere yo puedo buscarle un buen enchufe. ¡Ya sabe…! —Y le guiñó un ojo.

Las sienes de Carlos se estaban enrojeciendo y comenzaban a latirle con fuerza. Pero tenía que controlarse. Surgió en él un actor con sentido del humor.

—¡No es eso! —dijo riendo—. ¡Es que me encanta trabajar como el negrito del Colacao!

Se echaron a reír.

Pedro Blasco y Mario se enseñaban los cromos.

—¿Tienes alguno repe? —preguntaba Pedro—. Te lo cambio por éste del Guerrero del Antifaz.

—No, que ya lo tengo —respondía Mario.

Doña Delfina, que no había parado de hablar de sus joyas, sombreros y vestidos, decía en ese momento:

—Hace un día maravilloso, aunque un poco nublado.

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