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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (4 page)

BOOK: Los años olvidados
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Deseosas e impacientes, sus amigas habían aceptado la primera invitación y danzaban encantadas en la pista. Rosa más tímida, o más exigente, permanecía sentada.

Lo primero que llamó su atención fue su porte. ¡Qué distinguido! pensó. Luego, se fijó en su mano sosteniendo elegantemente un cigarrillo. No era la de un obrero. Y esa seriedad en su cara que imponía. Cejas pobladas, ojos oscuros, profundos, que analizan más que miran y reflejan la existencia de un mundo vivo repleto de efervescencia. Pero oculto. Tesoro encerrado en los confines del alma. Frente despejada, nariz potente, con caballete aplastado, labios llenos de carne, boca cerrada. Rostro desafiante de quien no hace concesiones. La otra mano en el bolsillo.

La aparente indiferencia que ese hombre mostraba al entrar en el salón de baile contrastaba con el trasiego alocado que se traían los demás.

De los pies a la cabeza Rosa se puso a temblar como un flan cuando vio que aquellos ojos se clavaban en los suyos. Apartó la mirada y la dirigió a sus zapatos. Cuando volvió a levantarla, tímidamente, respiración entrecortada, él ya se había acercado. Esbelto, conquistador, sonriente ahora. Ella juntó bien las piernas y se retorció las manos, inmunes al dolor infligido por la sortija que adornaba uno de sus dedos.

—¿Baila, señorita?

Apenas podía creerlo. ¡La estaba sacando a bailar! Amapola encendida bajo el sol era su cara, cuando asintió con la cabeza.

Era un vals.

El brazo firme, dominante, que rodeaba su cintura, la conducía llevándola en volandas. Sus pies parecían no tocar el suelo. ¿Flotaba?

Rosa apoyaba con firmeza su mano en el hombro derecho de su pareja poniendo el freno para evitar que se le acercase demasiado. No quería que ocurriese como en el baile del pueblo en el que tantas veces tuvo que salir huyendo de los chicos que intentaban sobrepasarse con rudeza. El no lo intentó. Era todo un caballero. La invitó a una gaseosa y se sentaron.

Atraída como por un imán, no podía apartar su mirada de los ojos penetrantes de ese hombre que en tan solo unos minutos, el tiempo que duró el baile, había pasado de intimidarle a infundirle confianza como lo demostraba la facilidad inesperada con la que comenzó a contarle su vida. Por su parte, él, abandonando una reserva natural que se adivinaba nada más mirar su rostro, dejaba fluir sin barreras palabras que descubrían su manera de pensar, sus sentimientos y una personalidad en la que Rosa se estaba dejando envolver cautivada. Sordos a los acordes de la orquesta sólo oían otra música diferente creada por ellos mismos. Y adentrándose en esa sinfonía que tapaba todos los ruidos y el bullicio del salón, se perdieron en ella olvidándose del tiempo y del lugar en que estaban.

Cuando despertaron ya casi no había parejas bailando. Se levantaron y fueron hacia la salida. Él propuso dar un paseo por las orillas del río, «a la luz de la luna» le dijo riendo como si fuera una broma pero apretando su brazo esperando que aceptara. Aunque el corazón latiéndole con fuerza la impulsaba a ello, Rosa prefirió negarse.

—Es muy tarde. Tengo que darme prisa

Quedaron para otro día.

Fina y Carmen ya la estaban esperando en la puerta. Las pobres estaban agotadas. No habían abandonado la pista desde que entraron al baile y poco acostumbradas a los tacones, sus pies apenas las tenían. Pero al verla llegar, olvidaron su cansancio y la asediaron quitándose la palabra la una a la otra. Dos cotorras exaltadas, gesticulantes, lanzaban gritos de admiración con envidia contenida. Curiosas, indagadoras, entramaban sus preguntas de tal modo que contestarlas en orden era difícil. Rosa callaba. Sólo dijo:

—Se llama Carlos.

Esa noche no conseguía conciliar el sueño. Su mente divagaba.

Un caballo de crin blanca a galope por un prado, avanzaba impetuoso hacia un bosque colindante cuya frondosidad impedía a Rosa adivinar lo que pudiera esconderse en su maleza intrincada.

El halo de una gran luna plateada se difuminaba en un firmamento de estrellas.

Hubo una metamorfosis. El bosque, camaleónico, vaciándose de árboles, plantas y flores, desteñido del verdor de su follaje, se había transformado en un inmenso manto azul que flotaba ondulante movido por una brisa invisible. El caballo se detuvo y se dejó arropar por el manto que comenzó a envolverle. Y de pronto, sin encantamiento ni hechizo aparentes, con la limpieza de un prestidigitador que retira la cortina en donde esconde el milagro, Carlos, capa azul, traje del mismo color, asido a las riendas, encabrita su caballo y al trote, luego al galope, se dirige hacia la luna que, en todo su esplendor ahora, le abre camino iluminando los campos. Desde las alturas del cielo, un tul blanco desciende sobre ella y, al posarse, la luna ya no es luna, es Rosa vestida de novia.

El jinete se aproxima, ella, resplandeciente, le espera. La sube sobre su grupa sin dejar de cabalgar y una ráfaga de viento hace que desaparezcan.

En la boda no hubo lujo.

Encarnación, la madre de su prometido, fue la madrina. Vestía toda de negro, por la ceremonia y por viuda fiel al luto. Sobria, solamente se adornaba de un pequeño collar de perlas, discreto pero elegante, y unos pendientes de clic haciendo juego. Sobre la cabeza, una mantilla de blonda.

El padrino era Benito. Llevaba puesto el mismo traje de cuando se casó que Damiana guardaba en alcanfor. En posición firme, tieso como si se hubiera tragado un palo, sus ojos se humedecían viendo casar a su hija.

Entre los dos, Carlos y Rosa. Ella con vestido sastre y sombrero. Él, traje oscuro con pañuelo en el bolsillo de la americana, sin tapar la estilográfica, camisa blanca, corbata gris y zapatos con brillo de limpiabotas.

Más atrás, los invitados. Su madre en primera fila, no movía la cabeza no fuera que se deshiciese el peinado que por primera vez en su vida había hecho una peluquera. Junto a ella, Fina y Carmen y los amigos de Carlos, Rafael y Agustín con sus esposas. En otro banco, Don Hermenegildo y Doña Mercedes muy encopetados. Eran los señores de la casa en donde Damiana servía, que habían aceptado la invitación. Asistir a la ceremonia era su regalo de bodas.

En los bancos del fondo, unos señores muy serios con traje oscuro que se fueron nada más terminar la ceremonia. Y, casi en la puerta de entrada, el tío Facundo con su boina en la mano. Enjuto, poca estatura, de un royo tirando a pelirrojo, miraba asombrado con sus diminutos ojos abiertos de par en par que, al carecer de pestañas, se parecían a los de un búho.

Nueve meses después, nacía Mario y pronto empezarían las agitaciones sociales preludio de la Guerra Civil que se avecinaba.

Rosa, esbelta, conservando el fino talle; sus grandes ojos, siempre luminosos, guardaban todavía en su retina, y también en algunos surcos que ahora se apreciaban en su cara, imágenes del terror de una guerra terminada seis años antes pero no olvidada. Las sirenas, el ruido de los aviones que se iban acercando, los bombardeos, el silbar de las bombas al atravesar el aire, hombres y mujeres huyendo despavoridos en todas las direcciones, cuerpos por los aires y otros desangrándose en el suelo y ella, dentro de una multitud, corriendo hacia un refugio con Mario en sus brazos, viendo horrorizada caer cornisas, tejas y fachadas entre una gran polvareda sin saber si eso era polvo o si era el humo de un obús que acababa de explotar y que podría alcanzarles.

Recuerdos que no había que borrar nunca de la memoria, y por eso los llevaba dentro pero calladamente, en secreto, con un solo confidente: su marido. Habían sido años de sufrimiento, de soledad y de angustia con Carlos alistado en el bando republicano y ella colaborando en la retaguardia con brigadistas que habían venido a luchar contra el fascismo. Como fue el caso de Jean Jaques, un francés a quien perseguían después de que hiciera saltar por los aires un tren cargado de armamento destinado al frente nacional. Lo escondió, le curó de unas heridas de bala y después le hizo llegar al pueblo para que el tío Facundo le ayudara a cruzar la frontera a través de los montes. Una historia que Mario, cuando se hizo mayor, siempre quería escuchar, aunque su madre nunca le contó toda la verdad. Tiempos de actividad oculta, de miedo, con riesgo de ser detenidos y fusilados sin juicio o muertos de un tiro en la sien, en los que Rosa había madurado y forjado una personalidad fuerte que distaba mucho de aquella niña que jugaba al diábolo. Sin embargo, no había perdido su frescura femenina espontánea, alegre, con esa aura de ingenuidad que nunca la abandonó, ni tampoco su romanticismo soñador. Ahora, dejando atrás sus momentos de heroína valerosa, vivía ilusionada dedicada a su marido y su hijo como una familia feliz.

Le gustaba arreglarse cuando Carlos la llevaba de paseo. Había seguido unos cursos por correspondencia de Corte y Confección, y ella misma se hacía los vestidos con retales que compraba en el Economato de la Guardia Civil al que su amiga Fina tenía acceso por estar casada con un policía secreta. También encontraba allí productos imposibles de ver en las tiendas normales de la calle ni en ningún otro sitio como no fuera de estraperlo. Era una forma de aprovecharse de los privilegios de esos servidores del régimen. La lucha debía seguir de una u otra forma.

Aguardaba impaciente que llegase el domingo o cualquier día festivo para salir, cogida del brazo de su marido, y dar una vuelta por el Gran Paseo, saludando a los conocidos con quienes se cruzaban, presumiendo de vestido y de hombre.

Lo que la traía mártir era su pelo. No pudiendo permitirse el lujo de pagar una peluquera, había llegado a un acuerdo con la hija de Manolo, a quien compraba carbón y leña para la cocina todo el año y, además, en invierno, cisco para encender el brasero. Se llamaba Conchita y, en contraste con la suciedad de su padre, siempre cubierto de un polvillo negro adherido a su piel, ella se las componía para estar más blanca que una porcelana de China. Venía dos veces al mes.

Primero, le llenaba la cabeza de bigudís y se los dejaba puestos el tiempo de cantar el «Ay, ay, ay, ay, cómo se la lleva el río» o «Bahía, tierra de felicidad». Luego se los quitaba. Miraba, artista que abandonando los pinceles, se detiene un momento para ver cómo va a emprender su obra.

Habilidosa, manejaba las tenacillas con manos de cirujano. Las ponía a calentar y cuando estaban calientes, con la delicadeza de una experta bordadora, introducía el peine en uno de los rizos, lo subía, enganchaba en él las tenacillas y lo enrollaba. Se desprendía calor, el pelo humeaba un poco, mas no producía quemazón alguna. Bueno, casi nunca. A la derecha de la cabeza, formaba un pequeño tupé, dejándolo que cayese por su propio peso hacia un lado. A la izquierda marcaba la raya. Peinaba luego la parte de atrás y la melena rizada que llegaba a la altura de los hombros la moldeaba con su dedos para ahuecarla y darle forma.

Cuando Carlos, los domingos, se iba después de comer a tomar café con copa y faria, solía decir:

—¡Arréglate, Rosa! Cuando termine la tertulia vendré a buscarte. ¡Prepara también al chico!

Loca de alegría, recogía la mesa rápidamente, lavaba los platos en un santiamén y mientras Mario secaba, ella daba una barrida al cuarto de estar y a continuación, fregaba la cocina dejándola como una patena.

—¡Que no te vea entrar en la cocina, Mario!

Luego pasaba al cuarto de baño. Sus manos no le gustaban. No por feas. Las veía ajadas del jabón y el estropajo. «Con los guantes no se ven», decía para consolarse. Se desnudaba del delantal, de la bata de botones que usaba para la casa y del viso, antes de comenzar a lavarse cara, manos y axilas. Al terminar, se echaba un poco de colonia para perfumarse.

Primero extendía un fondo claro de maquillaje por toda la cara; con las pinzas se depilaba las cejas y las perfilaba haciendo un trazo arqueado ayudándose del lápiz; luego, en los párpados, sombra. Se subía las pestañas y las curvaba con el rizador unos minutos. Así sus ojos se agrandaban. Después venía el rimel, el carmín, el colorete y, por último, los polvos. Idéntico ritual cada vez que salía a pasear con Carlos.

Ese domingo tampoco varió.

Pasó a su dormitorio y se acomodó la faja. Las medias las metió con mucho cuidado de no hacerse una carrera. Una vez puestas, las acarició de abajo arriba, una después de otra, estirándolas hasta el muslo y allí las sujetó con la liga. Se levantó, puso un pie atrás dejándolo de puntillas y entonces giró la cabeza hacia ese mismo lado para mirar su pierna y comprobar que no había ninguna arruga. Secuencia repetida para mirar la otra media. Se puso el viso y los zapatos negros de tacón, muy escotados.

Fue al armario de luna donde tenía colgado el traje. Falda hasta media pierna, chaqueta de hombros cuadrados, solapas puntiagudas con cuello abierto y tres botones forrados de la misma tela.

Lo extendió sobre la cama que ese día vestía sábanas recién puestas, todavía con el olor a jabón. Blancas, impecablemente planchadas, con cenefa color rosa en el borde del esbozo y las letras R C entrelazadas, bordadas en sus extremos. Los barrotes con estrías de la cama metálica, dorada, oro viejo, se alargaban en un arco que los unía, mostrando un frente de arabescos calados. La colcha también era rosa. Dos apliques a los lados y debajo las mesillas y en cada una de ellas una foto enmarcada con dedicatoria. La del lado de su marido, decía: «Para Carlos, con todo mi amor. Su Rosa». En el de ella: «Para mi Rosa. Te quiere, Carlos». Enfrente, un tocador con espejo ovalado. Sobre él, un cofre con bisutería fina y una sortija de plata repujada, adornada de un topacio, heredada a la muerte de su suegra Encarnación. Un cepillo para el pelo y otro de cerdas blancas haciendo juego, mango y cuerpo de nácar. Solamente estaban de adorno. Un perfumador con borla, vacío casi siempre, una polvera y un espejo de mano. En uno de los rincones, dos sillones bajos de líneas curvas y, entre ellos, una mesita lacada, con ribetes niquelados. Encima, las tabaqueras y un cenicero. Unos visillos y unas cortinas de cretona recogidas con un lazo adornaban la ventana. En el techo, colgada, una araña de cristal.

Rosa terminó de vestirse y salió de la habitación.

—¡Mario! —llamó—. ¡Ven hijo que te voy a peinar antes de pintarme las uñas! O mejor, ¡lávate primero y saca del armario tu traje de los domingos!

Mario ya se lo había puesto por la mañana para asistir a la misa del colegio. Cuando se levantó, su madre le había calentado unas ollas de agua para el baño. Metido en la bañera, sobre la que había una ventana que daba a un patio interior, le gustaba verse desnudo. Sentado, con las piernas separadas, empujaba con sus manos el agua que, haciendo olas, llegaba caliente por sus muslos moviendo de un lado a otro sus partes íntimas, como decía el Padre Carrero que debían llamarse. Sin embargo, Mario había aprendido otros nombres, muchos, que cuchicheaba en secreto con sus amigos poniendo ojos picaros, cara de sorprendido y tapándose la boca con la mano cuando alguna vez se le escapaban en voz alta.

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