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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (25 page)

BOOK: Los años olvidados
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Cuando despertó, viendo que su marido no había aparecido, esperó a que Pedrito se fuera al colegio y entonces, llamó a la policía.

El lunes, Mario y Ángel se extrañaron viendo a Pedro Blasco en clase. No se le notaba ni preocupado ni entristecido y lo lógico es que se hubiera quedado en su casa. Nadie va al colegio cuando se muere su padre. Le observaron más durante el recreo y él, ajeno a que le estaban vigilando, se sentó como de costumbre en un banco del patio igual que un buda feliz y allí se comió su bollo con chocolate. Su comportamiento no había variado. Confusos pensamientos les tuvieron alarmados toda la mañana. Quizá se marcharon demasiado deprisa de la oficina de Don Antonio sin comprobar de manera fehaciente que estaba muerto y si diera la terrible casualidad de que no lo estaba, podría haberse repuesto después de irse ellos y a esas horas seguro que les había denunciado y venía en su busca conduciendo su coche a toda velocidad en dirección al colegio. Imaginar lo que sucedería si fuera cierto lo que pensaban les aterrorizó. Cuando se encontraron un momento en una clase vacía para comentar su inquietud no podían disimular su nerviosismo. Afortunadamente no les vieron pues, de haber sido así, nadie habría dudado de que que esos muchachos ocultaban algo muy grave. Eran el retrato típico de la forma de comportamiento que delata a los culpables.

Ángel no se enteró de que todo había salido bien hasta el martes por la mañana, cuando ya su nerviosismo estaba a punto de traicionarle. A pesar de que el Padre Rector lo supo el día anterior por la tarde e inmediatamente reunió a toda la Comunidad en la sala de juntas, se decidió mantenerlo en secreto y no hacer comentario alguno. Presentían que algo turbio podía haber en esa muerte y no querían anticiparse a la explicación que dieran las autoridades.

Mario, el lunes a la hora de comer, observó a su madre pero sobre todo a su padre. «¡He sido yo!», tentado estaba de gritar y librarse del peso que le oprimía. Se contuvo. Lo que ellos hablaban nada tenía que ver con lo sucedido. Nadie sabe nada, pensó. Todavía.

Sin embargo, por la tarde, al regresar del Colegio, encontró una animación en la calle fuera de lo normal. No era corriente ver grupos de cuatro o cinco personas delante de una tienda o de un portal embebidos en sus propios comentarios con apariencia de conspiradores. Ni tampoco el ajetreo que se traían algunas mujeres apresuradas por las aceras, ráfagas de sombras escabulléndose por las esquinas, mientras otras que se hablaban al oído, se persignaban después de escucharse. Tanto revuelo sólo podía tener una explicación. Ya se había encontrado el cuerpo de Don Antonio en su oficina y la difusión de tal suceso tenía a la gente exaltada. La noticia cambiaba la fisonomía de la calle Futuro, bautizada así cuando levantaron la hilera de edificios nuevos pretendiendo hacer evolucionar la zona y terminar con la barriada en la que estaba integrada.

Afortunadamente, el barrio todavía conservaba su sabor y aún no habían desaparecido ni los pequeños comercios, ni todas sus casa bajas, ni muchos de los descendientes de quienes construyeron las primeras viviendas con adobes, y esos dueños del lugar, como así se consideraban los más antiguos, se conocían bien y no se inhibían a la hora de compartir penas o alegrías. La noticia había caído como una bomba causando toda esa agitación.

Fue al llegar Mario a su casa cuando se dio cuenta de la importancia que se daba al caso. En la sala de estar, alrededor de la mesa, recordándole el tiempo cuando era un niño, se hallaban sus padres tan enfrascados en la conversación con sus amigos Fina y Servando que ni le oyeron entrar. Se acercó despacio, expectante ante lo que decían. Rosa, al verle, sólo dijo:

—Siéntate, Mario.

Gran trascendencia debían considerar que tenía lo sucedido para que su madre hubiera olvidado darle el beso de cada día cuando llegaba del colegio. Además, el hecho de que estuvieran todos reunidos en conciliábulo era inequívoca señal de la seriedad con la que se habían tomado el asunto. Sus tíos, como él llamaba a Fina y Servando, solamente venían algún domingo a comer pero nunca les había visto en casa a esas horas. Acercó una silla y se mantuvo en silencio escuchándoles sin que por primera vez ninguno de ellos bajase la voz para que él no oyera lo que se hablaba, ni nadie le mandó irse a su cuarto. Los cuatro mostraban un aspecto grave en sus rostros. Por supuesto, hablaban de la muerte de Don Antonio.

Quien estaba dando toda la información era Servando, testigo directo por estar presente en el despacho del Comisario en el momento en que llamó Doña Delfina y, sobre todo, porque tuvo que participar con sus compañeros en la búsqueda.

A él le tocó conducir uno de los coches que salieron inmediatamente en busca del desaparecido, una vez constatado que no se encontraba ni en la Casa de Socorro ni en ningún Hospital. Estuvieron indagando toda la mañana y continuaron hasta primeras horas de la tarde, que fue cuando se encontró el cadáver: a las tres y media precisamente. Pero, hasta ese momento, la actividad fue desenfrenada. En Jefatura no era un secreto que Don Antonio tenía muchos enemigos y la posibilidad de que hubiera sido asesinado entraba en los cálculos lógicos del planteamiento que se hicieron. Había que empezar por interrogar a quienes podían estar más o menos implicados. Se organizaron dos patrullas para ir a los domicilios de los sospechosos seleccionados, compuestas de seis hombres cada una. En el coche que conducía Servando iba también el sargento Palomeque, un hombre con la frente hundida por una herida de bala, tupidas cejas negras despeinadas y al que siempre le colgaba un cigarro de los labios. El ir apretujados metiéndose casi el codo por los ojos unos a otros, no impidió al sargento alzar la mano y su voz cuando arrancaron, sin importarle la ceniza que le cayó por la camisa. Sus órdenes fueron tajantes: «Al que se niegue a contestar, le pegáis un par de hostias bien dadas, ya veréis como así canta. Y si no, ponedle la pistola en la sien o metedle el cañón hasta la campanilla. ¡Eso no falla!».

Registraron las casas, interrogaron a todo el mundo y aún tuvieron que llamar a Jefatura para que les enviasen otro coche que se llevara a los que habían detenido. Como curiosidad, contaba Servando, en uno de esos registros dieron con un individuo, de rostro ceniciento, casi amarillo, tembloroso y ojos huidizos, que llevaba escondido en el desván donde le encontraron desde el final de la guerra civil. Se sabía la existencia de esos hombres, los topos, porque a veces aparecía alguno, pero era demasiado complicado tratar de encontrar sus escondites. Descubrirlos sólo podía ser fruto de la casualidad, como había ocurrido entonces.

Cansados y sudorosos de tanto subir y bajar escaleras, de husmear habitación por habitación, casa por casa de todos los sospechosos de la lista que habían confeccionado, y sin haber obtenido respuesta alguna que les diera el menor vestigio a sus pesquisas, pusieron los coches rumbo a la Comisaría. Fue entonces cuando un joven policía habló de la oficina de Don Antonio. Involucrado con él en el negocio del estraperlo, confiaba que alguien más conociera ese lugar antes de verse obligado a desvelar su existencia y poner al descubierto su trabajo extra no demasiado legal. Ni el sargento ni los demás tenían conocimiento de ello, pero no se extrañaron de que ese hombre tuviera para sus tejemanejes esa oficina e incluso era posible que otros pisos más. La impunidad y libertad de acción que los altos mandos le habían otorgado vetaba cualquier investigación. No hubo receso para comer. Dieron media vuelta y se dirigieron a la calle Terminillo.

El coche de Don Antonio continuaba aparcado medio hundido en el fango frente a la puerta de la casa grande. Subieron hasta la quinta planta y después de llamar insistentemente, decidieron derribar la puerta. Allí estaba, desnucado entre botellas rotas y una escalera caída. No se apreciaban signos de pelea, conservaba su reloj y en la mesa de despacho encontraron varios sobres con dinero en uno de los cajones. Sobre la cama del dormitorio reposaban su chaqueta y su cartera de mano. Todo se veía en orden. Nada había sido tocado. Tampoco los jamones que pendían de unos ganchos en la cocina y ante cuya vista quedaron sorprendidos. Todo parecía indicar un desgraciado accidente. Aun así, fueron piso por piso a interrogar a los inquilinos por si alguien hubiera escuchado algo. Nadie había oído nada. Solamente una viejecita postrada en cama desde hacía años enferma de tuberculosis dijo haber sentido gente subir y bajar la escalera a esas horas. Pero su hija sonrió y negó tal afirmación. «Mi madre —dijo— siempre está oyendo ruidos. Sólo están en su pobre cabeza. Lo que seguramente oyó fue la lluvia y los truenos de esa tarde.»

Cuando el Comisario escuchó el informe, se quedó pensativo unos minutos. Luego se quitó la gorra y con un pañuelo se secó el sudor de su calva. Miró el pañuelo húmedo, lo olió, se lo metió en el bolsillo, y después, dirigiéndose a todos pero en particular al sargento que acaba de dar el parte, expuso su punto de vista.

—No me lo creo —dijo sacando las palabras del dictado de algún lugar recóndito de su cabeza—. No hay accidente que valga. Estoy seguro de que alguien le ha matado.

Al llegar la narración a este punto, Mario, que permanecía atento con sus cinco sentidos sin perder palabra, se removió en su silla, sintió una punzada en la entrepierna y acelerarse sus pulsaciones. Pero mantuvo la expresión de su cara sin mover un músculo.

Cuando a las cinco de la tarde comunicaron a Doña Delfina la muerte de su marido, continuó Servando, ella, al oírlo, hizo un gesto torciendo su boca y para sorpresa de los que estaban allí, el pie derecho se le puso del revés aunque enseguida volvió de nuevo a su sitio. Luego entreabrió los labios para exclamar «¡Ay!» o «¡Dios mío!» como todos esperaban que iba a hacer, pero en lugar de ello, se le escapó una risa nerviosa que se quedó atascada en su garganta. Ante tan extraña reacción, creyendo que no se había enterado bien de lo dicho, quisieron confirmarle una vez más la verdad de lo sucedido y entonces, esa risa que vibraba en las cuerdas de su laringe como si Doña Delfina estuviera haciendo gargarismos, se liberó de su encierro convirtiéndose de pronto en una sonora carcajada a la que siguió otra, y luego otra más, asustando y dejando perplejos a quienes le traían la noticia. Su estupefacción aún fue mayor cuando vieron que no se calmaba sino que continuaba carcajeándose sin ninguna contención, acompañándose con movimientos de cabeza hacia atrás y hacia delante, presa de lo que probablemente era un ataque de histeria provocado por tan triste nueva. La dejaron así, preguntándose si no sería conveniente avisar a un médico. Lo curioso del caso es que su comportamiento no varió en toda la tarde y si alguien pasaba cerca de la casa podía oír que aún seguía con sus risas nerviosas incontroladas.

Y así era. Encerrada en su habitación, Doña Delfina no paraba de reír probándose sus camisones y mirándose en el espejo, como si la magia de éste le devolviera la imagen deseada. Disfrutaba encantada de estar por fin sola y de haberse librado de un marido para el que sólo había sido un adorno y una sierva. Pedrito también expresaba sus sentimientos a su manera. Se encerró en el cuarto de baño sabiendo que su padre ya no vendría dando gritos ordenándole salir. Allí, con todos los grifos abiertos, dejando que el agua, libre como él, salpicase las paredes, se pasó horas metido, eructando sin freno ni control y golpeándose el estómago con la mano para forzar al aire a expeler muchos más eructos que le desahogasen de tanta retención obligada. Con tanta sacudida, su vientre reaccionó provocándole una pedorrera incontenible, casi musical, que duró el mismo tiempo que los otros gases. Inocencia, espantada de lo que ocurría en esa casa de locos, se dispuso a hacer sus maletas y volver al pueblo.

Comenzaba a anochecer. Rosa se levantó, encendió la luz y fue a sacar unas tazas del aparador que puso sobre la mesa. El cenicero rebosaba de colillas con la brasa todavía terminando de consumirse y el humo flotaba por todo el cuarto de estar meciéndose alrededor de la lámpara.

Los dos hombres fumaban sin parar, mucho más Servando que, sin terminar un cigarro, ya estaba liándose el siguiente. Puro nervio, el paso del tiempo no le había cambiado y continuaba igual de delgado que cuando Fina le conoció. Su piel, por la que trataba de salirse la osamenta de su esqueleto, era una funda ajustada que marcaba venas, tendones y conductos nerviosos. Incapaz de permanecer quieto un momento, entrelazaba sus piernas enroscando la una en la otra cuando alguno de sus miedos ocultos le asediaba, pero si encontraba seguridad en sus afirmaciones o algún aliciente elevaba su espíritu, cambiaba de posición y se balanceaba en la silla con las manos metidas casi hasta el codo en los bolsillos. El doble juego que practicaba desde hacía años, combinando la integridad de unos principios que nunca se atrevió a exteriorizar y un trabajo con el que lamentaba haberse comprometido, le mantenía en un constante estado de frustración. En ocasiones ejercía su influencia en la sombra para ayudar a personas a punto de ser detenidas injustamente. Su autoestima reaparecía entonces y durante unos días recuperaba la dignidad perdida. Así ocurrió cuando, al final de la guerra, se arriesgó para solucionar la situación de Carlos y Rosa y así estaba sucediendo ahora, pues había venido a su casa para prevenirles de peligros inminentes. Todo ese complicado laberinto en el que se movía su compleja personalidad seguramente tenía algo que ver con su apariencia y con su comportamiento nervioso.

—¿No podéis fumar un poco menos? —dijo Rosa—. Nos vamos a ahogar.

Fina, que había estado en la cocina preparando un puchero de café, dejó la cafetera que traía encima de la mesa y fue a abrir la ventana para airear la habitación.

—No creo que tanto humo sea bueno para los pulmones —dijo mientras ganaba su sitio de nuevo y se disponía a servir el café.

—Mañana comenzarán las redadas —seguía diciendo Servando—. La teoría del accidente ha sido descartada y hay órdenes de ponerse inmediatamente en acción. Esta noche se va a preparar el plan de trabajo y las listas. No quieren perder un minuto.

—Algo grave está ocurriendo —habló Carlos muy reflexivo—. Han matado al «Bicharraco», el mismo día han detenido al «Lobo» que llevaba años impune en el monte al frente de sus hombres y han incendiado ese caserón con tanta historia en el que solía refugiarse, la Quinta Julieta. Extrañas coincidencias. Y ahora quieren salir en batida. ¿No sientes que el ambiente está muy cargado?

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