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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Los tipos duros no leen poesía (7 page)

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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Monroy, por supuesto, no aprobaba aquellas fechorías, pero entendía que en los métodos del Ministro había algo de vieja escuela, cierto olor a estafador y ladrón «fino», de los de antes; nada que ver con los burdos y violentos métodos de yonquis enmonados y changas aficionados. El Ministro era una especie de artista, un prestidigitador de las palabras que era capaz de venderle arena a un tuareg. Él y el Chepa tenían otros números, pero el de la Disa siempre había sido el mejor. Hasta que dos circunstancias se combinaron para acabar con el negocio: la popularización de las vitrocerámicas y el alcoholismo del Chepa.

—Mira que se lo tenía advertido, Eladio —decía el Ministro mientras servía el café—: que había que estar serenito para esto, que no me viniera colocado. Pero él, nada: dos coñacs todas las mañanas. Hasta que ahí, más allá, me llegó con una trompa del carajo y le dije que yo, así, no trabajaba. Que me llamara cuando se le bajara el vacilón. ¿Y tú sabes lo que hizo?

—Intentarlo él solo —abundó Monroy.

—Eso mismo. Eso mismo hizo, el muy pardela.

El Ministro se interrumpió para llevar al salón la bandeja con el servicio de café. La situó sobre la mesita y se sentó en una silla, enfrente de Monroy. Luego, mientras servía, continuó hablando.

—Se va, él solo, a dar el tranque. Y encima, en vez de hacerlo en algún sitio normalito, se me mete en Santa Brígida, en la zona de los chalés Pero ahí no queda la cosa. Toca en una casa, le sale una señora y le dice que allí no tienen gas, que tienen vitrocerámica.

—La señora se olería la tostada —supuso Monroy.

—La señora se olería la tostada —concedió el Ministro—; o a la mejor es verdad que tenía vitrocerámica. El caso es que el Chepa, el muy gilipollas, en vez de marcharse, le dice que no la cree, que él tiene orden de inspeccionar, que tiene que permitirle el acceso a la vivienda y etcétera, etcétera. La mujer se sigue negando y el Chepa continúa subiendo el volumen. Ella se asusta, intenta cerrar la puerta y el Chepa mete el pie en medio y empuja. Resultado: la señora en el suelo y el Chepa que se mete en la casa, dando trompicones, borracho perdido y más violento que el Mike Tyson en un desfile del Ku Klux Klan.

—No jodas.

—Pero, espera, que ahí no para la cosa. A todo esto, imagínate, la señora en el suelo, pidiendo auxilio, dando gritos porque además, al caer, se ha roto la cadera; el Chepa metiéndose por ahí para adentro, oye que alguien viene corriendo desde el fondo de la casa y, el muy tarugo, en vez de decirse: «Ya la he cagado bastante, me voy corriendo», saca una navaja y se enfrenta al que viene. ¿Y quién es el que viene?

—¿El marido? —supuso Monroy.

—El hijo. El hijo, que estaba en la habitación vistiéndose para irse a trabajar. Por lo visto era un animal del tamaño de un ropero. Pero eso no es lo peor. ¿A que no sabes a qué se dedica el hijo?

—¿No sería policía?

El Ministro señaló con el dedo el acierto de Monroy.

—¡Bingo! Policía Nacional. Pero el Chepa, que tiene el cerebro en el culo, cuando ve al hombretón aquel de uniforme que se viene para él, en vez de salir por patas, va y se le enfrenta y, antes de que el otro lo infle a hostias (porque lo infló), consigue darle una cuchillada en un brazo. Puto borracho Total, asalto, allanamiento, agresión con arma blanca a un agente uniformado Vamos, que se está comiendo un marrón de los buenos. Así que lo del gas se acabó durante una temporada.

—¿Y tú, entonces? Te estarás buscando un trabajo honrado.

—Trabajo honrado, lo que se dice honrado, no sale, Eladio. Si saliera, no iba yo a estar dando palos por ahí —mintió el Ministro—. Yo me estoy haciendo ahora lo de la TDT.

—¿Lo de la TDT?

—Sí. Con el rollo ese del apagón digital, eso suele funcionar. Te vas a un bloque de viviendas y tocas en varias casas a la vez. Dices que vienes con el antenista, contratado por la comunidad, para poner la TDT. Preguntas quién tiene más de una tele. Son casi todos, así que tú les dices que enciendan las dos y te vas a la segunda, que suele ser la del dormitorio. Les pides que se pongan a cambiar los canales en la tele del salón, a ver si están bien sintonizados. Y que suban el volumen, para que tú puedas oír en qué momento cambian. Por supuesto, tú también pones la tele del dormitorio a todo meter y los obligas a hacer
zapping
a toda leche, como un obsesivo compulsivo. Entre lo tensos que los pongo pidiéndoles que cambien y el escándalo de la tele, no se enteran de que te estás llevando hasta la dentadura de la abuela. El problema es que cada vez me está costando más. Hay un jaleo tremendo con lo de la TDT y, encima, mucha gente se pone el Digital o el Imagenio. Y yo ya no estoy para improvisar mucho, Eladio. El otro día casi me cogen con el culo al aire. A lo mejor, si tuviera alguien que me echara una mano Pero con el nivel del Chepa no conozco a nadie Lo que necesito es un tío inteligente y fino ¿Tú no te apuntarías a?

Monroy borró la idea con un gesto de la mano.

—Ni de coña, Ministro. Yo, lo que hice en mis tiempos, ya lo hice. No estoy para ir por ahí engañando a viejitas. Eso lo dejo para ustedes, que tienen el corazón de piedra.

—Coño, tampoco es eso, Monroy. Yo soy un caballero. Siempre han sido cosas pequeñas y nunca he utilizado la violencia. Además, cuando hay gente mayor, que sabes que no tiene a nadie más, o cuando hay gente impedida, no doy el palo. Eso nunca. Ya lo sabes tú.

—Bueno, Robin Hood, relájate. Si eres un chorizo, eres un chorizo, por mucho estilo que tengas.

—Joder, pues si soy un chorizo, ¿por qué me diriges la palabra? —se picó el Ministro.

—Porque, de entre los chorizos, me caen mejor los que están en la calle que los que están en los despachos.

El café se les había terminado. La conversación preliminar también. El Ministro lo indicó encendiendo un cigarrillo y echándose atrás en la silla.

—A lo nuestro. ¿Qué hay que hacer?

—Poca cosa —dijo Monroy poniendo sobre la mesa tres fotografías: la de Gustav Hossman en su despacho junto a la cajita, una de Melania Escudero recortada de una revista de papel cuché y una de Laura Jordán, descargada de Internet. Tras situarlas bajo la mirada del Ministro, utilizó su dedo índice para resumir el asunto todo lo posible—. Este estaba casado con esta, y el suegro (o sea, el padre de ella) le había regalado esta cajita. Pero, por su parte, se jincaba a esta. Él, no el suegro —creyó conveniente aclarar—. El problema es que se murió hace poco.

—¿El suegro?

—¡No, coño! ¡Él! —aclaró Monroy apuñalando con la uña del índice el rostro de Hossman en la foto—. A ver si prestas un poco de atención Este se murió hace poco y parece ser que la cajita se quedó en casa de esta, que dice que no la tiene.

El Ministro precisó de unos momentos de reflexión para entender aquel lío. Después, dijo:

—Vale, muy divertido. ¿Y qué pinto yo en todo eso? Es más, ¿qué pintas tú?

Monroy continuó sirviéndose de su índice.

—Pinto que esta me ha pedido que consiga pruebas de que esta tiene la cajita en su casa. Y que a mí no se me da muy bien eso del allanamiento. Así que he pensado que lo mejor es que tú te metas allí y saques un par de fotos.

El Ministro pensó un momento.

—¿Qué hay en la caja?

—Supongo que puros.

—¿Se podría sacar un buen dinero por ella?

—Sí, a lo mejor dos euros en un chino. Puro valor sentimental.

—¿Dónde vive la flaquita? —preguntó el Ministro, poniendo la yema del dedo corazón sobre la foto de Laura Jordán.

—En La Minilla.

—Tiene clase —opinó el Ministro, refiriéndose a Laura Jordán.

—Más clase que un Rolls Royce.

El Ministro se atusó el bigote exactamente cuatro veces antes de contestar:

—Está fácil. Me puedo hacer el número del perito.

—¿Y eso cómo va?

—Bueno, la historia es que ha habido daños estructurales en el edificio y el seguro de la comunidad te ha pedido un estudio. Vas con una carpetita y una camarita de fotos y pinta de haber estudiado seis carreras. Si quieres, yo me las puedo ingeniar para hacerme con la caja.

—No quiero eso. Solo quiero fotos que demuestren que la caja está en la casa.

—Vale. Está bien. ¿Cuánto?

—Cincuenta euros.

—Y una mierda. Si me das cincuenta euros, es que tú te estás llevando un pastón. Quiero doscientos.

Monroy se levantó y recogió las fotos.

—Me jode mucho mandarte a tomar por culo en tu propia casa, pero vete a tomar por culo.

—Seguro que tú te llevas un pastón —repitió el Ministro.

—Eso no es asunto tuyo. Ni siquiera tienes que robarla. Solo darle un par de clics a la cámara.

—Ciento cincuenta. Por adelantado.

Monroy volvió a sentarse, después de sacar del bolsillo de su pantalón un billete de cincuenta y ponerlo sobre la mesa.

—Cincuenta ahora y cien cuando me des las fotos.

El Ministro dio un suspiro.

—Si del cielo te caen limones, cómprate una exprimidora —dijo con resignación—. Voy a necesitar más datos.

—Eso está hecho —dijo Monroy, desplegando nuevamente las fotos, tras una de las cuales había anotado lo necesario—. Ah, eso sí: tienes que hacerlo lo antes posible.

—Puedo hacer un intento esta tarde. Hasta que no abra la Bolsa de Tokio, no tengo nada mejor que hacer.

11

S
antos sacó la carpeta del cajón y la puso sobre la mesa. Después la deslizó hasta que quedó ante el hombre grande.

El hombre grande no era tan grande, apenas uno noventa de estatura y ni siquiera un metro de ancho en los hombros. Comparado, por ejemplo, con una hormigonera, no era para tanto. Pero allí, frente a Santos, en el despacho iluminado por la luz de la mañana madrileña, el hombre grande resultaba descomunal. No era gordo, ni estaba musculado por el fitness. Era, simplemente, corpulento. Como si sus huesos fueran el doble de gruesos y sus músculos el triple de voluminosos de lo habitual. Llevaba una camisa de algodón amarilla, por fuera de los tejanos, y zapatillas deportivas, idóneas para la carrera. El pelo, castaño, cortado al dos alrededor de una cabeza que tendía a formar un imaginario cubo, en medio del cual brillaban dos ojos acuosos de un color incierto que se acercaba al verde.

—La cosa es que se está haciendo de rogar, no sabemos exactamente por qué. Si no hay resultados, el Indio volverá a mandar a su gente. Y ya viste la que liaron la última vez.

El hombre grande examinó los papeles como un niño al que le dan sus libros nuevos a comienzo de curso. Abrió una carpetita en la que había una tarjeta de crédito a nombre de Horacio Méndez Rodríguez. Sus ojillos negros repasaron los datos con interés. Ya había utilizado ese nombre en otras ocasiones. Santos se percató del objeto de su atención.

—Con esa cuenta tendrás lo necesario. Pero si surge algún imprevisto, no tienes más que avisarme y te hago un ingreso.

El hombre grande dijo que de acuerdo. Y su voz, aunque ronca, sonó ridículamente aguda para proceder de un cuerpo tan voluminoso. A Santos, la voz del hombre grande siempre le recordaba a la de aquel peluquero que anunciaba champú por la tele. Pero se guardaba siempre muy bien de hacer ningún comentario al respecto, ya que, pese a que se conocían desde hacía años y el hombre grande había desempeñado diversas funciones laborales para él o su empresa, jamás habían tomado confianza. Podía deberse al carácter, algo austero, del propio Santos, aunque él se inclinaba a pensar que se trataba más bien del hombre grande, de su personalidad; si uno se paraba a pensar, en sus actitudes, en su forma de comportarse, se sospechaba que el hombre grande no tomaba (ni se dejaba tomar) confianza con nadie.

—Necesito que hagas el menor ruido posible —aclaró Santos sin necesidad.

—Como siempre —remató el hombre grande con el mismo laconismo con que un purasangre observa pasar a un tábano—. Empezaré por la mujer, a ver adonde me lleva. Aunque si la historia que han contado es cierta, puede que se complique un poco más.

—¿Cuánto tiempo?

—Un par de días. Puede que tres. Intentaré estar de vuelta para el fin de semana.

—De acuerdo.

En el ascensor que le conducía a la planta baja del edificio donde se ubicaban las oficinas de Santos, el hombre grande volvió a echar un vistazo a los datos, a las fotos, al pasaje. Sacó la tarjeta de crédito y la metió en su cartera.

Fue andando a su casa. Lavapiés no quedaba lejos y el aire de la noche le resultaba agradable. Llegó al portal, subió con lentitud los cuatro pisos, separados por unas escaleras de muros leprosos que alguna vez habían sido amarillos y entró en el ático. El estudio era pequeño, pero él se había encargado de hacerlo confortable, a lo largo de años de viajes de los que siempre se traía algún objeto o mueble interesante. Abrió el armario y se puso a hacer la maleta. De entre las elecciones posibles (un
trolley
, una bolsa de deportes, una mochila de camping) escogió la mochila, que le haría parecer un turista que ha arañado unos días de vacaciones en pleno septiembre. Introdujo en ella varias mudas de calzoncillos y calcetines, tres camisetas, unas botas de montería, unos pantalones de faena. Después, un equipo completo de escalada. De la mesilla de noche, tomó la antología de Gil de Biedma que estaba leyendo. No quería dejársela atrás. Le haría compañía en el viaje. Por si acaso se le acababa pronto, trajo de la biblioteca los
Cuadernos de Nueva York
, de José Hierro, que había previsto releer en esos días.

Fue al salón, encendió su ordenador portátil y se conectó a Internet. Tardó quince minutos en comprar un pasaje a Gran Canaria a nombre de Horacio Méndez Rodríguez. El vuelo saldría en tres horas. Tiempo de sobra para acabar de hacer el equipaje y llegar a la T2 para facturar la mochila. También reservó una habitación de hotel. Por último, dedicó unos minutos a comprobar las ubicaciones sobre el mapa (y trayectos entre ellas) de algunas de las direcciones que aparecían escritas en los documentos de la carpeta. Resultaría imprescindible disponer de un coche.

12

C
uando el Ministro telefoneó a Monroy desde una cabina, eran las siete de la tarde y este estaba frente a las estanterías, colocando en su sitio un ejemplar de
Cuadernos de Nueva York
que había estado releyendo durante la tarde. Con el libro en la mano, se dirigió al teléfono.

—¿Hubo suerte?

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