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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Los tipos duros no leen poesía (16 page)

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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Telefoneó al móvil de Omayra, que le saludó con un «Digamelón» burletero.

—Omayra, soy Eladio Monroy.

—Ah, hola —dijo ella—. Perdona. Es que tu número se parece al de un colega.

—No importa. Era solo para decirte que tengo una pista.

—¿Sí? —notó en la chica la avidez de noticias.

—Sí, pero todavía no puedo decirte nada. Solo te digo que en poco tiempo voy a estar seguro y, entonces, me voy directamente a comisaría.

—Qué rápido. Sabía que eras la persona adecuada para esto.

—No estaba complicada la cosa —dijo Monroy para quitarle importancia al halago—. Lo hubiera podido hacer hasta un niño de ocho años.

—No tenía ningún niño de ocho años a mano —repuso Omayra.

Tú sí que eres rápida, pensó Monroy, pero no dijo nada.

—Pues, bueno, ¿cuándo vamos a saber algo?

—Muy pronto. Pero quería que supieras que estoy en ello, para que te quedaras tranquila.

Después de colgar, encendió un cigarrillo y se paró a pensar un momento.

Lo primero, evidentemente, era quitarse de encima al tipo del coche de alquiler. Lo segundo, poner su descubrimiento a buen recaudo. Para esto sabía qué hacer. Para lo primero, se le plantearon ciertas dudas, que aludían, principalmente, a la envergadura del individuo. Monroy hubiera optado por, simplemente, enfrentarse a él y borrarle la cara a trompadas, si el elemento hubiera sido más manejable (físicamente hablando). En ese caso, hubiera tenido al menos una oportunidad. Sin embargo, el tipo era enorme. Eso sin contar con que parecía todo un profesional. Y Monroy ya no tenía veinte años, no tenía el fondo de antaño, su juego de piernas no era el mismo. No. No era la ocasión. Aunque quizá existieran métodos menos arriesgados y más eficaces.

Le bastaron unos minutos, apenas quince, para trazar un plan. Para empezar, dedicó algunos más a memorizar el contenido del papel. Luego lo transcribió al cuerpo de un correo electrónico que envió a su propia cuenta. Toda precaución era poca. Finalmente, comprobó si en su cartera había una moneda de un euro.

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E
l hombre grande, sin moverse del asiento del conductor, se había puesto a leer con un ojo en la puerta del número 15 de la calle Murga y el otro en el libro. Esperaría hasta el atardecer. Si para entonces no había movimiento, él lo provocaría. Repentinamente, comenzó a sonar su móvil y miró en la pantalla. No era Santos. No pudo reconocer el número. O bien era alguien que se había equivocado al marcar o bien la gente del Indio. Habrían llegado a la isla con órdenes de contactar con él. Resignado, contestó. Por desgracia, no se trataba de una equivocación.

—¿Cómo le va, mi amigo? —dijo una voz joven, con acento mexicano e hipócritamente cordial—. ¿Se acuerda de mí?

El hombre grande, desafortunadamente, se acordaba. De todas las posibilidades, se había dado la peor.

—¿Dónde estás, Tacho?

—Por fin atracamos. En un sitio que se llama Mogán. Ahora mismito rentamos un carro y nos vamos para allá arribita, a casa de esa tal por cual para ayudarlo a usted con la cosa.

—La cosa está controlada.

—No lo dudo, güey. Pero yo tengo órdenes de ayudarlo.

El hombre grande dejó el libro sobre el salpicadero. Tradujo las palabras de Tacho y, en un instante, supo lo que tenía que hacer.

—Muy bien. Pero esa casa está vacía. Yo estoy ahora mismo en Las Palmas, en la capital, en el otro extremo de la isla.

—No joda, compadre.

—No te puedo explicar ahora por teléfono. Van a tardar menos por mar que por carretera, porque van a pillar retenciones. Vengan, a la capital, al muelle deportivo, y atraquen allí. Ahí los espero en el muelle.

—Espere tantito nomás —dijo Tacho antes de quitarse el teléfono de la oreja y ponerse a intercambiar gritos con uno de sus compañeros, en un mexicano profundo y cabreado que él apenas entendía, pero era fácil adivinar que Tacho y quien pilotaba el yate discutían sobre la decisión del primero de atracar en el sur de la isla y la petición de volver a hacerse a la mar y cabotar hasta la capital—. Está bueno, güey —aceptó, resignado. Tacho—. No sé cuánto tardaremos en llegar.

—No hay prisa —dijo el hombre grande, reprimiendo sus ganas de reír—. En el muelle deportivo hay un centro comercial con terrazas. Les espero en una de ellas, tomando algo.

—Muy tranquilo lo veo para lo caliente que está el asunto —apuntó Tacho, con un cierto tono de suspicacia.

—Ya te dije que estaba todo controlado. De aquí a la noche se soluciona todo, espero. Pero, ya que han venido, nos tomamos algo y damos un paseo.

—Está bueno, güey —repuso el mexicano, con una mezcla de decepción y sorpresa en sus palabras, antes de colgar.

El hombre grande calculó que esta estrategia le daba unas horas para actuar libremente y, de paso, mitigaba las ganas de apretar el gatillo que aquellos tipos traían de serie. Pero, al mismo tiempo, ponía límites temporales a su libertad de actuación. Ahora sí tendría que hacer que las cosas se movieran. No le hizo falta. Aún no había vuelto a guardar el teléfono cuando la puerta del número 15 se abrió y el tal Monroy salió, nuevamente con la bandolera cruzada y la bolsa de deportes en la mano.

32

E
ladio Monroy salió del zaguán y caminó hasta la esquina con León y Castillo. Lo hizo con paso tranquilo para permitir al individuo apearse, cerrar el coche y seguirle sin apuro. En el paso de peatones, esperó hasta adivinar su silueta tras la esquina. Después cruzó y continuó bajando la calle Murga hasta Venegas. En Venegas el tráfico no solía ser abundante, pero a esa hora raleaba aún más. Cruzó sin problemas hasta la plaza que circundaba el Edificio de Usos Múltiples y giró a su derecha. Más que andar, paseó por la acera de la izquierda, sabiendo que en la de la derecha, a unas cuantas zancadas, el tipo enorme hacía lo mismo. Se detuvo un instante en la esquina con Cebrián, para echar al escaparate de una bombonería una mirada anhelante que le fue devuelta por los chocolates expuestos, lúbricos y tentadores como putas de Ámsterdam. Se interesó sinceramente por los bombones que, según rezaban los rótulos, combinaban con el cacao cosas tan dispares como el mango, el café, el plátano y el pistacho.

Donde esté una ambrosía Tirma, que se quite tanta mariconada, pensó Monroy, quizá para consolarse, cruzando por el paso de peatones hacia el edificio del Instituto Canario de Telecomunicaciones, que bordeó y dejó atrás, continuando por la explanada de adoquines, bancos y parterres con palmeras que llevaba a la Biblioteca Pública del Estado, erguida en lo alto de un promontorio que la elevaba a la altura de un segundo piso. Para llegar a la entrada de la biblioteca había, en ese flanco del edificio, dos accesos. Uno, situado en el lado más cercano a la bulliciosa Bravo Murillo, constaba de cuatro tramos de escaleras, ocultos por un muro. A Monroy no le apetecía meterse en aquella encerrona, donde hubiera sido fácil que el tipo, a estas alturas seguramente ya impaciente, intentase abordarle. Prefirió el otro acceso, la rampa a cielo abierto que, además, se encontraba más cercana al extremo por el que había ingresado en la explanada.

Cuando se encontraba en lo alto de la rampa, pudo ver la gorra gris, ocultándose tras el muro que hacía las veces de barandilla. El hombre seguía tras él, como estaba mandado. A la puerta de la biblioteca, alargó el momento de apagar el teléfono móvil para asegurarse de que él llegaba a la plazoleta superior a tiempo de verle entrar en el edificio. Una vez en el interior, Monroy pasó de largo ante los mostradores, donde los bibliotecarios cumplimentaban préstamos y devoluciones, junto a un empleado de seguridad que leía un ejemplar de
Ser Padres
. Caminó hacia el fondo, hasta el pasillo existente a la derecha de la biblioteca infantil. Allí, en el corredor (que acababa en un amplio ventanal que daba a la avenida, al mar, y al cielo), estaba la pared ocupada por las taquillas. Eligió una libre, la número 23, y la abrió. De reojo, pudo ver al tipo enorme, que examinaba un tablón de anuncios cercano, situado en tal ángulo que le permitía ver perfectamente lo que Monroy hacía.

Te tengo donde quería, cabrón, pensó Eladio Monroy, notando cómo la luz al final del túnel se agrandaba. Descorrió la cremallera de la bolsa de deportes y sacó la caja de caoba, abriéndola, como si quisiera comprobar que todo estaba en orden en el interior, asegurándose así de que el de la gorra pudiera verla claramente. Después volvió a meterla en la bolsa, la dejó dentro de la taquilla, introdujo su moneda de un euro en el mecanismo y cerró la puerta, guardándose la llave en el bolsillo.

Cuando salió de la biblioteca, notó que el hombre le seguía más de cerca, menos disimuladamente. No te apures, amigo, que todavía nos falta un agua para que esté el sancocho, le dijo mentalmente. Si el tipo le saltaba encima en la calle, todo su plan se iría por el sumidero. Necesitaba, sobre todo en este momento, que ambos conservaran la calma. Así, calmadamente, caminó de nuevo hasta la calle Murga con el hombre pisándole los talones. Una vez frente al número 15 y sacando de la bandolera el manojo de llaves, continuó andando hacia la Express, que estaba aparcada algo más arriba. El individuo cayó en la trampa y se introdujo en el Touran, preparado para seguir a Monroy cuando arrancara. Pero la llave que éste tenía en la mano no era la del anuncio ambulante del Bar Toribio, sino la del portal. Cuando se volvió rápidamente y se introdujo en el edificio, el hombre grande no tuvo tiempo de salir del coche y llegar hasta él antes de que tomara el ascensor.

33

E
l hombre grande estaba ahí, ante el portal. Se le había quedado la misma cara que se le queda a un niño a quien se le cae al suelo el helado que se estaba comiendo. Su primer impulso fue hacer saltar a patadas la puerta de entrada al edificio.

Por supuesto, lo reprimió. Evidentemente, el tal Monroy había resultado no ser tonto del todo. Se había percatado de su presencia y había representado una comedia teniéndole a él como público exclusivo. No era él quien le había seguido: había sido Monroy quien se había hecho seguir. Pero eso, objetivamente, no era malo del todo: quería decir que el tipo de la cabeza rapada, probablemente, quería negociar. Quizá, por una vez, tuviera ese poco de suerte que necesitaba para solucionar todo aquello sin que corriera más sangre.

Leyó el directorio del portero automático. No aparecían los nombres de los vecinos sino, simplemente, el número de piso y letra de cada vivienda. Se preguntaba qué haría cuando, de pronto, del intercomunicador surgió una voz que decía:

—Eh, el de la gorra. ¿Sigues ahí?

Tras la sorpresa, el hombre grande sonrió, divertido.

—Aquí estoy —respondió.

—Supongo que tengo algo que tú quieres.

—Eso es.

—Y yo quiero dártelo, pero de manera que después me dejen tranquilo. ¿Qué te parece si subes, nos echamos una birra y vemos cómo lo solucionamos?

El hombre grande se limitó a decir:

—Cojonudo.

—Cuarto izquierda —escuchó inmediatamente antes que el zumbido de la puerta al abrirse.

Entró en el portal y se dirigió al ascensor, satisfecho pero incómodo. Le venía muy bien la actitud de aquel individuo, pero le escamaban tanta colaboración, tanta cordialidad, tanto desparpajo. Era demasiado fácil y Monroy acababa de demostrarle que era un tipo astuto. Decidió suspender su juicio hasta ver las cosas más de cerca. Podía tratarse de una encerrona o no. En cualquier caso, el hombre grande no se había metido jamás en la boca del lobo sin estar preparado. Por si las cosas se torcían, se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsillo de la camisa. Mientras el ascensor subía hacia el cuarto, se desabrochó el bolsillo trasero de las bermudas e introdujo la mano en él para asegurarse de que la navaja fuera fácilmente accesible en caso de necesitarla.

La puerta del cuarto izquierda estaba entreabierta. Desde el interior, brotó la voz de Monroy, diciendo:

—Pasa.

El hombre grande, siempre con la mano derecha en el bolsillo, empujó suavemente la puerta con la punta del pie izquierdo. Cuando asomó la cabeza, vio la mesa de la entrada, un recibidor con un sofá y, al fondo, una mesa de comedor. Sentado a aquella mesa, le esperaba Eladio Monroy, con la silla orientada hacia la puerta, las manos sobre la tabla, para asegurarse de que el otro las viera, y dos latas de cerveza junto a él.

34

—P
asa, hombre —repitió Monroy cuando la figura del hombre ocupó el umbral de la vivienda. De cerca, el tipo era aún más descomunal—. No hay trampa ni cartón, de verdad. Pasa y cierra.

El hombre grande cruzó la puerta y la cerró sin volverse. Aquel momento en que estuvo con una mano en el bolsillo y la otra en el pomo de la puerta, fue el único instante en el que resultó vulnerable. Casi se sorprendió de que Monroy no se aprovechara de ello. Ya estaba en el recibidor y se hizo una rápida composición de lugar. El tresillo con la mesita. El centro de ocio con la tele y el aparato de música. El comedor en el que estaba Monroy. Tres puertas. Una, a su izquierda, daba a un cuarto donde había una mesa con un ordenador. La otra, más allá, debía de ser la de la cocina. La tercera, a espaldas del anfitrión, conducía, seguramente, a un pasillo desde el cual se accedía, seguramente, al dormitorio, al cuarto de baño, acaso a otras habitaciones.

Las paredes del recibidor estaban ocupadas, casi exclusivamente, por estanterías abarrotadas de libros. Ese detalle atrajo su atención. No parecía una casa pensada para mostrarla, sino para vivirla.

—Siéntate —dijo Monroy, indicándole una de las sillas correspondientes al comedor.

—Prefiero quedarme de pie —dijo el hombre grande, quedándose en medio de la estancia, cerca de una de las estanterías.

Sabía que estar en pie le proporcionaba cierta ventaja. Monroy también era consciente de ello y, precisamente por eso, para inspirar confianza, cosa crucial en esos momentos, permaneció sentado sin hacer ningún movimiento brusco.

—De acuerdo. Si prefieres seguir de pie, no tengo ningún problema. Pero no estaría de más que sacaras esa mano de ahí.

—¿Te molesta?

—Me molesta lo que puedas estar agarrando con ella. Yo creo que es mejor que la utilices para beberte una cerveza —dijo, abriendo una de las latas y echando un trago con indiferencia.

El hombre grande se relajó. Aunque soltara la navaja, continuaría teniendo la iniciativa: Monroy estaba sentado y él de pie. Y, de todos modos, le sacaba un par de cabezas y tenía unos diez años menos. Mostró la mano y la utilizó para acariciar con los dedos los lomos de la estantería que quedaban a la altura de su hombro.

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