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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Los tipos duros no leen poesía

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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Monroy se desangra lentamente en el escenario de una matanza. Este es el desenlace de una historia que empezó unos días antes, cuando una sospechosa pareja solicitó sus servicios como “localizador”. Este es el arranque de la tercera novela de la serie dedicada a las andanzas de este exmarinero violento, sarcástico y sentimental que recorre la ciudad con sonrisa cínica y una habilidad innata para involucrarse en asuntos turbios. Como las anteriores entregas de la serie, es un hard boiled: intriga, violencia, humor, pesimismo social, una trama desplegada a ritmo trepidante y pocas concesiones a la corrección política.

Alexis Ravelo

Los tipos duros no leen poesía

Eladio Monroy - 3

ePUB v1.1

fjpalacios
31.03.12

Título original:
Los tipos duros no leen poesía
.

© Alexis Ravelo, 2011.

Como en otras ocasiones, el autor debe dar las gracias a las personas que le ayudaron, le apoyaron o, directamente, le aguantaron la borrachera mientras escribía este libro. Toñi Ramos, Gregorio González, Nayra Pérez y Jokin Ibáñez leyeron pacientemente las primeras versiones, sugirieron correcciones, aportaron críticas que contribuyeron notablemente a mejorar el original. Thalía Rodríguez no solo se prestó a la misma tarea, sino que además mostró su apoyo en diversas formas, desde el repaso de los diálogos hasta la escenificación de algunas de las escenas de violencia descritas en la novela para comprobar su verosimilitud.
[1]
Antonio Becerra ha estado siempre ahí, reprendiendo, corrigiendo, metiendo el dedo en el ojo del autor para recordarle que jamás hay que conformarse con saber lo que ya se sabe. Fernando Martínez «Montecruz» ha puesto rostro y paisaje a este montón de palabras. Jorge y Noelia Liria, de Anroart Ediciones: ellos son tan responsables como el autor de la existencia de Eladio Monroy o, al menos, de su supervivencia entre la superpoblada galería de antihéroes de papel que inunda las bibliografías de novela criminal. Todos ellos fueron indispensables en la tarea.


and all I've got a pocket full of flowers on my grave
.

Tom Waits:
Back in the Good Old World
.

 

E
stoy grabando esto porque van a matarme
. Era una frase melodramática y gastada, pero, dadas las circunstancias, a Eladio Monroy no se le ocurría otra mejor. Pulsó el botón de pausa en la grabadora. No sabía cómo continuar. Él, allí, aislado y herido. Los cadáveres en el amplio salón, convertido en un dantesco paisaje después de la batalla. La grabadora en su mano. La inminencia del motor de un coche acercándose en cualquier instante por la pista de tierra: todo aquello parecía una secuencia de película barata con pretensiones.

Se apretó el torniquete del muslo. No sabía cuánta sangre había perdido. Lo que sí sabía era que no llegaría muy lejos caminando. No solo por el dolor (el dolor siempre puede llegar a soportarse), sino porque había abusado de las pocas fuerzas que le quedaban y sus últimas reservas le iban abandonando. Pese a la calidez de la noche, pese a estar a cubierto, sintió un frío de témpano en los pies. Se le estaban adormilando. Aquel cuerpo suyo no le serviría ahora ni para huir ni para defenderse. Así que prefería aprovechar para atacar con la palabra.

Cuando ya no te queda nada más, te queda la palabra, pensó. Inmediatamente, se llamó a sí mismo pedante por haber tenido ese pensamiento. Pero había algo de razón en eso, porque, ciertamente, esta era la única oportunidad que tenía.

Sacó la punta de la lengua y se probó la sangre en los labios hinchados, tumefactos. Ya se habían inflamado casi completamente. Eso era bueno, porque marcaba el fin de esa hemorragia. Todavía brotaba del inferior un hilillo carmesí, pero ni siquiera llegaba a la barbilla. Se limpió con la manga de la camisa. Tenía otras heridas menores y todavía le dolían la cabeza, la espalda y el riñón izquierdo, donde supuso que estaría surgiendo un moretón del tamaño de una sandía, pero no le preocupaban tanto como la herida de la pierna, que no dejaba de sangrar y que prácticamente le había inutilizado esa extremidad. Seguramente, la cuchillada había seccionado algún músculo. Volvió a accionar la grabadora y continuó hablando donde lo había dejado.

Pensé que ibas a tardar menos. Te dije que se iba a montar el Belén. Y se montó. No van a llegar a tiempo. Sé la cara que estarás poniendo, pero las cosas como son: ustedes, normalmente, solo llegan a tiempo de limpiar la sangre. Aquí ya hay bastante sangre que limpiar, y puede que llegue a haber bastante más. Estoy muy averiado, pero voy a intentar grabar todo lo que sé: los detalles que quedan y los que no serás capaz de adivinar en tu puta vida. Y voy a confiar en que esos tíos no sean tan listos como para buscar una grabadora cuando acaben conmigo. Espero que tú sí lo seas, por una vez. A lo mejor cuando oigas esto ya me han mandado para las chacaritas. No te puedo decir quién lo ha hecho porque todavía no lo han hecho Por ahora sé que son dos o tres, que tiran de cacharra y que deben de tener muy mala hostia. No puedo decirte mucho más, porque ni siquiera les he visto el hocico. Sí que te puedo decir quién les paga. Aunque será mejor que empecemos por el principio. La cosa empezó como siempre. Me hicieron un encargo y yo fui tan gilipollas como para aceptarlo. Ya sabes: la cabra que es del monte, para el monte tira y, aunque me lo tienes más que advertido, cuando hay dinero de por medio
Volvió a interrumpirse. Estaba mareado y se había lanzado a hablar de forma desordenada. No quería irse por las ramas. No podía permitírselo. No tenía tiempo. Recapacitó unos instantes y desactivó la pausa:
Vayamos por partes, como haría un forense. La cosa debió de empezar antes y no aquí, en la isla, sino en la Península. Debió de empezar con lo de Weinberg o con la reacción del socio que le quedaba a Weinberg cuando se enteró de que se lo habían pasado por la piedra
.

Primera parte
Valor sentimental
1

Q
uiroga dio un respingo al leer la noticia. Era una sola columna sin muchos detalles perdida en la página de sucesos. Pero al leer el nombre de Weinberg sintió cómo las manos se le helaban y tuvo que dejar nuevamente la taza de café sobre la mesita de la terraza en la que, en ese momento, desayunaba. Afortunadamente, ni su mujer (que leía, junto a él, el suplemento), ni su hijo menor (que justo en ese instante se lanzaba a la piscina) se percataron del brusco cambio en su expresión, de cómo la sangre abandonaba su rostro buscando los pies en una clara respuesta de huida. Los verdes ojos de Quiroga pasaron sobre ellos, ubicándoles rápidamente, asegurándose de que estaban allí, a su alrededor, vivos y saludables. Ese acto duró un instante. Su mirada volvió luego a pasear por la página del
ABC
, el mismo ejemplar que Juanito había comprado en el pueblo a primera hora de la mañana, junto con el pan y los cigarrillos de Emilia. Ella, en ese momento, dejó el suplemento a un lado y se echó hacia atrás con los ojos cerrados, para que el sol aún joven de aquella mañana de agosto le bañara el semblante que afeites y buena alimentación mantenían terso y suave.

—Ojalá no se acabara agosto —dijo.

Quiroga tardó unos segundos en recordar que estaba allí, en su casa de veraneo de la zona alta de Zahara de los Atunes, que era el último domingo de sus vacaciones, que a su lado estaba Emilia, tomando el sol, deseando que agosto no se acabara. Podría haberla sacado de su rutina estival con una sola frase. Aunque, pensó, ¿qué prisa había? Dejó el periódico abierto en la mesa y dio rápidamente con una respuesta.

—Para ti no tiene por qué acabarse. —Ella hizo un mohín, como si Quiroga hubiera dicho una estupidez—. Lucas no empieza a ir a clase hasta mediados de septiembre. Puedes quedarte una semana más.

—¿Nosotros solos?

—Como si fuera la primera vez.

—Antes era distinto. Con Carla fuera, la casa se me hace enorme.

—Tendrás que acostumbrarte —dijo Quiroga, tomando una tostada y comenzando a untarla de mantequilla mientras procuraba que las manos no le temblaran—. Ya pasó un par de semanas con nosotros. Si se va a estar todo el curso allí, tendrá que instalarse como es debido, hacerse al sitio.

Ella se incorporó, abrió los ojos, desperezándose, y encendió un cigarrillo.

—Ya lo sé, Pepe. Pero, qué quieres que le haga: esta casa, tan grande, para que la llenemos solos el niño y yo.

—También están Juanito y Norma Te harán compañía.

—Sí, pero no es lo mismo. Aunque sean como de la familia, no
son
la familia.

—Norma adora a Lucas. Le trata como si fuera su abuela.

—Sí, Pepe, pero no lo es —protestó Emilia—. Si tú pudieras quedarte también una semanita.

Quiroga terminó de untar la tostada y, antes de llevársela a la boca, respondió:

—Sabes que no puedo. Tengo que estar el martes en Madrid sí o sí. Mira: si te quieres quedar, te quedas, si no te quieres quedar, no te quedes. Pero el trabajo es sagrado.

—Está bien, hijo Siempre igual: «El trabajo es sagrado». Pues, mira, la familia también.

—Creo que yo, a mi familia, la tengo perfectamente atendida. Por cierto, ¿te molesta que coma mientras fumas? —agregó con un evidente gesto de asco, mirando al cenicero.

Emilia se levantó con brusquedad, cogió el cenicero y se fue al otro lado de la piscina. Se despojó del pareo y se tumbó en la hamaca, siempre sin dejar de fumar. Lucas había salido de la piscina y estaba ahora sentado en el suelo, bajo el flamboyán del rincón, jugando con su consola.

Quiroga pensó que a su mujer ya se le pasaría el enfado. Y que, mientras tanto, él procuraría mantener la calma. Tenía que pensar con claridad. Leyó la noticia por tercera vez, intentando creérsela; porque seguía resultándole increíble que Weinberg hubiera muerto y, mucho menos, de aquella manera, que parecía sacada de una de aquellas noveluchas que Emilia leía por las noches.

Había visto a Weinberg por última vez a finales de julio, cuando se reunieron para hablar sobre lo que iban a hacer. Ese día, decidieron negociar con Santos y pedirle algo de tiempo mientras aclaraban la situación. Le telefonearon y acordaron solucionar el asunto en un par de semanas. Pero Weinberg se había ido de crucero y no habían vuelto a tener más que un contacto telefónico hacía un par de semanas. En esa conversación (él estaba ya en Zahara y Weinberg acababa de volver del crucero y partía para su casa de Gran Canaria), Weinberg le había contado que había iniciado un par de gestiones y que la cosa tenía pinta de poder arreglarse pronto.

Pero Weinberg no había ido a Gran Canaria. O había vuelto a Madrid antes de tiempo. Ahora estaba, muy probablemente, en un depósito de cadáveres. Alguien había asaltado su casa de la Sierra y le había torturado hasta la muerte. Al menos eso era lo que daba a entender el
ABC
. Quiroga se negaba a creer que aquello fuera obra de la gente de Santos. Eso no tenía sentido. Debía de tratarse de una casualidad. De una terrible, abominable, inoportuna casualidad. Sea como fuere ahora le tocaría a él finalizar aquellas gestiones y pedirle a Santos que ampliara el plazo, ya sobrepasado.

Justamente cuando pensaba esto, apareció Norma con sus ochenta kilos de carnes colombianas cebadas con frijoles y arroz, y el inalámbrico en su mano regordeta, anunciándole que tenía una llamada.

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