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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Los tipos duros no leen poesía (22 page)

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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—Tío, no te preocupes. Te van a absolver sí o sí. Ya viste lo que declaramos Carmelo y yo. Y el fiscal, que dijo que sin las pruebas que tú aportaste, nunca hubieran podido relacionarlos. Tú, en este asunto, eres una víctima.

—No estaba pensando en eso. Estaba pensando en el tipo que maté.

—Que mataste porque, si no, él te mataba a ti —le apostrofó Déniz—. De todos modos, no lo mataste, exactamente. Tú repeliste una agresión y el tipo se golpeó la cabeza. Y ni siquiera murió de eso. Parece ser que perdió el conocimiento y se ahogó.

—Bueno, como fuera. El caso es que cuando hablamos en mi casa, me cayó bien. Me recitó una estrofa completa de Pepe Hierro, de memoria. Y parecía un tío inteligente. Cuando lo vi allí, flotando en la piscina.

—Me lo imagino, Monroy.

—¿Quién era? ¿Cómo se llamaba?

Déniz se encogió de hombros y mostró las palmas de las manos.

—Todavía no lo sabemos. Según la documentación, se llamaba Horacio Méndez Rodríguez, nacido en Úbeda, Jaén, en 1964 Y fallecido en 1965. Estamos contrastando huellas, pero eso lleva su tiempo y puede que no tengamos resultados nunca.

—Creo que me voy cansando de todo esto.

—No me extraña, Eladio. No es la primera vez que te ves así. Cuando lo de Teror fue más grave, pero, esta vez, un par de centímetros más arriba y no lo cuentas.

Monroy se pellizcó el mentón.

—Eladio, seguro que tienes algún dinerillo ahorrado. No necesitas estas cosas para comer. ¿Por qué no te buscas algo que te entretenga, con horarios fijos? No sé, ayudar a Gloria en la librería. Estar entre libros te gusta O, mejor, móntate algo por tu cuenta —Déniz se mosqueó ante la carcajada de Monroy—. ¿Qué pasa? ¿Estoy diciendo alguna tontería?

—No, hombre Lo que pasa es que estoy acojonado.

—¿Por qué?

—Porque por primera vez estoy de acuerdo contigo. Ya hace tiempo que vengo pensando que me he hecho viejo para estas cosas.

—Es que, Eladio, para estas cosas, nunca se es lo suficientemente joven.

—Vale. Estamos de acuerdo. Esta vida que llevo es una mierda. Pero, si no me dedico a este tipo de chapuzas, ¿a qué me voy a dedicar? ¿Monto un negocio? ¿Y qué negocio?

Déniz miró un momento a la máquina tragaperras, que hacía guardia esperando al ludópata de turno. Luego le clavó los ojos a Monroy.

—¿Todavía tienes la tarjeta que te di? —Ante el gesto de asentimiento de Monroy, añadió—: Pues ahí lo tienes: ese es tu negocio.

—Venga, Déniz, eso no.

—No se me ocurre mejor ocupación —zanjó el comisario levantándose de la mesa.

Monroy se apoyó en la muleta para levantarse también, en silencio, con una actitud en la que se entremezclaban la derrota y la tranquilidad.

Al salir del bar, Déniz se ofreció a llevarle a su casa. Su coche estaba en el taller, donde se suponía que el Chapi haría desaparecer definitivamente el anuncio del Bar Toribio. Pero Monroy prefirió caminar. Debía ejercitar la pierna y quería ir al Mercado de Vegueta a comprar pescado. Quizá luego pasara por Ei2 para esperar a que Gloria saliese.

El comisario desapareció por el acceso al aparcamiento subterráneo. Monroy comenzó a andar lentamente por la plaza de Santa Isabel en dirección a la calle Dolores de la Rocha. Los coches pasaban sin cesar, en ambos sentidos, por los carriles de la autovía. Los mismos padres y abuelos que hacía unas semanas buscaban como locos libros y material escolar, comenzarían, dentro de poco, a desarrollar un frenesí similar para encontrar los caprichos navideños de hijos y nietos. La ciudad. Siempre la misma. Mes a mes. Temporada a temporada. Año tras año.

Antes de cruzar el paso de peatones, paró un momento y miró a su derecha, más allá de la autovía, al mar que comenzaba a encabritarse con el viento africano que había llegado a media mañana. El cielo había vuelto a nublarse, pero el calor, húmedo, pegajoso, no se iba. El verano continuaba empecinándose en permanecer. Para cuando decidiera irse, ya le habría llegado el momento de volver de nuevo. Eso es lo que pasa por no saber retirarse a tiempo, pensó Monroy. Automáticamente, añadió a éste otro pensamiento: Sí, definitivamente, si solo se te ocurren gilipolladas como esta, va a ser verdad que ya ha llegado el momento de jubilarse.

Sacó su teléfono móvil y la tarjeta que Déniz le había dejado en el hospital. La había guardado en su cartera y no se había separado de ella ni un solo instante. En más de una ocasión, durante aquella convalecencia, la había tenido entre las manos, leyéndola una y otra vez; pero no la había utilizado. Se había dicho a sí mismo que no había tenido tiempo, que no había encontrado el momento oportuno. Sin embargo, todo aquello eran excusas: para comenzar a recuperar el tiempo perdido, cualquier momento es tan bueno como otro.

Volvió sobre sus pasos y se sentó en un banco. Marcó el número que había en la tarjeta y, tras unos cuantos tonos, respondió una voz de mujer joven que a Monroy le retorció el corazón. Era tal y como había deseado que fuese: una de esas voces suaves que parecen estar pronunciando siempre la palabra «melocotón», la palabra «mirada». Pero, en el silencio subsiguiente, sintió pánico ante la posibilidad de haberse equivocado. Así que, antes de empezar a hablar, antes de comenzar a tartamudear y a hacer preguntas sobre lo que aquella chica había hecho, pensado y sentido en los últimos quince años, decidió comprobar que no se trataba de un error, y preguntó:

—¿Paula?

Las Palmas de Gran Canaria, 25 de agosto de 2009-28 de julio de 2010.

Nota del autor

F
ueron los lectores (es decir: gente como tú) quienes consiguieron que Eladio Monroy no muriese. Aunque, no nos engañemos: siempre son los lectores quienes hacen que los libros sobrevivan.

Tres funerales para Eladio Monroy
no fue escrita como el comienzo de una serie, sino como un divertimento. Se publicó en julio de 2006 y fue presentada en la sala Cuasquías, con una
jam session
de jazz en la que intervinieron más de una docena de músicos amigos y que se prolongó hasta las tres de la madrugada de una noche de la que aún algunos conservan la resaca. Luego se perdió entre la marea de colecciones de novela negra que invadieron las mesas de novedades lanzadas ese verano por editoriales poderosas. Ni el editor ni yo mismo pensamos que el público fuera a fijarse en un libro escrito por un novato de la periferia. Por lo demás, nos conformábamos con haberlo intentado. Era mi primera vez y el sello que me daba la alternativa no tenía más de dos años de existencia. Vimos cómo el libro era relegado a los últimos estantes, cómo los grandes almacenes lo ignoraban, cómo solamente algunos libreros lo defendían, por cariño o por una especie de orgullo de patria chica.

Sin embargo, unos meses después, comenzamos a llevarnos sorpresas: críticas en medios especializados, recomendaciones de lectura en centros de enseñanza media, elogios por parte de escritores que ambos admirábamos e incluso jóvenes que incluían el libro entre sus favoritos. En los encuentros con los lectores ocurrían cosas curiosas. Por ejemplo, era habitual que en las firmas de ejemplares en los institutos, los alumnos solicitaran la dedicatoria no solo para ellos, sino también para sus progenitores, con quienes habían compartido y discutido la lectura. O que en algún club de lectura para adultos este autor tuviera que prometer por su honor que jamás había pisado una comisaría.

Sólo los muertos
fue escrita durante esos meses de contacto frecuente con lectores de todas las edades y tras la estresante tarea de escritura de
La noche de piedra
, novela cruel y mucho menos amable. Supuso, como la anterior, una tarea agradecida y divertida, pero tomada con mucha más responsabilidad, ya que no se trataba ahora de un mero ejercicio de estilo, sino de un texto que sería ofrecido a un público que lo esperaba. El recibimiento por parte de la crítica y el público fue igualmente satisfactorio, con la diferencia de que, en esta ocasión, no se hizo esperar.

Entre la escritura de
Sólo los muertos
y la de
Los tipos duros no leen poesía
ha habido varios libros destinados al público infantil o juvenil, algunos proyectos teatrales y
Los días de mercurio
, un libro que me agotó todavía más que
La noche de piedra
. Se trataba de una novela escrita desde las tripas e indagando con rabia en la soledad, en el desamparo y la ignominia. Un viaje pesimista y descarnado hacia la España profunda, hacia el centro mismo de la injusticia. Ese viaje supuso un desgaste emocional considerable.

Por ello quizá sentía una verdadera necesidad anímica de retomar a este personaje que es como la ciudad que habito: violento y sentimental, socarrón y tierno, culto y maleducado. Y con él, necesitaba igualmente sus paisajes y su paisanaje: las calles de Las Palmas de Gran Canaria y sus Glorias, sus Matías, sus Casimiros, sus Dudús, sus Chapis. Que quede claro: los hechos y personajes que aparecen en esta novela pertenecen a la ficción. Por tanto, los medios de comunicación citados jamás han publicado las noticias que en esta novela se mencionan. Si han sido citados ha sido exclusivamente para apuntalar el siempre frágil andamiaje de la verosimilitud. La principal inspiración para el argumento fue, como en otras ocasiones, la prensa y lo que contaba acerca de tres grandes casos judiciales que han ocupado las portadas en los últimos años: una trama de tráfico de estupefacientes (en la que el cabecilla era, por cierto, canario), otra de blanqueo de dinero y una última de financiación ilegal. Se me ocurrió que los individuos que las protagonizaban presentaban perfiles bastante parecidos, que sus métodos eran lo suficientemente similares como para que la ficción pudiera unirles en un único argumento que hablara, al mismo tiempo, acerca de la realidad. Porque, a nadie se le esconde, una ficción que no habla en último término acerca de la realidad, es una ficción inútil.

Notas

[1]
Para tranquilidad de los observatorios sobre la violencia, la actividad fue relativamente inofensiva, excepción hecha del daño sufrido por las rodillas del autor al tomarse demasiado en serio su papel de agredido. Tras haberse informado de estos detalles, el lector de notas al pie de página podrá subir nuevamente al punto donde había abandonado la lectura, y averiguar que el autor también está agradecido a…

[2]
Cf. del mismo autor,
Tres Funerales para Eladio Monroy
.

[3]
Cf. del mismo autor,
Sólo los muertos
.

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