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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Los tipos duros no leen poesía (13 page)

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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—La cosa es que no sé si tienen algo que ver —dijo Monroy, comenzando a fregar los platos.

—Razón de más. Vas a Déniz, le dices lo que sabes y a tomar por culo —repuso ella sacudiendo el mantel sobre el cubo de la basura. Mientras lo doblaba, continuó hablando—. Así cumples y te quitas de en medio de una sola tacada.

—No es tan fácil, Gloria.

—¿Por qué no es tan fácil?

Monroy se volvió, estropajo y plato enjabonado en mano.

—Porque igual lo de la caja es tal y como parecía. ¿Te imaginas si la Escudero esta y el embajador tienen que ir a comisaría para un interrogatorio sobre un tipo que ellos ni siquiera sabían que existía?

—Bueno, ese no es tu problema. Si no saben nada, no saben nada. Pero si saben algo, la Policía ya se encargará.

Monroy hizo un mohín de desprecio al oír la palabra «Policía» y se volvió nuevamente hacia el fregadero.

—Sí, seguro —ironizó—. A esos les das un empujón en un prado, se caen de boca y se hartan a comer hierba. No puedes confiar en que solucionen nada.

Se hizo un silencio, tras el cual, Gloria le escupió:

—Y, claro, quien lo va a solucionar todo va a ser el gran Eladio Monroy, ¿no? El Mike Hammer de la calle Murga.

—No me estés jodiendo, Gloria.

—¡No! No me estés jodiendo tú a mí. Porque cuando al gran Eladio Monroy lo apalean, ya sabemos quién pasa el mal trago y quién tiene luego que cuidarlo. La última vez tú estabas sin conocimiento, pero la que estaba ahí al lado tuyo, pasándolas putas, era yo.

Cuando a Gloria se le quebró la voz, Monroy decidió que había llegado el momento de cerrar el grifo, secarse las manos con el paño de cocina y acercarse a ella.

—Eso no va a volver a pasar, Gloria —dijo en el tono más tranquilizador que pudo—. Si me entero de algo que de verdad pueda darle a Déniz, se lo doy enseguida. Pero lo único que hay ahora mismo es una corazonada. Y por una corazonada no le voy a buscar un problema a esa gente. Por mal que me caigan.

—¿Si te enteras de algo? ¿Te vas a poner en plan detective otra vez?

—Si me entero de algo
por casualidad
—subrayó—. No me voy a poner a hurgar en nada —la tranquilizó, tomándola por los hombros.

—¿Prometido?

—Prometido.

Gloria respondió al beso que en ese momento le daba Monroy, recordando que una promesa de hombre vale lo mismo que un martillo de corcho.

25

P
ese a las tragaperras, el microondas y la tele (con cuyo mando Casimiro solía zapear compulsivamente) el Casablanca parecía recién sacado de una máquina del tiempo que lo hubiera importado directamente desde los años cuarenta. Así que a nadie le extrañaba que hubiera pocas mujeres entre la clientela habitual, si se exceptuaba a Chonita, diaria trasegadora de dos apresurados vasos de Marie Brizard mientras perdía algunas monedas en las maquinitas antes de declarar que salía corriendo «para hacer la comida» (siempre salía-corriendo, siempre se-le-iba-el-baifo, siempre se-le-hacía-tarde) y alguna de las chicas de Molino de Viento, que bajaban hasta León y Castillo a primeras horas de la noche para hacer un paréntesis en la faena o prepararse anímicamente para desempeñarla.

Por eso, aquella mañana de jueves, cuando Omayra entró en el bar, con su camiseta colorada, sus vaqueros rotos, un enorme bolso negro y rojo, decorado con motivos que recordaban a Audrey Hepburn y su aparentemente ingenua mirada juvenil, Casimiro dejó de zapear, el taxista dejó de alimentar la tragaperras y Juanito el del Pescado dejó que su vaso de ron se quedara a medio camino entre la barra y sus labios groseros y lo mantuvo allí, a dos dedos de la boca, mirando de reojo hacia la puerta. Eladio Monroy, sin embargo, no se percató de la presencia de la chica hasta que esta estuvo ya junto a él, separando una silla para sentarse a su mesa.

—Hola —se limitó a decir Omayra, dándole un beso en la mejilla.

—¡Qué sorpresa! —respondió Monroy, cerrando y apartando a un lado el periódico.

—Es que pasaba por aquí y te vi y —de pronto la chica reparó en el periódico—. ¿Te interrumpo?

—Qué va, casi estaba terminando —mintió el vecino de la calle Murga.

Rompiendo costumbres inveteradas, Casimiro se había acercado ya a la mesa para preguntarle a la «señorita» si le apetecía tomar algo y Monroy se percató de que, como le había sucedido a él en el velatorio, no la había reconocido.

—Casimiro —le dijo—, esta es Omayra, la sobrina del Ministro.

La respuesta inmediata de Casimiro fue fruncir el ceño, exprimiéndose el cerebro para extraer de él los jugos del recuerdo. Esta expresión dio paso a otra de sorpresa, la cual se metamorfoseó inmediatamente en una de condolencia.

—Mi más sentido pésame, mi niña —dijo, finalmente, tendiendo una mano más respetuosa que paternal.

Mientras tanto, Monroy había echado una mirada al taxista y a Juanito el del Pescado, con la suficiente severidad como para que aquellos eliminaran la lascivia de sus ojos y volvieran a su ludopatía y su dipsomanía respectivas.

Omayra pidió un zumo y Monroy otro cortado. Unos minutos después, con las consumiciones servidas y el cenicero cambiado, Casimiro volvió a su lugar tras la barra, con el mando a distancia en la mano.

Se miraron en silencio, sonrientes y expectantes. Monroy sabía que la chica no pasaba simplemente por allí y Omayra sabía que él lo sabía.

—¿En qué te puedo ayudar? —preguntó Monroy pellizcándose el mentón.

Como respuesta, Omayra sacó de su bolso un ejemplar arrugado de
La Provincia
y otro, menos manoseado, de
Canarias 7
.

—Hoy ya no sale en los periódicos —dijo poniéndolos sobre
El País
de Monroy. Este permaneció en silencio, mirando a los periódicos, mirando a la chica, preguntándose qué buscaba exactamente.

—La prensa da igual. La Policía sigue detrás del tema —intentó tranquilizarla.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Lo sé porque tengo un amigo policía que está en ello. Me llamó ayer, de hecho, para contarme que están en la cosa.

—¿Y por qué te llamó a ti?

—Porque me vieron en el velatorio. Había policías allí. Para que veas que sí que están interesados.

—Sí. Pero ya no sale en el periódico —insistió ella—, y eso quiere decir que en dos días ya no les interesará en absoluto. Hay muchos camellos que trincar, muchos asesinatos machistas que investigar, muchos niños desaparecidos que encontrar.

Monroy se encogió de hombros. Omayra encendió un cigarrillo y procuró tranquilizarse.

—Eladio, mi tío me contó más cosas sobre ti, aparte de las que te dije.

Ya empezamos, se dijo Monroy.

—Me contó —prosiguió Omayra— que te dedicas a hacer encargos, a encontrar cosas. Me dijo que cuando uno está en un apuro eres la persona con la que hay que contar. Y que hay mucha gente que cuenta contigo para solucionar problemas.

Monroy pensó en esa imagen que se tenía de él. Pensó en lo poco que se correspondía con la realidad. En el caso del Ministro, cabía incluso la posibilidad (después de una noche en vela pensando en ello, cada vez le parecía más plausible) de que hubiera sido él mismo quien, más que solucionarlos, hubiera creado los problemas.

—Deja que la madera haga su trabajo —le espetó con seriedad.

—¿La madera? —preguntó Omayra, desconcertada por el coloquialismo juvenil trasnochado.

—Sí. La madera, la Policía Déjalos trabajar.

Omayra sacó un sobre algo abultado de su bolso y lo puso sobre la mesa. Monroy adivinó que contenía dinero. Ella lo confirmó:

—Es todo lo que he podido reunir, pero puede que sea suficiente para.

—Mira, deja de sacar cosas del bolso, coño, que pareces la Mary Poppins —la interrumpió Monroy empujando el sobre hacia ella con toda la delicadeza posible—. No sé qué pretendes de mí, pero cuando me ofrecí para lo que necesitaras no me refería a esto.

—Lo que pretendo simplemente es que te enteres de algo De algo que podamos darle a la Policía No sé Un nombre, alguien que quizá pudiera saber algo.

—Yo no sé nada, mi niña.

—Tú sabes dónde moverte, dónde buscar Conoces a mucha gente y.

A Omayra se le fue un gallo. Sin embargo, no lloró, tal y como Monroy había previsto que haría. Se le quedó mirando con toda la rabiosa impotencia que una mujer es capaz de sentir.

La prudencia de Monroy y su sentimiento de culpabilidad comenzaron a boxear furiosamente. Tuvieron una bronca descomunal pero silenciosa durante un largo rato, mientras el ex marinero sentía cómo le arañaba la cara aquella mirada afilada y fría como una Gillette. Finalmente, la prudencia perdió, pero por puntos.

—Vamos a hacer una cosa: echo un vistazo por ahí y me entero de lo que pueda. No te prometo nada, pero lo voy a intentar. ¿Te parece bien?

La expresión del rostro de Omayra cambió inmediatamente. Asintió y volvió a empujar el sobre hacia Monroy, que hizo un gesto de rechazo.

—Ni hablar. Invita la casa.

—Pero no me parece.

—Me da igual que no te parezca. Esto es lo que hay. Gástatelo en libros —zanjó Monroy—. Y ahora, al tajo. Voy a necesitar.

Antes de que pudiera decir nada más, Mary Poppins volvió a actuar y materializó un manojo de llaves. Mientras él enmudecía de sorpresa, sacó también un pequeño bloc de notas y un bolígrafo.

—Esas son las llaves de la casa de mi tío. Supongo que empezarás por ahí —dijo mientras anotaba algo en una hoja y la arrancaba para ponerla también sobre la mesa al alcance de Monroy—. Este es mi móvil. Llámame cuando quieras. Si estoy en clase, te saldrá el buzón de voz, pero te devuelvo la llamada en cuanto pueda.

En ese momento, Casimiro dejó de zapear y subió el volumen del televisor. Un avance informativo de un canal regional había atraído su atención. «Posible nueva víctima de la violencia machista», oyó decir Monroy a la voz en off de una redactora. Sintió la sangre agolparse con furia en sus sienes cuando escuchó el resto de la noticia: «El cadáver de Laura J. R. fue hallado esta mañana en su domicilio de La Minilla, en Las Palmas de Gran Canaria. La víctima, una conocida artista plástica, falleció, al parecer, a causa de una herida por arma de fuego».

—¿Qué pasa? ¿La conocías? —preguntó Omayra.

Monroy le chistó para que se callara. No quería perderse nada de lo que dijera el avance. Logró captar las últimas palabras, que actualizaban la estadística de víctimas de la violencia de género en lo que iba de año y anunciaban que habría más información sobre el suceso en el informativo de mediodía.

En la barra, Casimiro y Juanito ya habían comenzado a comentar lo mal que iba el mundo y lo que habría que hacer a todos aquellos hijos de puta. El taxista permanecía impertérrito, jugándose la recaudación de la mañana.

—No la conocía —Monroy disimuló su embuste cogiendo las llaves de la casa del Ministro y el papel con el número de Omayra—, pero me llamó la atención.

Mientras pedía la cuenta a Casimiro, su sentimiento de culpabilidad se apostó una cena con su prudencia a que a Laura Jordán le habían pegado un tiro con un 22.

26

M
onroy y la sobrina del Ministro se despidieron en la puerta del Casablanca. Ella se fue hacia la parada de guaguas. Él tomó León y Castillo en dirección sur, hacia Murga, por la acera que quedaba a su derecha. Caminaba despistado, dando más y más vueltas a los pocos datos de los que disponía y a las posibilidades que se abrían ante él. Y, entre todos los datos, entre todas las ideas, entre todas las imágenes que jugaban al rebumbio en su cabeza, había una que se perfilaba con nitidez de mañana veraniega: la de la expresión de sorpresa de Laura Jordán al ver aquella caja que no tenía por qué causarle sorpresa alguna, ya que debía de verla diariamente.

Repentinamente, detuvo su camino y miró a su diestra. Estaba ante el escaparate de un Todo a 0'90 euros, una de esas tiendas de cachivaches donde se puede encontrar casi cualquier cosa inútil: cine porno que no excita y alfileres que carecen de punta, útiles de bricolaje que se rompen la primera vez que son utilizados y ropa interior de un solo uso, velas aromáticas que no huelen a nada y notas adhesivas que no se adhieren, calderos en los que se pega la comida e imágenes de santos que insultan a la fe.

Cuando entró en el negocio, dio un respingo: una señora preguntaba al propietario (un hombre oriental, seguramente chino) si vendían allí «esos osos de peluche que recitan el
Padre Nuestro
».

De pronto, ante aquella frase digna de una película de Almodóvar, intrigado con la posibilidad de que tal producto existiera, Monroy se olvidó absolutamente de todo lo que venía pensando y se quedó cerca del mostrador, inspeccionando, para disimular, una estantería en la que había unos relojes despertadores que inspiraban la misma confianza que un ministro de sanidad recomendando calma.

El hombre salió del mostrador, se perdió en uno de los pasillos y volvió hasta la expectante clienta con un oso de tela estampada con margaritas y un enorme corazón bordado en el pecho. El corazón (Monroy pudo verlo cuando el oriental mostró el oso a la señora) circunscribía una cruz. Cuando la clienta presionó el bordado, una vocecita siniestra surgió del osito horrendo, recitando: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino». Monroy se vio obligado a internarse por el pasillo para no romperse el pecho de risa en ese mismo instante, preguntándose, al mismo tiempo, a qué clase de desequilibrado se le había ocurrido inventar y fabricar aquel trasto y, sobre todo, qué clase de desequilibrado podría ser capaz de comprar uno.

El local, algo más grande de lo corriente, ofrecía lo habitual y algo más, porque disponía, al fondo, de una sección de ropa. Monroy, sin saber si entrar allí había sido realmente una buena idea, curioseó durante un rato. Un delfín de cristal, un perrito de goma, un encendedor con forma de mujer desnuda y una bola de nieve con el paisaje de Las Canteras como motivo despertaron simultáneamente su curiosidad y su repugnancia hasta que, de pronto, se encontró frente a una estantería sobre la que había objetos de mesa de madera labrada: juegos de posavasos, organizadores de correspondencia, vacíabolsillos y cajas de diferentes tamaños. Se dio cuenta, dos pasos más adelante, de que sí que había resultado una buena idea: allí, ante él, había, al menos, tres cajas tabaqueras labradas, de madera oscura (aparentemente caoba, pero seguramente pino con un barniz oscuro) y todas prácticamente idénticas a la supuestamente única caja que los hombres de la familia Escudero se pasaban (como idiotas, si realmente lo hacían) de generación en generación.

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