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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Los tipos duros no leen poesía (4 page)

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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—Vale, Felo. Ahora dime algo que no sepa.

—Es un niñito de papá, de los de antes. Familia de Santa Brígida de las de toda la vida, pero venida a menos. Lo que pasa es que el padre dio un braguetazo con la nieta de un antiguo consignatario del Puerto. Al muchacho lo mandaron a estudiar Ingeniería a Londres, pero les salió rana.

—¿Demasiada priva?

—Y demasiadas putas —puntualizó Bosch—. Así que hicieron otro intento y lo mandaron a La Laguna. Derecho civil. Yo lo conocí allí. Siempre tenía el mejor whisky, el mejor chocolate y las mejores pastillas. Se pasó la carrera inflado a pirulas. Cuando yo terminé, él todavía estaba en segundo. Un desastre de tío. Se licenció con casi treinta años. Nosotros ya llevábamos un tiempo con el despacho cuando él montó el suyo. Pero le ha ido bien. Está bien relacionado y tiene una buena cartera. A finales de los noventa comenzó a asesorar a varios inversores que venían de fuera.

—¿Es de fiar?

—Depende de para qué. Si lo que quieres es un tipo que te ayude a montar un negocio, es tu hombre, sobre todo porque tiene a gente muy competente trabajando con él. Pero si lo que quieres es que te cuide a tu mujer o que te guarde la coca, olvídate.

—¿Todavía se mete?

—Se mete tanto que si le tuvieran que poner un marcapasos les saldría más rentable un cuentakilómetros. Pero, oye, ¿qué te traes con él?

—Eso todavía no lo sé. Me vino a ver esta mañana para proponerme una reunión.

—¿Para?

—Se supone que para un trabajo. Ya te contaré.

5

E
l edificio del bufete de Suárez Smith era una de esas antiguas casas de Vegueta en las que, aun respetando la fachada colonial, algún arquitecto (que encima se las daría de modernillo y original) se las había arreglado para insertar sus buenas dosis de cristal y metales varios, convirtiendo un hermoso alzado en algo así como una mariposa de metacrilato.

La calle era peatonal, estrecha y fresca. Eran las ocho en punto cuando Monroy leyó la plaquita que rezaba: S&S ABOGADOS. Pero no le dio la gana de ser puntual y decidió tomar algo en una tetería que había justo enfrente. El local (pequeño,
chill out
, minimalista y todas esas cosas que huelen a sándalo y bergamota) estaba casi vacío y la camarera (una chica joven y bajita, con un rostro bronceado salpicado de
piercings
) puso casi enseguida el cortado ante Monroy, quien comprobó, con sorpresa, que en el plato había también una galletita. Acostumbrado al brusco servicio de Casimiro en el Casablanca, agradeció el detalle con amplio arqueamiento de cejas.

—Son de coco y zanahoria —dijo la chica. Tenía una de esas voces suaves, que parecen estar pronunciando siempre la palabra «melocotón», la palabra «mirada».

Monroy se fijó en que tenía la mirada limpia. Daba la impresión de intentar realmente que la gente se sintiera a gusto en el local. Y no solamente por la buena marcha del negocio, sino porque eso resultaba equilibrado. Hay gente así, pensó; gente a la que le gusta que quienes la rodean se sientan bien. Por desgracia hay poca. Pero la hay.

Monroy se acordó de Paula, que debía de acercarse ya a aquella edad. Y deseó, instintivamente, que Paula se hubiera convertido en alguien así: una persona abierta y amable; una de esas personas que enarbolan el infalible déjame entrar de una sonrisa sincera, con una de esas voces suaves que parecen acariciar cada palabra que pronuncian. Hacía ya años que no veía a Paula. Lo último que había sabido de ella era que se había orlado. Y eso lo había averiguado en una revista de ecos sociales que el periódico local entregaba como suplemento los sábados. Allí, perdida entre las noticias de galas benéficas y entregas de trofeos de golf, Gloria había descubierto la foto de Paula junto a Ana Mari y su padrastro, García Medina (que debía de ser, por supuesto, quien se había encargado de que aquel pasquín cubriera la noticia). A Monroy, aunque jamás lo reconocería, le dolió bastante enterarse así de que su hija se licenciaba. Pero hay caminos de una sola dirección, y uno de ellos es el que nos separa de aquellos a quienes amamos. Y también hay muros muy altos, como el que García Medina y Ana Mari
[2]
habían alzado en torno a Paula.

Sintió que se entristecía por momentos. Hay que ver lo blandengue que te estás volviendo, viejo, se dijo. En dos minutos has pasado de la sonrisa de esa chiquilla a compadecerte de ti mismo. Si no lo solucionaste cuando debías, ya no hay solución. Ahora ya estás montado en la bicicleta, así que jódete y pedalea.

Se endulzó las penas mojando la galleta en el cortado, apuró lo que quedaba en dos sorbos, puso dos euros sobre la barra y no esperó por el cambio.

6

E
l despacho estaba en la tercera planta del edificio, y la luz entraba a paletadas a través de los dos ventanales que casi cubrían la pared que daba a la fachada. Cuando el abogado le hizo pasar al interior, Monroy casi no reparó en los anaqueles atestados de libros de Derecho ni en el escritorio, porque su atención se desvió enseguida hacia el sofá de terciopelo azul y la mujer sentada en el extremo más cercano a las ventanas, que en ese momento dejaba sobre la mesita de cristal una taza de café ya vacía y manchada de carmín.

El embajador le ofreció el sillón de orejas que estaba situado enfrente y se la presentó como Melania Escudero. Ella no se levantó. Esperó a que el recién llegado tomara asiento y le tendió la mano blandamente, soltándole un «Tanto gusto» en el que se notaba que no le agradaba que la hicieran esperar. Es una dama, o algo muy parecido a una dama, pensó. Pantalones y chaqueta grises de ejecutiva, camisa de seda beige, una alianza de oro y un colgante con un camafeo a juego con los pendientes, el cabello liso con mechas rubias (quizá había ido a la peluquería ese mismo día); su maquillaje no era excesivo, aunque tampoco inexistente, sobre todo en torno a los profundos ojos azules y los labios, todavía carnosos, en cuyos pliegues comenzaban, no obstante, a notarse levemente los surcos de la edad. Seguro que antes parabas el tráfico, cariño; ahora solo lo ralentizas, le dijo Monroy con la mirada mientras con la boca le decía que el gusto era suyo.

Suárez Smith se sentó junto a la mujer y preguntó a Monroy si le apetecía tomar un café. Contestó que ya había tomado, que prefería que pasaran directamente al trabajo. Hubo un rápido cruce de miradas entre clienta y abogado e, inmediatamente, la mujer preguntó a bocajarro:

—¿Está usted casado, Eladio?

—Lo estuve —respondió Monroy.

—Yo también. Me casé muy joven, con un hombre fascinante. Era algo mayor que yo, un hombre extranjero que se dedicaba a los negocios y que me deslumbró. Era culto, inteligente, experimentado. Lo que antes solía denominarse «un hombre de mundo». Yo era casi una niña y me quedé atrapada entre las telarañas del amor. Usted sabrá lo que es eso.

Monroy captó inmediatamente el tono. Adivinó que la mujer llevaba mucho tiempo preparando ese parlamento que ahora recitaba casi palabra por palabra, melodramático y recargado como si se lo hubiera redactado la mismísima Danielle Steele. No obstante, él no deseaba asistir a la representación. Cuando le apetecía teatro, iba a la taquilla y pagaba. Y hoy no le apetecía, así que miró el reloj, se frotó la frente con los dedos de su mano derecha y bostezó ostensiblemente, mostrando los molares posteriores. Melania Escudero le odió por su insolencia.

—¿Le aburro, Eladio?

—Profundamente, señora —le soltó él intentando que su voz sonara todo lo amablemente posible, dado el contenido del mensaje.

Se hizo un silencio digno de una película de Bergman; la mujer dejó colgar su mandíbula, asombrada ante la desfachatez de aquel matasietes, mientras que, por su parte, el abogado les miraba a ambos de hito en hito, sin tener la más remota idea de lo que podría ocurrir a continuación.

—No se ofenda, Melania. No me cabe la menor duda de que usted quiere a su marido y todo eso, pero me gustaría que fuéramos al grano y me dijera lo que quiere que haga, porque a lo mejor yo no soy el hombre adecuado y, cuanto antes lo averigüemos, mejor para usted y para mí.

Melania Escudero continuó guardando silencio. Buscó en su bolso y sacó un paquete de cigarrillos. Se puso uno en los labios y, antes de que el abogado lograse sacar su mechero, ya Monroy le había dado fuego.

—Gracias —dijo la mujer. Monroy notó que las manos le temblaban—. Tiene que comprender que no estoy acostumbrada a estas cosas.

—Bueno —repuso él en tono conciliador—, usted cuénteme en qué puedo ayudarla.

—Muy bien. Durante treinta años estuve casada con un empresario. Un gran empresario —aclaró—. Se llamaba Gustav Hossman. ¿Le suena el nombre?

A Monroy le sonaba. Había pasado más de una vez ante las oficinas del grupo Hossman en Mesa y López. Hossman era alemán y estaba metido en el sector de la construcción. Había muchas urbanizaciones en el sur de la isla con el logo de su empresa.

—No solamente aquí —intervino Suárez Smith—. En todo el Archipiélago. También en la Costa del Sol, en Cabo Verde, Marruecos, Tánger. Incluso al otro lado del charco El grupo Hossman era.

—En los últimos años la empresa creció mucho —resumió la clienta—. Gustav tenía algunos socios que inyectaron capital y, bueno, fue un buen negocio para todos Aún en estos tiempos de crisis, la empresa sigue a flote y saneada.


Crisis, what crisis?
—dijo Monroy pensando en que la crisis nunca afecta a quienes están realmente arriba.

—Exacto. En fin, todo eso no viene al caso. El asunto es que estábamos bien situados.

—Vale, hasta ahí todo bien —dijo Monroy—. ¿Cuándo empezó a ir no tan bien?

—Hace poco. En verano. Cuando mi marido falleció de un infarto. Entonces fue cuando me enteré de que en su testamento había sido incluida una mujer a quien yo no conocía.

Melania Escudero hizo una pausa, intentando impresionar a Monroy. Ignoraba que a él le impresionaban pocas cosas y que la infidelidad no se contaba entre ellas, pero lo adivinó enseguida por su cara de póquer. Después prosiguió.

—Supongo que esa mujer llevaba ya un tiempo viéndose con él. Que eran bueno, que eran.

—Amantes —sugirió Eladio.

—Sí, amantes, por llamarlo de alguna manera. —A Monroy no se le ocurría otra forma mejor, pero prefirió no interrumpirla—. El caso es que, en la lectura del testamento, descubrí que Gustav le había dejado una cantidad importante de dinero y las escrituras de un piso en La Minilla a una tal Laura Jordán Rodríguez. Es una mujer de unos treinta. Parece ser que artista. Así fue como debió de conocerla Gustav, porque él era muy aficionado al arte. Compraba a muchos artistas jóvenes y, a través de la obra social de la empresa, contribuía en lo posible a que el arte emergente En fin emergiera. Ya sabe.

Sí, Monroy ya sabía y lo dio a entender asintiendo.

—Tengo que reconocer que aquello me hizo mucho daño. Pero yo soy una mujer muy práctica, Eladio. Por otra parte, tanto el dinero como el piso eran migajas. Ese piso, por cierto, era uno que Gustav utilizaba cuando estaba de gestiones en la ciudad y no quería regresar a Mogán por la noche.

—Explíqueme eso —pidió Monroy.

—Verá: nosotros vivíamos en Mogán. Bueno, yo aún vivo allí. Pero la empresa tiene, también, una oficina aquí, en la ciudad. Una vez a la semana, si no estaba en el extranjero o en la Península por otros negocios, Gustav subía a echar un vistazo por la oficina y, más de una vez, se liaba con reuniones y cenas y le daban las tantas. Así que prefería no coger el coche y quedarse a dormir en el piso. O, al menos, eso era lo que me decía, porque ahora sé que lo que hacía era verse con ella.

—¿Cuánto tiempo duró eso?

—Pues, más o menos, los dos últimos años.

—¿Y, en dos años, usted nunca subió a Las Palmas?

—Sí, claro. Subo con bastante frecuencia.

—¿Y no iba al piso?

—¿Para qué? Yo tengo mi propia casa, en El Rincón.

—Vamos a ver si lo entiendo: cuando usted venía a la ciudad, usted y Gustav se quedaban en El Rincón. ¿Es así?

—No. Me quedaba yo sola.

—O sea, que el matrimonio ideal no era tan ideal.

Melania Escudero hizo un gesto de disgusto.

—Digamos que, en los últimos años, no.

—Así que la sorpresa cuando lo del testamento no sería tanta, supongo. Usted ya se olería algo, ¿no?

Melania Escudero chasqueó la lengua y se dio por vencida.

—Entre Gustav y yo las cosas ya no funcionaban. Hacíamos lo que podría llamarse vidas separadas. Aunque nos llevábamos bien. Él era un hombre muy civilizado y yo, como estará usted comprobando, puedo ser bastante razonable. Yo no me metía en su vida y él no se metía en la mía.

—Empezamos a entendernos.

—Pues a ver si conseguimos hacerlo del todo —le clavó la mujer, un poco harta de la chulería innata de Monroy—. La cosa es que a ese piso llevó mi marido, y en ese piso se quedó, algo que no era suyo, sino mío.

Se calló unos momentos y empezó nuevamente a buscar algo en su bolso. La tarde emitía sus últimos estertores y Suárez Smith aprovechó la pausa para encender la luz. Bañado por los halógenos, el rostro de la viuda le recordó a Monroy, nunca sabría por qué, una lustrosa tarima de parquet flotante. En ese momento, la mujer sacó una foto y se la entregó. Monroy la observó. En ella había un sesentón de cabello blanco perfectamente peinado y vestido con un traje azul marino y, probablemente, caro. El hombre (reloj de platino, anillo de oro, gafas de monturas al aire) estaba sentado a la mesa de su despacho. Evidentemente, se trataba de una foto de promoción corporativa. Sobre la mesa había un juego de escritorio de piel, un marco plateado con un retrato de quien debía de ser Melania Escudero (la foto no era demasiado grande, pero se sospechaba a la señora de ahora en aquella joven rubia) y una caja labrada de madera oscura, probablemente de ébano, que debía de hacer las veces de cigarrera. A este objeto fue, precisamente, al que la mujer se refirió a continuación.

—¿Ve esa cajita, Monroy?

—La veo.

—Esa caja tiene su historia. Yo no procedo de una familia excesivamente bien situada. Mi padre, que en paz descanse, trabajaba en una imprenta y mi abuelo era ebanista. Esa cajita la hizo mi abuelo y se la regaló a mi padre el día de su boda. Mi padre la guardó siempre como oro en paño. Y, cuando yo me casé, se la regaló a Gustav con todo el cariño del mundo. Él no podía aportar mucho a la boda, y ni falta que hacía. Pero yo era su única hija y quiso demostrar a Gustav que le apreciaba, regalándole esa caja. Se suponía que debía pasar a la siguiente generación. Pero ahí se equivocó, porque Gustav y yo no tuvimos hijos. Como comprenderá, para mí tiene muchísimo valor. Valor sentimental, entendámonos.

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