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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (22 page)

BOOK: Los años olvidados
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El día, por fin, había llegado.

Cuando hubo hecho la digestión, o parte de ella, tras haberse quedado traspuesto unos minutos babeando con la cabeza desplomada sobre uno de los platos, se despertó resoplando y fue a remojarse al cuarto de baño. Doña Delfina, que estaba allí peinando a su hijo, salió de inmediato con el niño sin dar tiempo a Don Antonio a regañarles por estar ahí cuando él necesitaba entrar. No podía soportar que le ocuparan ese cuarto cuando él precisaba ir. Las necesidades de los demás no contaban si la suya propia le urgía, y sus voces desaforadas podían oírse por toda la escalera de la casa cuando la cólera se apoderaba de él si por un casual encontraba la puerta cerrada porque su mujer o su hijo habían tenido una imperiosa urgencia. Humedeció su cara, se atusó los cuatro pelos, enderezó el nudo de su corbata y luego entró en el dormitorio para ponerse la chaqueta y recoger la cartera en donde guardaba el cuaderno negro del mes que siempre le gustaba llevar consigo por si, en cualquier momento, descubría nuevos datos que añadir a los ya consignados. Además, ante una eventual resistencia o negativa a sus demandas por parte de los jóvenes sometidos, sabía por experiencia que le bastaba con mostrar el cuaderno para ser inmediatamente obedecido. Lanzó una carcajada. Los desgraciados no sabían que, en cuanto se hartara de ellos, saldría en busca de nuevos infelices con los que desahogar sus instintos y nada impediría entonces que las denuncias registradas volvieran a ser una auténtica amenaza. Su celo y perfeccionismo en el trabajo no permitían la piedad, acaso un momento de respiro para los condenados o sus allegados hasta haber saciado su deseo. Luego, las penas debían cumplirse. No cabía el indulto.

Se contempló en el espejo del armario. Sus ojos de rana querían abarcar más de lo que veían pues buscaban la lujuria que latía en sus venas, manifestada en su entrepierna. Pero los nervios de tener tan cerca el tan ansiado encuentro o el bolo alimenticio atascado en su estómago, impedían que su pantalón se hinchase.

El reloj de cuco colgado de la pared anunció las cuatro de la tarde.

No podía entretenerse. Sólo quedaba una hora. El tiempo justo para pasar por la casa-almacén del señor Marcelo, recoger la mercancía que le tenía reservada y cargarla en el coche, aguantando una vez más los majaderos lamentos de ese hombre, que si las cosechas no habían sido buenas, que si apenas queda nada para mí, que mire Don Antonio las facturas que me esperan sobre la mesa. Una retahila inaguantable a la que había que seguir haciendo oídos sordos para no exasperarse ni perder su precioso tiempo en contestarle. Debía darse prisa. A esta cita no quería llegar tarde. Subió a su coche, un Citroen negro de motor alargado, como el pico aplastado de un pato, lo puso en marcha y arrancó salpicando al señor Marcelo con el agua que la lluvia había dejado delante de la puerta.

Un relámpago iluminó los nubarrones negros que cubrían el cielo. Luego un trueno todavía distante, anunciaba que la tormenta se estaba acercando.

XII

Los charcos en la calle Terminillo eran prácticamente constantes durante la mayor parte del año. Un suelo terroso con tal cantidad de baches que su aspecto semejaba al camino ondulante de un desierto en miniatura. En época de lluvias se inundaba y retenía el agua empantanada que nunca terminaba de filtrarse. El adoquinado no había llegado allí, ni tampoco el pretil de las aceras que estaban formadas por simples piedras planas puestas provisionalmente cuando se construyeron las casas y luego dejadas en el olvido, tal como había ocurrido en el resto de ese barrio humilde alejado del centro. Ésta era una calle más industrial que de viviendas familiares en la que se sucedían casi puerta con puerta una nave de almacenamiento de piensos y útiles de labranza mezclados con básculas y romanas usadas pero aprovechables, otra a la que cada día acudían puntuales las mujeres encargadas de la confección de uniformes militares y banderas nacionales, un taller mecánico en el que unos obreros, cara y manos tan ennegrecidos por la grasa como el mono que les protegía, trabajaban en el banco que ocupaba casi todo el local reparando motores, enderezando ejes o reponiendo los cojinetes de un engranaje, y un depósito perteneciente a la red de ferrocarriles en el que se guardaban repuestos. Los edificios eran todos bajos con excepción de la casa en donde Don Antonio había alquilado un piso, para instalar allí su oficina y almacenar los géneros del estraperlo, lejos de las calles principales y así llamar menos la atención. Con una fachada del color de la misma tierra sobre la que se asentaba, dando la impresión de que brotara de ella, fue construida con cinco plantas con vistas a que formara parte de la modernización que alguien pretendió dar al barrio en un momento dado pero interrumpida por el estallido de la guerra y nunca más considerada después. Conocida como la casa nueva, sobresalía de las demás edificaciones como un faro en lo alto de una roca. Y en efecto cuando, por la noche, las luces del último piso estaban encendidas, servía de orientación a los viajeros que se bajaban del tren en el apeadero cercano que ostentaba el mismo nombre de la calle. La proximidad de los trenes, constatada por los pitidos estridentes de las locomotoras cada vez que se acercaban o que se alejaban, también se hacía notar por la carbonilla arrastrada por el viento que, a veces, se metía en los ojos causando irritaciones y picores.

Las lluvias intermitentes de ese domingo, que aún seguían amenazando, habían transformado esa calle en un barrizal en el que ya, durante la mañana, un carro se había quedado estancado, habiendo tenido que recurrir a la ayuda de varios hombres, unos para que tirasen de la caballería y otros para apoyar su hombro en las ruedas hasta conseguir sacarlo de su enterramiento en el lodo. Un regocijo para los muchachos que, acostumbrados a usar su imaginación para inventar un juego con cualquier cosa, se entretenían recogiendo barro para hacer unas cazoletas con el contorno endurecido pero dejando la parte de abajo muy fina. «¿Tapacón, me pagarás», preguntaba uno. «En el suelo lo verás», contestaba el otro. Entonces, el primero arrojaba la cazoleta contra la acera tratando de que no se aplastase sino que al chocar en el suelo se crease en la parte hueca un vacío, provocando así el estallido de un agujero que el contrincante tenía que tapar pagando con barro para sellarlo. Cuando se cansaban, cogían un hueso de alberge y lo frotaban contra las paredes de las casa hasta ablandarlo y poder horadarlo fácilmente para sacarle la simiente y fabricar un silbato.

Ese domingo lluvioso la calle estaba solitaria. Los que no se habían ido al fútbol, habían bajado al centro para ver una película o entrar en algún baile y los chavales correteaban por el Campico haciendo lo que más les gustaba, divertirse y ensuciarse. Un descampado, a espalda de las últimas casas, en donde los días de las fiestas del barrio se montaba una cucaña y una tarima que, además de acoger a la orquesta que amenizaba el baile, servía también para la Chocolatada en la que dos jóvenes sentados frente a frente en una mesa con los ojos vendados tenían que meterse en la boca, uno al otro, una cucharada del chocolate que había en la olla que tenían delante. Quienes más vida daban a la calle Terminillo, los mecánicos, las obreras de la confección, los encargados de las naves, también el ruido de las máquinas, de las sierras metálicas, de los martillos y hierros con el fondo de las canciones que algunos dejaban oír mientras trabajaban, añadido al trajín de la gente que acudía cada día, el ir y venir de las camionetas de transporte, todo ello estaba ausente por ser día festivo. Las naves industriales estaban cerradas, algunos vecinos aún no se habían despertado de la siesta y otros jugaban a las cartas mientras sus mujeres aprovechaban esas horas tranquilas para remendar calcetines, hacer un vestidito a la muñeca de sus hijas, cambiar los puños de una camisa o poner culeras a unos pantalones. Nunca inactivas, ganándose el calificativo dado a su ocupación en la vida: «sus labores». Un cielo plomizo que impedía el paso de la luz del sol, ambientaba de forma natural el escenario de lo que pronto iba a suceder esa tarde. Un presagio, habría dicho alguien.

Mario apenas había probado bocado durante la comida. A Rosa no le había pasado desapercibido ni la desgana de su hijo ni el aire preocupado que trataba de disimular. Llevaba así toda la semana pero, por más que había intentado hablar con él, con cariño muchas veces y otras mostrándose enfadada por su silencio, no había conseguido nada.

—¿Has reñido con Ángel? —le preguntó

La miró desconcertado, pero enseguida se dio cuenta de que no había segundas intenciones en su pregunta, aunque con la intuición femenina nunca se sabe.

—No —contestó.

Carlos intervino:

—¿Quieres que nos vayamos los dos a dar una vuelta y charlar un rato?

Cómo le hubiera gustado, qué deseos tenía de poder pasear con su padre, contarle todo, decirle que iba a hacer algo muy especial para salvarle de la cárcel, mostrarle lo que sentía por él ahora que le conocía de verdad. Otro día le recordaría ese paseo prometido y se irían juntos a pasar la tarde al parque o a remar en una barca por el río o simplemente a conversar los dos sentados en un café. Hoy era imposible. No podía decirle nada. Ni él ni nadie debía enterarse de lo que iba a ocurrir esa tarde. Un secreto con el que Ángel y él tendrían que vivir toda la vida. Nunca podrían revelarlo.

—El Padre Carrero me ha expulsado del coro —dijo, sin saber muy bien por qué le había salido esa mentira absurda.

Rosa y Carlos se miraron, aliviados de que sólo fuese una tontería así la causante del disgusto de su hijo.

Mario se entregó al abrazo de su padre, mientras éste le hablaba:

—No debes tomarte las cosas tan a pecho. Pertenezcas o no al coro, tú cantas muy bien. Eso es lo que cuenta.

El tiempo no se había interrumpido durante la conversación y solamente faltaban diez minutos para que el reloj marcara las cuatro de la tarde. A las cinco menos cuarto había quedado con Ángel. A medida que Mario sentía acercarse la hora, crecía la opresión en su pecho. Era el momento de irse.

—¿Dónde vas tan pronto? —le preguntó Rosa.

—Al cinema Alhambra —contestó—. Ponen
El tercer hombre
con Orson Welles y Joseph Cotten. Ha tenido mucho éxito y hay que hacer cola para sacar las entradas.

Su madre sonrió antes de hablar. Sabía su afición al cine y no le extrañaba que supiera los nombres de los protagonistas.

—¿Es tolerada?

—No lo sé, pero ya me he colado otras veces sin que pasase nada.

—No te mojes. Hoy no ha parado de llover y se están oyendo truenos. Al final tendremos tormenta —dijo su madre.

Carlos se acercó y le metió algo de dinero en el bolsillo.

Cuando salió a la calle, el aire húmedo le reconfortó. Apresuró el paso. La calle Terminillo estaba lejos y debía apresurarse para no llegar tarde a la cita. Iba con el traje de los domingos, el que llevaban todos los alumnos como uniforme los días festivos, y que aún no se había quitado desde que se lo puso por la mañana para asistir a la misa. Tuvo cuidado en esquivar las gotas que no cesaban de caer, resguardándose bajo los balcones caminando pegado al muro de las casas, aunque eso no impidió que se mojara. El tranvía tardó en llegar y ya comenzaba a impacientarse. Los nervios no le abandonaban un momento.

No se veía un alma por el barrio. La lluvia había arreciado y tuvo que correr hasta la esquina en la que había quedado con Ángel. Se había calado, y los zapatos que se habían hundido en el fango al atravesar la calzada estaban irreconocibles. Se quedó esperando. Eran las cinco menos veinte y Ángel no podía tardar. Pero quince minutos después todavía no había dado señales de vida. Mario no cesaba de mirar en todas las direcciones esperando que apareciera y mil preguntas se enredaban en su cerebro buscando las razones de ese retraso, o incluso llegando a temer que su amigo se había echado atrás dejándole en la estacada. Pensamiento rechazado de inmediato pero que le había creado una gran zozobra. Quizá se hubiera extraviado. No conocía esa zona de la ciudad, y aunque estuvieron dibujando en un papel el camino, pudiera ser que se hubiera metido por una calle equivocada. Don Antonio ya estaba a punto de llegar y si Ángel no se presentaba, de nada servía todo lo planeado pues los dos se necesitaban para llevar a cabo su propósito. Habría que esperar al próximo domingo y eso significaba volver a pasar otra semana desasosegados. Por añadidura, veía que no le iba a quedar más remedio que someterse esa tarde al acoso de

Don Antonio sin oponer resistencia si querían mantenerle confiado. Pensar en tener que pasar por lo mismo que hacía años le ponía enfermo, y en su interior, pues nada debía señalar su presencia en esa calle, lanzó un gran signo de protesta, de desesperación por el papel que el destino le hacía jugar. Se movió agitado dando unos pasos, casi brincos, que lo calmasen. Los minutos no tenían piedad, ni personalidad, ni entidad, eran solamente minutos que continuaban avanzando por más que Mario quisiera que aminoraran su marcha. Temiendo que Ángel se hubiese confundido de esquina, salió disparado bajo la lluvia hasta el otro extremo de la calle. Allí tampoco estaba. Volvió sobre sus pasos sin haber parado de correr y cuando ya estaba llegando, vio a su amigo corriendo también que levantaba el brazo anunciándole que le había visto. Tampoco se había cambiado y seguía con el traje obligado de los domingos.

—Mi padre estaba empeñado en que me tenía que quedar para ayudar a cargar algunas cosas en el coche de Don Antonio de quien, como si yo no lo supiera, me decía que iba a llegar de un momento a otro —comenzó a contar Ángel apresurando sus palabras y con la respiración entrecortada después de haber estado corriendo casi todo el camino—. No me dejaba marchar, pero al final me he escapado. Imagino que estarías inquieto con mi retraso.

—Bueno, ya estás aquí. Vamos a la puerta de la casa —contestó Mario ya tranquilizado, acariciando la cabeza de su amigo—. Respira profundamente y cálmate. Necesitamos tener los nervios bien relajados. ¿Recuerdas bien todo lo planeado? No nos queda tiempo de repasar cada paso.

—Sí —replicó Ángel. Luego señaló a lo lejos—. Mira, ahí viene.

El Citroen negro de Don Antonio apareció en el otro extremo de la calle saltando por encima de los baches. Eran las cinco en punto de la tarde.

—Veo que sois puntuales —dijo al verles, mientras daba vuelta a la llave cerrando el contacto—. Así me gusta. ¿Impacientes porque llegase el domingo? —Los ojos le brillaron al hacer la pregunta.

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