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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (24 page)

BOOK: Los años olvidados
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Luego reaccionó, volviendo a la realidad.

—Vámonos antes de que escampe. Mientras esté lloviendo la gente no saldrá de sus casas. Tenemos que aprovechar la lluvia para irnos.

Se dirigieron a la cocina para dejar la palanca y el martillo en la caja de herramientas y entraron luego en el dormitorio de Don Antonio. Sobre la cama junto a la chaqueta estaba la cartera. Ángel intentó abrirla, pero la cerradura no respondió.

—Habrá que mirar en los bolsillos de sus pantalones —comentó Mario viendo que las llaves no aparecían después de registrar la chaqueta.

Ángel se sobresaltó al oírle. En realidad ninguno deseaba volver a enfrentarse con el escenario del trágico suceso. Salir de esa casa cuanto antes era lo único que deseaban, pero sin el cuaderno negro no podían irse.

El despacho mostraba un aspecto terrible con el armario torcido, medio vacíos los estantes, la escalera caída junto al sofá, las botellas rotas con los cristales esparcidos sobre la mesa de despacho, por el suelo y hasta por encima del cuerpo de Don Antonio que aplastaba con su cuello la silla rota del visitante. Se acercaron al cadáver. Tuvieron que hacer verdaderos equilibrios para no pisar el aceite que empapaba y aún seguía escurriéndose por el entarimado. Con muchísimo cuidado, tratando de tocarle lo menos posible y la respiración contenida, cada uno por un lado hurgó en un bolsillo hasta dar con las llaves. Abrieron la cartera. Allí estaba el cuaderno negro.

—Lo quemaremos —dijo Mario.

—¿Ahora? —preguntó Ángel.

—No. Ve a la cocina a por cerillas, mientras yo volveré a dejar las llaves en su sitio. Lo haremos en la Quinta Julieta.

La lluvia aún les acompañó en su carrera hasta la parada del tranvía. El trayecto era largo, así es que se acomodaron. Iban sentados y Mario al lado de la ventanilla veía cómo el temporal comenzaba a amainar y las calles volvían a llenarse de gente. Todo había ocurrido con una rapidez inusitada y de forma diferente a lo programado en sus confabulaciones. Pero el resultado no había variado y la realidad, mucho más despiadada que lo imaginado por ellos con tanto detalle, se alzaba formando un enorme muro que impedía el paso de cualquier otro pensamiento. No había cabida en su cabeza para otra cosa que no fuera la escenificación repetida una y otra vez de los momentos vividos en esa casa. Desde que salieron de la oficina de Don Antonio no habían pronunciado palabra. Las emociones de uno y otro eran demasiado fuertes para exteriorizarlas y permanecían contenidas como el vapor en una olla cerrada. Eran las siete de la tarde y un sol tardío se dejó ver fugazmente antes de meterse en una nube que lo llevase a su ocaso. Dos horas habían pasado desde que se encontraron en la esquina de la calle Terminillo. Dos intensas horas en las que la muerte se había colado entre los instantes de un tiempo dejando en nada la semana transcurrida durante la que tanto habían hablado y tan poco dormido. La tensión continuaba martilleando sus sienes y atirantando la misma piel de sus cuerpos, casi a punto de estallar. Esa sobrexcitación les mantenía en una actitud de falsa serenidad, aunque estaban a punto de derrumbarse.

Cuando el tranvía llegó al Paseo, éste ya se había llenado de los mismos paseantes que cada domingo o día festivo acudían a animarlo. Muchos saboreaban los cucuruchos de los primeros helados de la heladería italiana que se había atrevido a abrir sus puertas a pesar del día tan desapacible. Desde el Café Alaska se oía la orquesta incitando a las parejas a bailar y a sentir en sus almas la misma historia de amor contada en el bolero que cantaba con voz melódica la vocalista. Mario sonrió al escuchar las notas que llegaban hasta él mientras el tranvía permanecía parado en espera de que los nuevos pasajeros terminaran de subir. En ese Café entró la primera vez que hizo novillos cuando por la tarde, antes de meterse en un cine de programa doble, se asomó con curiosidad. La artista que cantaba aquel día, morena azabache de enorme melena ondulada, le miró con ojos dulces. Mario quiso ir al camerino de esa mujer para pedirle una foto dedicada con la que presumir ante sus amigos del colegio. Cuando penetró en ese cuarto lleno de bombillas encendidas, vestidos con lentejuelas, boas de plumas coloreadas, batas con grandes flores bordadas, zapatos de tafilete y una mesa con polveras, colorete, brochas, carmines, rizadores de pestañas, lápices, peines y maquillajes, frente a un gran espejo con varias estampas de Vírgenes pegadas en sus esquinas, además de varios frascos de colonia, unos en forma de señora desnuda, otros de corazón, que perfumaban el lugar con un olor nunca sentido antes, la artista, al verle, se levantó las faldas enseñándole su lencería blanca con encajes de puntillas. Mario se quedó boquiabierto.

—La censura nos prohibe llevar bragas negras —le explicó sin haber sido preguntada. Estampó sus labios rojos en la fotografía y a continuación la firmó— «Con afecto. Mari del Romero».

Él salió sonrojado. Compró unos chicles y se metió en el cine. Todavía conservaba esa foto entre las páginas de un libro.

Imágenes del pasado enmarcadas por la ventanilla del tranvía que le distrajeron un momento y relajaron su tensión.

—¡Próxima parada, final de trayecto! —anunció el cobrador del tranvía.

Los últimos minutos habían pasado sin sentir. No para Ángel, que sólo pensaba en que terminase el día y ese pensamiento obsesivo no hacía sino alargar el tiempo.

Primero sintieron un olor a humo sin conseguir adivinar su procedencia, pero cuando cruzaban la carretera, comprobaron alarmados que ese cielo iluminado que veían no debía sus tonos bermejos a lo que en la distancia habían tomado por una enrojecida puesta de sol medio oculta por las nubes, sino a las llamas danzantes de un fuego que había prendido en algún lugar cercano. Una terrible sospecha les asedió. Inmediatamente apresuraron el paso y enseguida se lanzaron a correr, temiendo que se confirmase lo que les costaba admitir pero que ya era una evidencia. Al llegar al altozano, los dos se quedaron inmóviles, afligidos ante lo que sus ojos atónitos contemplaban. La Quinta Julieta estaba ardiendo.

Coches y camiones de la Guardia Civil estaban estacionados allí, uno de ellos había derrumbado la puerta de hierro quedando atravesado a la entrada del jardín. Se veían patrullas acechando a lo largo de la tapia. Mario y Ángel se acercaron despacio.

—Chavales, no juguéis por aquí. Es peligroso —les avisó una voz.

Era un vecino de la calle en donde el señor Marcelo tenía la casa-almacén, un artesano de la encuademación.

—¿Qué ha ocurrido señor Juan? —preguntó Ángel reconociéndole.

—¡Hola hijo! Esta tarde han tendido una emboscada a uno del maquis que se ocultaba en un cuarto de esa casa. Un par de veces al mes bajaba del monte para reunirse con su mujer que le llevaba ropa y comida. Muchos lo sabíamos. Tu padre también.

Calló, pero no sus ojos que hablaban solos adquiriendo el brillo de quien sabe más de lo que dice. Se quedó pensativo. Luego afirmó sin nombrar a nadie:

—Alguien le ha delatado. ¡Algún hijo de mala madre! Ha habido tiroteos y probablemente el guerrillero ha quemado papeles comprometedores antes de ser apresado. Luego el fuego se ha extendido. A no ser que los propios guardias hayan provocado el incendio para hacerle salir.

Ángel y Mario se miraron con asombro. Sin saberlo, habían estado compartiendo la Quinta Julieta con un hombre de uno de esos grupos refugiados en la montaña de los que a veces se hablaba después de algún sabotaje o si eran apresados o tiroteados en la misma calle.

El señor Juan seguía hablando aunque no estaba muy claro si lo hacía para sí mismo o para ellos.

—Es «El Lobo». Para algunos de nosotros será siempre un combatiente de la represión, un soldado de la resistencia antifascista, caído en la lucha. Pero para las autoridades es un huido, un forajido, un bandolero. Le aplicarán la ley de fugas, seguramente le ejecutarán.

Escuchaban con mucha atención aprendiendo verdades que ignoraban. Nunca habían descendido al sótano, si lo hubieran hecho habrían descubierto una habitación arreglada para cuando «El Lobo» bajaba de la montaña a recoger lo que le traía su mujer y también para estrecharla con el nervio de sus brazos y volcar en ella toda la pasión de su cuerpo joven.

Una nueva historia a añadir a las misteriosas leyendas de esa finca.

Mario y Ángel avanzaron hacia la mansión.

—Chicos, ¿adonde vais? —les gritó el señor Juan.

Ellos continuaron. Mario apretaba el cuaderno negro que ocultaba debajo de la chaqueta. Los guardias, ocupados en la detención del maquis, atentos al incendio en espera de la llegada del cuerpo de bomberos y merodeando delante de la entrada por si aparecían más guerrilleros, se desentendieron de ellos.

Se dirigieron a la parte trasera. La piedra que hacía las veces de puerta secreta estaba retirada. Tanto tiempo creyendo ser ellos los únicos conocedores de esa entrada, incluso habían fantaseado sobre quién pudo haberla hecho en el pasado, y ahora resultaba que ese hombre también la conocía. Hasta pudiérase que él mismo o sus compañeros la hubieran horadado un día. En su precipitación, no había vuelto a colocar la piedra en su sitio para cerrar el paso. Estaba volcada a un lado y el hueco se veía como un simple agujero en la tapia. Entraron en el jardín todavía no alcanzado por el fuego. Las llamas, iniciadas en el sótano, habían ascendido a los demás pisos y estaban devastando todas esas habitaciones testigos de tantos sucesos. Mario y Ángel se asomaron por la cocina, intacta de momento, tratando de divisar desde allí la sala de juegos al fondo del pasillo donde ellos se reunían. Pero no pudieron dar un paso más. El fuego lo estaba devorando todo. La magnífica mesa verde de billar, la
cheslón
de sus confidencias y arrumacos, su amigo el negro sonriente de la bandeja, todo estaba ardiendo.

El calor del fuego les llegaba a la cara. Había que dar media vuelta y salir inmediatamente. Mario sacó el cuaderno negro y lo lanzó a la hoguera que avanzaba por el pasillo. Se arrugó, comprimido por el calor, y enseguida entró a formar parte de una llama voraz que lo convirtió en cenizas. Salieron corriendo casi ahogándose con el humo y los ojos llorando.

—Ya está. El cuaderno ya no existe. Nada ha ocurrido

—sentenció Mario.

Ángel sonrió. El plan había salido perfecto. Entre los coches se vio una patrulla con el guerrillero esposado en medio. La voz de ese hombre cantando su himno se alzó entre el chisporroteo de las llamas y las sirenas de los bomberos que se acercaban. «Por llanuras y montañas, guerrilleros libres van, los mejores luchadores del campo y de la ciudad.»

La caravana de coches desapareció con el prisionero. Mario y Ángel se quedaron contemplando cómo el jardín seco de la Quinta Julieta había sido alcanzado por las chispas. Matorrales y árboles ardían como teas a pesar del chorro de agua de las mangueras de los bomberos que trataban de sofocar el incendio. Impotentes, se despedían de ese lugar y de unos años que se consumían con ese mismo fuego. Años que con el tiempo pasarían al olvido.

—Tengo que darme prisa. A las nueve pasan lista en el Colegio —dijo Ángel.

—Sí, ¡vámonos! —contestó Mario todavía con la cabeza llena de las imágenes de esa tarde de domingo repleta de acontecimientos.

XIII

Hasta el martes no salió la noticia en el periódico, pero el lunes por la tarde los habitantes de la calle Futuro ya conocían la muerte de su vecino Don Antonio Blasco Molinero. La noticia se había extendido a la misma velocidad y estrépito que una traca. No había casa ni rincón en donde no se estuviera comentando el suceso. Las puertas se abrían y cerraban con los mismos susurros de quienes iban y venían propagando lo que acababan de conocer. En la tienda de ultramarinos, entre aromas a especias y legumbre secas, Feliciano se lo contaba a todos los que llegaban mientras cortaba bacalao con la cuchilla pegada al mostrador o al tiempo que tiraba de la palanca del medidor para servir un cuarto de aceite. La señora Regina no había oído nada. Ajena al alboroto, estaba terminando de sacar brillo a los cántaros de aluminio cuando la lechería se le llenó de mujeres de voces desafinadas cacareando la noticia. Hablaban todas a la vez sin que hubiera forma de entenderlas pero cuando por fin supo lo que decían, las dejó con la palabra en la boca y salió al patio a llamar a su marido, olvidándose de las medidas de cuarto, de medio y de un litro que se quedaron ese día sin fregar. En el bar ocurrió otro tanto. Cuatro parroquianos que jugaban al guiñote se miraron incrédulos cuando se abrió la puerta y, desde allí, Andrés el hojalatero les pregonó, como si estuviera echando un bando, el rumor que corría entre la gente. Después de escucharle, los que estaban jugando interrumpieron la partida y fueron a juntarse con los que había en el mostrador para comentar el caso. «¡Alguien se me ha adelantado!» exclamó medio broma medio en serio uno que estaba borracho y que creían dormido. También Pepita, siempre vestida como la muñeca Mariquita Pérez y delicada como una rosa de pitiminí, atendía en su sedería a unas vecinas excitadas que aunque habían acudido a comprar bobinas de hilo y botones de nácar habían olvidado lo que querían y no cesaban de lanzar pequeños gritos entre sorprendidas y espantadas por lo acaecido, sentenciando al mismo tiempo que eso se veía venir. Pepita, horrorizada, se cubrió la cara con sus manos transparentes pero luego asintió con su cabeza. Tenían razón.

Un día antes nadie parecía conocer nada de la vida de Don Antonio, pero al saberle muerto todo el mundo tenía algo que decir. Tanto cuidado en no desvelar la identidad de ese hombre, en evitar que su imagen apareciera en la prensa y que así pudiera seguir haciendo inmunemente su labor de cazador furtivo en el anonimato, de nada había servido. Todos sabían quién era «el Bicharraco» y el trabajo sucio que hacía. Secretos y miedos ocultos en el silencio que la gente necesitaba liberar y poder desahogarse al fin, aunque solamente fuese ese día. Un momento de escape para enseguida volver a sellar sus labios y entrar en la reserva de sus pensamientos.

Doña Delfina comenzó a inquietarse el mismo domingo cuando a las diez de la noche aún no había llegado su marido a casa. Puntual a la hora de la cena, era muy extraño que no apareciera. El trabajo no podía ser la causa de su retraso por ser día festivo ni tampoco que se hubiera entretenido en un bar, pues su hígado no le permitía la bebida. Le vino el pensamiento de que pudiera estar con su querida. No es que ella conociese la existencia de esa mujer, ni tan siquiera estaba al corriente de sus visitas a Carlota, la puta de la calle del Caballo, y aún menos de lo que hacía con los muchachos de sus detenidos. En realidad, era la primera vez que se le ocurría tal suposición, pero llevaba tiempo con esa idea rondándole en la cabeza harta de que le hiciera caso omiso en la cama. Desde que tuvieron el niño había dejado de tocarla por más que ella se paseara por el dormitorio luciendo nuevos modelos de camisones con lazos provocativos bailando como Betty Grable o se removiera en el lecho con suspiros insinuantes. La pobre no conseguía provocar erotismo alguno, pero aunque hubiera sido capaz de ello, daba igual. Él, rebujado en las sábanas, ni la veía, ni la sentía. Así es que no era disparatado que Doña Delfina creyera haber encontrado en su conjetura la causa de tanto desdén. Al fin y al cabo, de sobras era conocido que el Gobernador, el Jefe de Policía, el Alcalde y muchos Ministros, directores de bancos, jueces y otras autoridades o personalidades ostentando altos cargos tenían todos una querida. Formaba parte de la costumbre y del estatus. Su marido no iba a ser menos. Ahora que lo pensaba se daba cuenta de que había sido una ingenua al negar ser engañada cuando sus amigas insistían en decirle que todos los hombres son iguales y cometen los mismos desmanes. Cuando el reloj dio las once, mandó a su hijo a dormir y también a Inocencia, la criada. No quería que fueran testigos de los nervios que le estaban entrando. Más tarde, al sonar las campanadas de la medianoche, pensó que era excesiva la tardanza y ya no quiso esperarle más. Cenó ella sola lo suyo y lo de él en venganza por dejarla con la mesa puesta y la cena fría. Sin más, se fue a su cuarto, cerró la puerta dando un fuerte portazo que la relajó de la tensión que había acumulado y, ya más sosegada, se metió en la cama. Al momento estaba roncando como una foca.

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