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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (20 page)

BOOK: Los años olvidados
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La imagen de su padre, republicano, rojo y masón, se transformaba por momentos adquiriendo una nueva magnitud al comprender la importancia de esos tres vocablos que le daban la clave para descubrir la verdad oculta de aquel a quien inmerecidamente había subestimado desde su infancia. Y con ello, aparecían sentimientos de admiración, de respeto, de deseos de tenerle cerca y poder mostrarle un amor que acababa de brotar y ya pedía desbordarse tras haber permanecido tanto tiempo escondido en el rencor. Ése era el padre anhelado, su ideal, su héroe, el mejor de todos los hombres, el que siempre había querido tener. Lo había recuperado y no podía permitir que ahora que acababa de reencontrarlo se lo arrebatasen encerrándolo injustamente en un calabozo sombrío y hasta incluso que fuera puesto frente a un pelotón de ejecución. Con uñas y dientes si fuera necesario se opondría a que eso ocurriera.

No fueron las proposiciones de Don Antonio las que provocaron su inequívoca insinuación de acabar con él, ante la atónita mirada de Ángel. Había sucumbido una vez al acoso de ese hombre y ya supo entonces que jamás volvería a repetir semejante experiencia, por mucho que ahora quisiera asustarles con sus amenazas si ellos no se sometían. La absoluta carencia de sentimiento de culpa con la que había nacido hacía que no viera inconveniente alguno en que se supiese la relación con su amigo. Nada le importaba que todo el mundo se enterara de ello. Hasta incluso le excitaba la idea. No le cabía en la cabeza que alguien pudiera castigarles por amarse ni entendía que hubiera reglas que lo prohibieran. Lo encontraba ridículo. En esto, todavía no había perdido la ingenuidad. En el momento en que pronunció aquella frase que el instinto le dictó, deseó verdaderamente la muerte de Don Antonio como una ineludible necesidad para poder salvar a su padre. Un acto de legítima defensa, se decía. Ése era el pensamiento que daba consistencia a todos sus argumentos. Sin embargo, para su mente había supuesto un cambio radical en la manera de razonar, en su conducta, y tal mutación, además de haberle dejado petrificado, no terminaba de sorprenderle y estaba aterrorizado, incluso, de haber podido pensar que era capaz de llegar a tales extremos. La intensa actividad mantenida en su cerebro toda la semana, ocupado en justificar la trascendental decisión tomada y en tramar con Ángel la forma de llevarla a cabo después de haber asumido los dos que acabar con Don Antonio era la única solución, le había dejado insensible a cualquier cosa no relacionada con su principal preocupación.

Hoy era el día y todo estaba ya convenido. La víspera había tardado horas en dejarse vencer por el sueño y el rato que había dormido no estaba muy seguro de haberse relajado. Esperaba que el sol despuntase pero, por otra parte, hubiera deseado que nunca amaneciera. Nunca creyó que iba a encontrarse ante semejante trance. Imposible predecir cómo se iban a desarrollar ni qué derroteros tomarían los graves acontecimientos con los que estaban dispuestos a enfrentarse en ese domingo crucial. Su excitación era provocada por la angustia.

Habían pasado toda la semana reuniéndose los dos en los lugares más insospechados, ocultándose como malhechores para evitar que les vieran juntos. El lunes, cuando por la mañana todos los alumnos formaron las filas para asistir a la misa de cada día antes del comienzo de las clases, se buscaron con los ojos tratando de ver si la noche no les había hecho cambiar de opinión y aún se mantenían en lo acordado la víspera en la Quinta Julieta. En la mirada de Ángel había complicidad, pero también reflejaba el miedo y la incertidumbre de quien todavía no ha llegado a asimilar la gravedad de la acción en la que tenían pensado involucrarse. La de Mario, aunque en su rostro era patente el cansancio reflejado en sus ojeras, mostraba la firmeza de quien está resuelto a llegar hasta el final. La intrusión de Don Antonio en sus vidas adolescentes de manera tan intempestiva, destrozando en un momento, igual que un paquidermo pisotea un jardín, la burbuja que les protegía de un mundo al que aún no se habían asomado, fue una sacudida que había alterado la ética de su pensamiento impoluto. Ya no eran los mismos.

Su primer encuentro tuvo lugar en la sala de Historia Natural. Después de haberse pasado durante toda la mañana varias misivas con la habilidad de auténticos prestidigitadores, no en balde llevaban tiempo haciéndolo, acordaron verse durante el primer recreo de la tarde en ese lugar al que solamente se iba en ocasiones excepcionales y que estaba situado en un corredor poco transitado. El primero en llegar fue Ángel. Se agazapó detrás de la tarima sobre la que un hombre prehistórico cubierto con la piel de un oso estaba en actitud de encender una hoguera con el pedernal. Aunque agazapado para ocultarse mejor, su figura se reflejaba en la vitrina en donde sin ningún rigor ni orden cronológico se exhibían conchas, minerales, utensilios de piedra, tibias y varias calaveras, amén de otros fósiles, junto a una serie de diferentes tipos de hojas secas enmarcadas. Desde la puerta acristalada cualquiera que pasase podía verle.

—¡Vamos más al fondo! —dijo Mario al entrar—. Detrás del tigre disecado. Allí, con el ciervo bajo sus zarpas, la cebra, el bisonte y los monos colgados del árbol, seguro que nadie nos ve.

En primer lugar debían decidir si verdaderamente estaban dispuestos a matar a Don Antonio. A los dos el corazón les brincaba en el pecho. Ese lunes, día siguiente a su encuentro en la Quinta Julieta, antes de concentrarse en cómo ejecutarían su acción, centraron la discusión en los motivos que les conducían a cometer tal crimen.

La visión de su padre detenido y conducido a la cárcel aunque sólo fuera poco tiempo, pues —se decía para aliviarse— la falta tampoco era tan grave, se había quedado reinando en su cerebro como un fotograma encasquillado desde el momento en que Ángel leyó el cuaderno negro; y allí continuaba. Si de él dependía, estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para evitarlo. A la repugnancia, no sólo física, que le había producido la propuesta de Don Antonio para silenciar sus denuncias, inaceptable desde cualquier punto de vista, se sumaba el pánico que le entró ante lo gravísimo que sería, y con consecuencias inimaginables, si, al rechazarla, su relación con Mario se convertía en un hecho notorio. No se sentía capaz de soportar semejante bochorno, aparte de que ello supondría para los dos la inmediata expulsión del colegio seguida de su ingreso en un reformatorio; tampoco tenía entereza para arrostrar la humillación de verse descubierto por sus amigos, que nunca habían dudado de su hombría. Menos aún aguantar sus burlas. Un lastre demasiado pesado para un muchacho cuyos únicos disgustos hasta entonces habían sido sacar un suspenso o ser castigado por alguna travesura. Cuando Mario le interpeló dejando su terrible pregunta en el aire, reaccionó con estupefacción pero, tras haber sopesado más fríamente durante la noche todo lo que Don Antonio se proponía llevar a cabo, creía haber llegado a la buena conclusión. Si, como al parecer, no había otra salida para evitar que ese encadenamiento de hechos se sucediera y lo único que podía impedirlo era acabar con la vida de ese hombre, aceptaba la sugerencia de Mario y se comprometía a participar en ello.

Mario había adquirido una fuerza y una seguridad en sus decisiones desde esa tarde en la que había encontrado inesperadamente una madurez precoz. Sus ideas eran claras y no había vacilaciones en su discurso. Reactivando la contienda que no vivió pero que recordaba, se sentía un soldado en la vanguardia del frente en guerra contra el enemigo para acabar, como un justiciero del futuro, con uno de aquellos vencedores prepotentes. Nada podía detenerle. Enarbolando la bandera de su padre, estaba dispuesto a hincarla sobre el cadáver de ese hombre sin escrúpulos convertido en una amenaza para su familia y para mucha más gente, que había tomado su relación con Ángel por un lodazal en donde poder revolcar sus represiones lo mismo que un cerdo.

Después de haberse escuchado el uno al otro y dar por válidos sus argumentos, se estrecharon solemnemente la mano derecha para sellar el acuerdo mientras alzaban la izquierda prestando el juramento de no revelar nunca a nadie, ni siquiera en confesión, todo lo que iban a urdir desde ese momento y que debía llevarles a la consecución de su propósito: la muerte de Don Antonio. A pesar de la teatralidad, casi infantil, que dieron a la ceremonia con la que cerraron su compromiso, el terrible juego en el que iban a participar iba en serio. La decisión tomada era capital y la partida había comenzado. Su tensión nerviosa se alteró al comprender el viraje que estaban tomando sus vidas después del fatal encuentro de ese hombre con Ángel en el Colegio. No parecía justo que el destino jugara tan cruelmente con ellos arrastrándoles en su vorágine arbitraria, pero se daban cuenta de que la suerte estaba echada, la cuenta atrás comenzaba ya y nada predecía que pudiera ser de otra manera. Sin embargo ignoraban los medios que habrían de utilizar para llevar a cabo su acción. Todavía quedaban cinco días para dar con ello.

El resto de la semana continuaron reuniéndose cada vez en un sitio diferente.

El martes se ocultaron en la parte trasera del escenario del salón de actos, entre cajas, cortinas polvorientas, decorados de papel de antiguas obras de teatro representadas allí, alfombras enrolladas, figuras del Belén gigante que se instalaba en Navidad y la imagen de un santo misionero, que una vez al año sacaban en procesión, también almacenada entre todos los trastos. A pesar de no tener dudas de su resolución, ese segundo día eludieron hablar de todo lo referente a la propia ejecución y lo emplearon en estudiar posibles coartadas que les libraran de toda sospecha. Parecía evidente que debía evitarse el salir todos juntos de la casa-almacén del padre de Ángel para ir a la oficina de Don Antonio en su coche. Nadie tenía que saber que ellos iban a ir allí, ni tampoco podían ser vistos con él. Había que cambiar las consignas dadas por Don Antonio. Mario, que vivía en su misma calle, se encargaría de hacerse el encontradizo y, dejando actuar su lado seductor, no tendría dificultad en convencerle de que sería mucho más discreto ir por separado. Ellos le esperarían cerca de la oficina.

Aunque les aterrorizaba tener que quedarse encerrados varias horas con el cadáver, acordaron también la conveniencia de permanecer en esa oficina siniestra hasta el anochecer y escabullirse luego entre las sombras para pasar desapercibidos a cualquier mirada inoportuna.

No querían reunirse dos veces en el mismo lugar así es que el miércoles eligieron el gimnasio. La luz que entraba por la claraboya se esparcía por toda la nave. El potro, el plinto, las paralelas, las anillas, la cuerda de trepar y todos los demás aparatos que equipaban ese lugar aparecían mudos en la soledad de esa hora a la espera de ser zarandeados por unos brazos, unas piernas o unas manos que les dieran vida y dejaran oír el lamento del cuero, el crujido de la madera o el tintineo del metal, convirtiéndoles en elementos vivos durante la clase de gimnasia. Un espacio amplio y diáfano que no se prestaba para su encuentro secreto pues sus figuras quedaban demasiado aparentes y era imprescindible no ser vistos. Sin embargo, haciendo una barricada con las colchonetas de dar volteretas apiladas en un rincón, lograron esconderse acurrucados detrás de ellas para seguir exponiéndose el uno al otro las maquinaciones que fraguaban por la noche en sus camas. Ese día y el jueves en la azotea, rodeados de palomas aleteando sin descanso por encima de sus cabezas y a veces posándose sobre ellas, se los pasaron analizando todos los posibles métodos a utilizar para consumar con éxito la trama urdida que, decían convencidos de la ecuanimidad de su acción, debía terminar para siempre con la nefasta presencia de Don Antonio en la vida de la ciudad, en la vida de sus padres y en la suya propia. Nunca imaginaron las dificultades que presenta matar a un hombre. Fueron desechando una a una todas las propuestas que se iban haciendo pues ninguna acababa de convencerles. La escopeta de caza del padre de Ángel se descartó de inmediato al no disponer de medios para ocultarla, aparte del ruido que produciría la detonación. El matarratas que esparcía Rosa desde el portal de la calle hasta el interior de la casa se mantuvo como un elemento que podría servir si conseguían mezclarlo con algún liquido. Mario se encargó de encontrar el lugar en donde lo guardaba su madre y llevarlo por si se presentaba la ocasión de utilizarlo. Don Antonio era muy alto y aunque los dos se abalanzasen sobre él y llegaran a empujarle hasta la ventana, él se debatiría como una fiera y ellos no se veían con fuerza suficiente para vencerle y arrojarle al vacío desde ese quinto piso. Quizás mientras Mario se dejaba acariciar, Ángel podría pasarle un nudo corredizo por el cuello y cerrarlo rápidamente hasta ahogarlo, aunque también era posible que los dos salieran disparados de un manotazo. Recordando las películas de gángsters que habían visto, aún continuaron imaginando otros muchos métodos sin que ninguno les pareciese adecuado, mucho menos perfecto.

En los cuartos de baño de los fámulos a donde acudieron el viernes y el sábado, el plan quedó definitivamente determinado.

Decidieron ir allí estando seguros de que nadie podría imaginarse que pudieran estar escondidos en semejante lugar. Una catacumba debajo de sus pies, ignorada por todos, fuera de su realidad.

Los pasillos del sótano del Colegio eran tan anchos como los de todos los pisos superiores pero mucho más lóbregos y con sus muros rezumantes de humedad. Unas ventanas rectangulares pegadas al techo se asomaban por encima de la tierra del patio central para recibir la claridad del día mientras el sol llegaba hasta ellas. Unas rejas negras que las protegían del golpe de algún balón perdido servían, al mismo tiempo, para mostrar a los que habitaban al otro lado que esa parte exterior les estaba vedada. Simple símbolo, pues al estar situadas en lo alto de las paredes desnudas del corredor era imposible que los que vivían abajo pudiesen mirar por ellas y aunque no se hubiera puesto el enrejado, ellos sabían muy bien cuál era el lugar asignado que les correspondía. Sumisos a las reglas impuestas, eran humildes servidores silenciosos, agradecidos de haber sido escogidos un día para trabajar en ese Colegio. Como en los planos paralelos, coexistían dos mundos dentro de un mismo espacio sin que ninguno tuviera que ver con la vida del otro. Arriba, la vida colegial con el ajetreo de las aulas, el estallido de los alumnos al salir al recreo, las reuniones festivas en el Salón de Actos abiertas a las familias que asistían para acompañar a sus hijos, todos de punta en blanco. Abajo, las calderas, el lavadero, las cocinas, el dormitorio colectivo lleno de camas y los baños de los criados. A estos fámulos nunca se les veía en los pisos superiores pese a que todos los días tenían que subir a limpiarlos antes de preparar los desayunos, comidas y cenas para los Padres y los alumnos internos. Tenían prohibido dejarse ver, así es que, en cuanto terminaban de barrer y fregar los suelos embaldosados que un instante después comenzarían a ensuciar cientos de pies, desaparecían y regresaban a sus profundidades. Los alimentos los enviaban subiéndolos desde la cocina con un elevador de poleas por el hueco de un tabique hasta el primer piso, donde estaba el comedor. Allí, los Hermanos se encargaban de servir las mesas.

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