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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (28 page)

BOOK: Los años olvidados
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Mario abrazó a sus padres. Primero a Rosa, hundiendo su cara en la de su madre, después a Carlos estrechándole entre sus brazos con toda la fuerza de su alma.

—Os quiero mucho. No os preocupéis. Sabré responder a lo que hacéis por mí y espero no defraudaros.

—¿Quieres quedarte con tus compañeros? —le preguntó Rosa.

—¡Claro que sí! —opinó Carlos—. ¡Vámonos y dejémosle que se divierta!

Cuando sus padres se fueron, Mario buscó a Ángel con la mirada. Sentado en un banco del jardín, una pierna sobre otra, estaba riéndose de algún despropósito de José Luis Pardos, el gracioso de la clase. También lucía un traje con sus primeros pantalones largos. Se había soltado el nudo de la corbata y llevaba la camisa abierta. Muy proclive al acaloramiento, no se acostumbraba a sentir su cuello oprimido. «Merecía haber sido premiado como el alumno más atractivo de Colegio», pensó Mario contemplándole. Viendo que se levantaba, se apresuró a alcanzarle antes de que otros se unieran a él.

—¡Hola!

—¡Hola, Mario! —contestó Ángel fijando sus ojos entornados en su amigo.

—Hace mucho que no hablamos. ¡Veo que hasta ha comenzado a salirte bigote desde la última vez que estuvimos juntos! —quiso bromear Mario sonriendo, pero añorando muy dentro de él esa ausencia tan prolongada.

—Sabes que no podíamos. Ha sido un año muy delicado.

—Sí. Los acontecimientos se han interpuesto en nuestra relación, pero no en nuestros sentimientos.

—Mario, hemos sido buenos amigos y lo seguiremos siendo. Eso es lo que importa. Lo demás han sido juegos. Ahora el colegio ha terminado.

—Yo no he jugado. Yo te quiero, te deseo —afirmó Mario dejándose llevar por su impulso.

—¡No seas crío! Naturalmente que hemos jugado y nos hemos divertido mucho —le contestó incómodo.

Mario copió la réplica de una escena de Bette Davis imprimiéndole el mismo tono melodramático pero siendo absolutamente sincero:

—No solamente eso. También hemos sido amantes. ¿No lo recuerdas?

—¡Por favor, no hables tan alto! —exclamó Ángel mirando a su alrededor—. Y deja de decir tonterías. ¡Hablas como en las películas!

Mario siguió insistiendo.

—¿Por qué no continuamos? Algún día hasta podríamos vivir juntos.

—¡Estás loco! Lo que dices es fruto de tu exuberante imaginación, que los dos sabemos tiende a desbordarse siempre. ¡Qué novelero eres!

Ángel hablaba de una manera que Mario no podía entender. ¡Cómo había cambiado en ese año! Se desentendía, se estaba distanciando, buscaba alejarse de él con cada una de sus frases, y era evidente que estaba huyendo, que quería dejar atrás unas vivencias de las que por lo visto estaba arrepentido. La urna dentro de la que siempre le había tenido, hecha de ilusión y fantasía pero sobre todo de amor, comenzó a resquebrajarse. La realidad se impuso y de repente todo se volvió transparente.

—Ya no me quieres —concluyó Mario.

Un sabor a sal producido por unas lágrimas que aún no habían brotado aunque daba igual, pues su sollozo era del alma, mucho más amargo y doloroso, se pegó a su paladar al pronunciar esa frase. Afligido, miró a Ángel en silencio, sin expresión en los ojos porque se estaba muriendo por dentro. Su amigo, aquel en el que clavó su mirada y su corazón nada más verlo el primer día de colegio, el protagonista de sus sueños y de tantos momentos felices, compañero de risas y de angustias, la persona con quien había aprendido a amar y a conocer las delicias del sexo, su amigo amado, su ángel, no le quería. Por miedo, por cobarde. Comprendió que era inútil insistir. Sólo le quedaba tragarse el dolor y aceptar la situación. Mejor cambiar de tema.

—¿Qué proyectos tienes? —le preguntó

—Este verano lo pasaré en el pueblo. En septiembre iré a Madrid para matricularme en la Escuela de Ingenieros Agrónomos.

Se sorprendía de su frialdad, de su voluntad para mostrar una indiferencia programada que le servía de barrera infranqueable tras la que protegerse y ocultarse.

Imitando a un vidente frente a su bola de cristal, Mario vio desfilar lo que imaginó iba a ser el futuro de su amigo: terminaría su carrera con notas brillantes, se casaría con una señorita de buena familia de peinado siempre impecable y ademanes exquisitos, tendría un niño y una niña, se convertiría en un señor respetable, quizá Director de Banco o Ministro. Sin embargo, por más que se obstinase en no querer pensar nunca más en ello, estaba seguro de que no podría olvidar sus caricias en el río o en la Quinta Julieta y algún día, ese instinto que él creía relegado en el fondo de su ser y borrado por completo de su existencia, soltaría amarras y saldría a la superficie con una fuerza proporcional a la represión sometida. Añoraría entonces el tiempo perdido. Tampoco podría liberarse del secreto al que estaban encadenados, del que eran cómplices, y aunque con grandes esfuerzos consiguiera olvidar todo lo demás, al menos esto le acompañaría toda su vida. En ese recuerdo, lo quisiera o no, siempre estarían juntos. Sonrió al comprobar que Ángel nunca podría librarse de él.

—Mis padres me están esperando. Tengo que irme. Adiós, Mario —se despidió, tendiéndole la mano.

Mario le dirigió una última mirada con el presentimiento de que ya no volverían a encontrarse. Amargura y soledad le envolvieron en una bruma que le ahogaba. Sintiendo asfixiarse, se acercó y abrazó a su amigo estrechándole fuertemente entre sus brazos, volcando en él todo el sentimiento que quedaba en su corazón para dejarlo vacío de amor y así poder seguir respirando. Ángel no tuvo tiempo de impedirlo. Luego, una sola palabra:

—¡Adiós!

Inmediatamente dio media vuelta ignorando su reacción.

Salió a la calle. Caminó en silencio, el pecho todavía oprimido, con las manos en los bolsillos. Anochecía. Respiró profundamente una brisa que comenzaba a levantarse. Iba sin rumbo, perdido en la confusión de sus emociones, sin conocer el camino por donde le llevaban sus pasos ni tampoco el de su vida. No veía salida, sólo oscuridad, ninguna luz centelleando llamándole desde alguna parte. Solo sombras y tinieblas: las de su alma.

Deambulaba perdido por unas calles alejadas del centro cuando volvió a la realidad. Era hora de regresar. Ese paseo le había hecho bien. Se sentía mejor, pero le pesaban los acontecimientos ocurridos en tan poco tiempo. Su capacidad de asimilación estaba saturada y necesitaba relajarse. No podía continuar en ese estado de constante desasosiego. Comprendió que era una cuestión de supervivencia y que debía reaccionar. Poner punto final, pasar página y superar todo lo que ahora martilleaba su cerebro. Necesitó hacer ejercicio, correr, estimular sus músculos, sentir su sangre circulando por las venas, acelerar el ritmo de su corazón. Revivir. Emprendió una carrera de más de media hora que le ayudó a deshacerse de toxinas innecesarias y a descargar todas sus ansiedades. Cuando se detuvo empapado en sudor, mientras volvía a recuperar el aliento, el paisaje de árboles y casas, los coches, las personas que pasaban junto a él, le hicieron ver que la vida continuaba invitándole a incorporarse a ella. Su mente se había despejado. Un largo ciclo terminaba, uno nuevo se abría lleno de misterios por descubrir.

Se dirigió a la parada del tranvía.

La gente debía hacer mucho tiempo que esperaba pues se les veía impacientes criticando el servicio. Siempre lo mismo, mucho protestar entre ellos pero nunca hacen reclamaciones, pensó Mario. Un día podría incitarles a que lo hicieran aunque no se atreverían por miedo a que les respondiesen los guardias atizándoles con sus porras. Les observó en silencio dándoles la razón. Su vista abarcó el grupo sin advertir que también alguien le estaba observando a él. Un joven sonriente, con un pequeño mechón de pelo cayéndole por la frente, tenía sus ojos fijos en Mario.

El tranvía llegó muy lleno pero todos los que esperaban consiguieron meterse empujándose unos con otros. A duras penas Mario pudo abrirse paso y se quedó sin poder avanzar más en la misma plataforma, frente al cristal que daba a la vía. El desconocido, que no había dejado de mirarle un segundo, se las arregló con habilidad para quedar completamente pegado a su espalda. Mario, que no había reparado en él, tampoco se percató del aliento que esa persona le exhalaba en la nuca.

La campanilla anunció que iban a partir.

Desde el ventanal que tenía delante, ausente de cuanto le rodeaba, ajeno al bullicio, a los apretones y también a una ligera presión que se estaba ejerciendo discretamente en sus nalgas, sólo concentrado en sí mismo, veía indiferente cómo dejaban atrás la parada que se iba perdiendo poco a poco en la oscuridad de la tarde. La intensidad de las pequeñas luces que brillaban al fondo desaparecía a medida que avanzaban. Del mismo modo, Mario estimuló su voluntad para que al igual que se extinguían esos destellos también se fueran borrando de su memoria unos años que ahora había decidido aparcar en el olvido.

El tranvía y sus pasajeros anónimos se esfumaron en la noche como si un prestidigitador dibujando un remolino con su capa quisiera mostrar al público que todo había sido un simple juego de magia.

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