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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Los tipos duros no leen poesía (10 page)

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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—Un barco.

—¿Qué?

—La maqueta de un barco. El Ministro me vendió una maqueta de un barco, muy guapa, que tiene en su casa. Se la quería regalar a Gloria, por tener un detalle. Se la pagué y todo, porque el hombre anclaba apurado de perras y necesitaba el dinero. Eso fue ayer. Pero yo no tenía coche, porque el Chapi me lo estaba pintando. Así que quedamos en que lo llamara hoy para subir a buscarla. Cuando no me contestó, pensé que me había metido la negra y ya iba para arriba a ponerlo firme.

—Y entonces te llamé yo.

—Entonces me llamaste tú.

—¿Cuánto le diste por la maqueta?

—Cincuenta euros. Estaba frito de pasta, por lo visto Y la maqueta estaba muy bien.

—Pues no habiendo papeles de por medio, me parece que perdiste la maqueta y el dinero.

—Ya me lo imaginaba. Pero, ¿qué pasó?

—No está muy claro. Todavía no hay autopsia. El levantamiento fue hace una hora, poco más. Debieron de matarlo anoche, pero no lo encontraron hasta esta mañana. Había signos de lucha. Aparte de eso, le pegaron un tiro en la barriga. Con un calibre chico, un 22. Se arrastró unos metros, pero no llegó hasta la carretera. Si hubiera llegado y alguien del centro comercial lo hubiera visto, igual hubiera podido salvarse. Pero había perdido mucha sangre y se desmayó. Se quedó tirado allí.

—¿Lo mataron para robarle?

—No. Tenía encima el reloj y el móvil. Y la cartera, con cuarenta y pico euros.

—¿Se sabe cuántos eran?

—Pudo ser uno o pudieron ser dieciséis. Ni puta idea.

Monroy se pellizcó el mentón. No era la primera vez que se veían en aquella tesitura, hablando de un muerto reciente con quien él había tenido relación. En esta ocasión, había pasado la noche solo en casa. En caso de necesitar una coartada, se vería en un aprieto.

Por una vez, la inteligencia de Déniz alcanzó para adivinar en qué estaba pensando Monroy.

—No te voy a pedir que me digas dónde estabas anoche.

—Me alegro mucho, porque tendrías que fiarte de mi palabra. No salí. Y Gloria no vino a casa, así que —de pronto, Monroy dejó de hablar: en el rostro de Déniz se dibujaba una media sonrisa socarrona—. ¿Qué pasa?

—Que eres gafe.

—¿Cómo que soy gafe?

—Sí, coño. Pareces la jodida Jessica Fletcher. ¿O no te has dado cuenta de que la gente que hay a tu alrededor tiene la mala costumbre de morirse?

—Vete a la mierda, jodío.

—Bueno, ahora hablando en serio: la delegada del Gobierno me llamó hace un rato para apretarme las clavijas. Los periodistas la tienen loca y, claro, descarga conmigo. Necesita saber algo cuanto antes, porque un muerto por arma de fuego aquí es un escándalo y bla, bla, bla Vamos, que tengo que solucionar esto lo antes posible. Tengo a toda mi gente dando el callo.

—¿Y tienes alguna teoría?

—Sí, para empezar, que Pérez Delgado está muerto.

—Algo más tendrás, digo yo.

—Sí, pero más bien poco. Tengo que le dieron la del pulpo y que él también repartió lo suyo, porque tenía los nudillos hinchados. Que después le pegaron un tiro y salieron corriendo. Hasta ahí llega lo que tengo. Por lo demás, supongo que intentó estafar a quien no debía o se pasó de listo con algún compinche. Aunque el habitual está arriba, cumpliendo.

—¿El habitual?

—Sí. Un tal Norberto Ruiz. Le dicen el Chepa. Ahí más allá intentó un robo con violencia en casa de la madre de un agente. También hay que ser gilipollas.

—Pues ahí lo tienes: puede que el Ministro se asociara con alguno nuevo que no fuera
tan gilipollas
—dijo Monroy. Lo dijo con sinceridad. Lo más probable, pensó, era que al Ministro lo hubiera liquidado algún cómplice o alguien a quien le debía una mala jugada.

—Es posible. En cualquier caso, todavía vamos a ciegas. He mandado a un par de inspectores a la casa de Pérez Delgado.

—¿No habrás mandado a Alonso y a Pérez?

Déniz asintió.

—Precisamente. ¿Por?

Monroy aprovechó la oportunidad para devolverle la burla por lo de su presunta semejanza con Jessica Fletcher.

—No, por nada. Solo que a esos dos, cuando les duele la cabeza, se rascan el culo.

—¿Qué quieres decir? —se plantó Déniz, defendiendo a sus polluelos.

Monroy respondió mientras se levantaba para marcharse.

—Que les falta un hervor, Déniz. Los juntas a los dos y no haces uno entero.

—Mira que eres cabrón. ¿Qué sabrás tú? Son pibes de la nueva hornada, preparados, no como los bestias que había antes aquí, los que quedaban de la Policía Armada. Uno de ellos, Alonso, con treinta años, ya tiene una mención al mérito y todo.

—Así va el país —dijo Monroy dirigiéndose hacia la puerta.

—Oye, Eladio —le retuvo Déniz.

—Dime.

—Si te enteras de algo, avísame.

—¿De qué me voy a enterar, Déniz? Yo, a este tío, lo conocía de verlo en el bar. Poco más sé.

—Pero por ahí, en la calle, se oyen cosas. Y tú siempre estás en la calle. Si te llega algún hilo del que tirar, te voy a deber una.

—Está bien. Pero seguro que.

En ese momento, sonó la melodía del himno del Real Madrid. Era el móvil de Déniz.

—Mierda: la jefa otra vez.

Con apuro, Déniz descolgó, ajustándose el nudo de la corbata.

—Sí, señora. Estamos llevando a cabo diligencias que Sí Sí Pero.

Monroy se despidió con la mano de Déniz, que comenzaba a sudar bajo la reprimenda de su jefa, que debía de estar hasta los ovarios de soportar el asedio de la prensa.

18

E
l Ministro no habría tenido tiempo de hacer el recado antes de que le dieran matarile. Así pues, las cosas estaban como al principio. O casi, porque Monroy había perdido cincuenta euros.

Al pensar esto, sintió un poco de vergüenza. Un hombre había muerto. Y él conocía a ese hombre, había estado en su salón hacía pocas horas. Había charlado y bromeado con él. Había tomado su café. No eran exactamente amigos. Su contacto era más bien el contacto superficial del encuentro periódico en el bar. Aun así, resultó algo mezquino pensar en aquellos cincuenta euros.

Mientras entraba en la Express, que seguía anunciando las excelencias culinarias del Bar Toribio (en algún momento había soñado despierto con que algún duende bienintencionado borrara el asqueroso rótulo mientras estaba en comisaría. Pero no: al volver al aparcamiento, ahí seguía, igual de hortera), procuró pensar en soluciones prácticas, pero no se le ocurrió ninguna, salvo la más desagradable: idear algún medio para introducirse en casa de la artista y sacar las fotos él mismo. Tuvo que aceptar la idea, en su opinión repugnante, de violar la intimidad de Laura Jordán. Por lo demás, reflexionó, no era más repugnante hacerlo él mismo que pagar a alguien para que lo hiciera.

A lo largo de los años, había aprendido que en ocasiones no se gustaba, que se odiaba por hacer ciertas cosas, y esas cosas las hacía, no porque no le quedara otro remedio, sino por algún fin utilitario y bastante egoísta. Por ejemplo, y en este caso, por dinero. En ese sentido no era muy diferente de un portero de discoteca que le arruina la noche a un pibe prohibiéndole la entrada o de un empleado de una empresa de recobros que agobia a un parado porque no ha podido satisfacer una deuda de telefonía móvil. La única diferencia, quizá, fuera que él se odiaba, mientras que los otros ignoraban en qué tipo de sujetos repugnantes se convertían al hacer esas cosas.

19

L
aura Jordán puso la cafetera al fuego y volvió a mirar el reloj. El periodista se retrasaba. Había telefoneado a mediodía para concertar la cita. Ya estaba acostumbrada a las prisas de los reporteros y periodistas. A su costumbre de disponer del tiempo de los demás como si fuera el suyo. A que se tomaran unas confianzas que nadie les había dado, como si se les conociera de toda la vida, solo hasta que habían conseguido lo que necesitaban (la foto, la entrevista, la documentación), antes de salir por patas dejando al entrevistado con la palabra en la boca. Pero estaba preparando una muestra y, tal y como le había recordado Marcos, las cosas no estaban para rechazar promoción. Por eso, a mediodía, cuando sonó el teléfono y aquel tal Paco Luján le dijo que trabajaba para
Las Palmas Hoy
, una revista de ocio que comenzaría a salir la próxima semana, y que si ella tenía unos minutos esa misma tarde, deseaba entrevistarla, aceptó sin pensárselo dos veces. Seguramente,
Las Palmas Hoy
sería una de esas revistas de reparto gratuito que aparecen y desaparecen cada año, dedicadas a publicar cuatro o cinco artículos y una entrevista sobre cosas tan dispares como moda, vida social de los círculos empresariales, gastronomía y veterinaria, para dar soporte a anuncios y mas anuncios que suponían su única fuente de ingresos. De cualquier modo, esas publicaciones tenían una tirada mínima de cinco mil ejemplares y se distribuían por la ciudad como la gripe.

Deseó que el periodista no se retrasara. Y que no la entretuviera demasiado rato. Para hacer tiempo, se sentó a leer, pero, justamente cuando abría el libro, llamaron a la puerta.

El hombre era mayor de lo que había pensado. Quizá unos cincuenta. Vestía una camisa azul marino de manga larga y unos vaqueros clásicos. Calzaba zapatillas de deporte y llevaba una bandolera de la cual extrajo una grabadora, un bloc de notas y una cámara de fotos en cuanto ella le hizo pasar y sentarse en el sofá.

—Disculpe el retraso. Estamos preparando el primer número a marchas forzadas y no sabemos si podremos cumplir el plazo.

—A veces, un poco de presión es buena —opinó ella por no prolongar con un silencio incómodo aquella conversación que no le interesaba—. Acabo de preparar café. ¿Le apetece?

—Se lo agradecería.

Laura Jordán fue a la cocina. El hombre que se había presentado como Paco Luján (y que ocultaba una letra K tatuada en su antebrazo) paseó su mirada por el salón. Entre dos muebles que hacían de biblioteca, había un centro de ocio, con un televisor de plasma y un reproductor de deuvedé conectado a una cadena musical; dos estanterías de cedés, en cuyas carátulas pudo leer a vuelapluma los nombres de Philip Glass, Wim Mertens, Michael Nyman, Dulce Pontes, Yan Tierssen y Madredeus; justo ante el sofá, una mesita de centro. En uno de sus extremos había un soporte de cerámica para quemar varitas de sándalo. En el otro, un ejemplar de bolsillo de
La enfermedad y sus metáforas
. El visitante imaginó a aquella mujer serena quemando sándalo mientras leía sobre aquella mesita, sentada en aquel mismo sofá y escuchando a medio volumen algo de, por ejemplo, Madredeus. En las estanterías había varios libros más de Susan Sontag, junto a novelas de García Márquez, Carlos Fuentes y Juan Carlos Onetti. Pero, sobre todo, había libros de arte: biografías y estudios de la Taschen, libros de fotografías y catálogos de exposiciones. El hombre se levantó para leer el título de un libro delgado de llamativo lomo rojo.
Sorrow: Vida patética de Van Gogh
. Lo firmaba Javier Zugazagoitia. En ese momento, estuchó la voz de Laura Jordán.

—¿Lo ha leído?

Al volverse, la vio en la puerta de la cocina, con una bandeja sobre la cual había una cafetera, una jarrita de leche, azúcar, tazas.

—Perdóneme la confianza; es que me llamó la atención —dijo el periodista, poniendo el libro en su sitio y volviendo a sentarse.

—No se disculpe. Me gusta la gente que siente curiosidad por los libros.

El hombre miró el reloj.

—Cuando usted quiera, empezamos —dijo ella.

—Sí, no le haré perder mucho tiempo. Verá, tenemos una sección en la que queremos hablar de qué hacen en su tiempo libre algunos creadores y personas importantes para la cultura.

La artista arrugó la nariz, pero acabó sonriendo:

—No sé qué me suena peor: si lo de las personas importantes o lo de la cultura.

Él le devolvió la sonrisa y ella pensó que aquella sonrisa tenía algo de encanto, que aquel hombre podría llegar a ser atractivo según en qué circunstancias.

—En cualquier caso, en la sección aparecerá un pequeño perfil reseñando su trabajo, algunas fotos y una pequeña entrevista.

—¿Y de quién fue la idea de entrevistarme a mí? No soy demasiado conocida.

—De Mariola Lorenzo, la subdirectora de la revista. La conoció en una de sus exposiciones.

Los ojos de la mujer se movieron por el cielorraso, buscando un rostro para adjudicarlo a aquel nombre.

—No recuerdo ahora mismo.

Por supuesto, Mariola Lorenzo no existía, pero se trataba de una trampa clásica en la que la insistencia era la clave. Por eso, el hombre insistió:

—¿No? Bueno, fue ella quien me dio su teléfono Me dijo que.

—Ah, sí, ya recuerdo —mintió Laura Jordán—. Es una chica.

—Morena, bajita.

—Sí, eso es Mariola. Usted comprenderá, en las inauguraciones se pone una tan nerviosa.

—Claro.

Casi no habían probado el café cuando Monroy, Paco Luján por esa tarde, prendió la grabadora y comenzó a hacer preguntas. Qué le gustaba hacer a Laura Jordán los fines de semana. Cuáles eran sus aficiones. Qué libros leía. Qué tipo de cine le gustaba. Sin qué artista plástico no hubiera sido la Historia del Arte lo que es. Qué música ponía para trabajar.

Finalizadas las preguntas, finalizado el café, Paco Luján le pidió que posara para algunas fotografías. Le sacó varias en el sofá, leyendo el libro de Sontag. Otra junto a la estantería, con un libro sobre El Bosco abierto. Finalmente, le preguntó dónde trabajaba y ella le condujo al estudio, al fondo de la casa. Allí, junto a un cuadro de herramientas, había un escritorio con un ordenador. Algo desordenado, con papeles y varias herramientas (que él no supo identificar) sobre el tablero. Casi oculta por los papeles, asomaba la esquina marrón de una caja de madera, parecida a una cigarrera. Curiosamente, las miradas del supuesto periodista y de la anfitriona convergieron en aquel lugar. La de él con curiosidad. La de ella con extrañeza. Esta actitud no le pasó por alto a Monroy. Mucho menos cuando ella alzó los papeles que ocultaban parcialmente la caja y se quedó mirándola con incredulidad. Sin embargo, tras unos segundos, preguntó:

—¿Dónde me pongo para la foto?

Lo dijo como si echara un puñado de tierra sobre algo muy importante pero que deseara mantener oculto.

—Ahí, apoyada en el escritorio está bien —contestó Monroy.

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