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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Los tipos duros no leen poesía (8 page)

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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—Sí, pero
mala
suerte.

—Muy gracioso. A ver, cuenta.

—No estaba en la casa. No había nadie. La hubiera forzado para entrar, pero ese no era el plan. De todos modos, estuve esperando, por si llegaba.

—¿Y llegó?

—Sí, pero hace un momento. No me pareció buena hora para intentarlo.

—Hiciste bien. Se hubiera olido algo raro.

—Lo intentaré mañana otra vez, a media mañana. Pero, si no está, ¿te parece bien que fuerce la entrada?

Monroy meditó unos segundos.

—No. Aún no. Déjalo estar por el momento. Hablamos mañana —dijo antes de colgar.

Monroy no sabía que, mientras él dejaba el libro en su sitio, el Ministro introducía más monedas en la cabina.

13

E
l hombre grande no acababa de sentirse cómodo, pese a que su vecina de asiento había retirado el brazo izquierdo para que él pudiera apoyar el derecho. La miró de reojo, aprovechando que ella dormía. Era una mujer menuda, de unos cincuenta años, de cabello teñido y gran tomo de novela histórica sobre el regazo. El hombre miró en dirección contraria, por la ventanilla, y vio ración y media de nubes con sospechas de Atlántico. El hombre grande temía a muy pocas cosas. Volar no era una. Morir tampoco. Morir ahogado sí.

Solía tener un sueño recurrente, en el cual los peces iban comiéndose los ojos de su cadáver hinchado y tumefacto, mecido por las corrientes de una repugnante nada negra. Ahora miraba aquel mar y se sentía como el Roquentin de la novela de Sartre, sabiendo que la naturaleza no es una madre, sino una enemiga, que lo que todos toman por constancia solo tiene hábitos y puede cambiarlos mañana, que poner nombre al mar o poner nombre a una gaviota, no supone dominarlos, sino crear un simulacro de orden que nos permita sobrevivir al caos.

La mujer se había despertado e intentaba retomar el hilo de la novela de Matilde Asensi. El hombre grande abrió su Gil de Biedma. «No es el mío este tiempo», leyó.

El hombre grande tenía una relación muy extraña con la poesía. No acababa de entender muchas de las cosas que leía, pero los versos, especialmente algunos, le parecían hermosos como muchachas quinceañeras a las que contemplara sin asomo de lujuria, sencillamente fascinado ante su belleza. Leía libros de poemas desde la mili. Alguna vez los compañeros se burlaron de él y por eso se acostumbró a disfrazar sus libros con fundas de novelas de suspense o con ejemplares atrasados de
El Jueves
.

Cuando leía poesía ya no era el hombre grande. Se sentía blando y solo, pero amo de una ternura inasible que le dolía y le reconfortaba al mismo tiempo. «Y aunque tan mío sea ese latir de pájaros / afuera en el jardín, / su profusión en hojas pequeñas, removiéndose / igual que intimaciones / no dice ya lo mismo». Tampoco le decía ya lo mismo a él todo aquello que hacía para Santos y otros tipos similares. Estaba cansándose de amedrentar a la gente, de ser un matón del tres al cuarto al servicio de cualquiera que pudiera pagarle. Al fin y al cabo, había ganado lo suficiente como para no tener que continuar haciéndolo. Cumpliría con este encargo, quizá con alguno más. Pero luego, posiblemente, lo dejaría. «Amanece otro día en que no estaré invitado / ni a un momento feliz». La última vez que el hombre grande fue feliz, acababa de amanecer en su ático, era domingo por la mañana y Elisa dormía aún, mostrando sus hombros finos, su espalda pálida, sus cabellos rojizos y rizados desplegándose sobre la almohada. De eso hacía mucho. Casi seis años. No había vuelto a saber de ella desde hacía cuatro. Tal vez ella sí era feliz allá, en Irlanda, adonde se había empeñado en largarse. Tal vez en este mismo instante estuviera en la cama de otro, mostrando su espalda para otro. Le dolió profundamente este pensamiento y prefirió recordarla tal y como era con él. Habían compartido, entre otras cosas, el amor por la poesía. Ella prefería a Benedetti, a Octavio Paz, a Gelman, pero entendía bien la debilidad del hombre grande por Pepe Hierro, por Ángel González, por Joan Margarit.

Aquella debilidad continuaba siendo un secreto; el hombre grande se reía al imaginar la cara que pondría Santos si le viese leyendo aquel libro, siguiendo con los labios cada palabra. «Ni un arrepentimiento / que por no ser antiguo (aquí venía algo en francés que él no conseguía entender) / invite de verdad a arrepentirme con algún resto de sinceridad».

Decidido: dejaría el oficio en cuanto pudiera. Y podría pronto. La pregunta era: para qué. Elisa ya no estaba. Se había ido a Irlanda. En principio para estudiar. Luego había decidido quedarse. Y él era demasiado mayor, demasiado poco ingenuo para esperar que ella le esperara. Sí, lo dejaría, pero ya no había Elisa, ni nadie como Elisa que viera en él algo más que un hombre grande.

El comandante anunció que iniciaban la maniobra de aproximación al aeropuerto de Gran Canaria. La mujer de al lado se ajustó el cinturón, cerró los ojos y el libro. El hombre grande, antes de dejar el suyo, leyó el último verso del último poema:

«De la vida me acuerdo, pero dónde está».

* * *

En su trabajo no resultaba conveniente ser demasiado ostentoso, pero tampoco era imprescindible alojarse necesariamente en cuchitriles. Después de todo, debía aparentar ser lo que deseaba que se creyese que era: un solitario viajero pequeñoburgués. Por eso alquiló un automóvil de gama media (un Volkswagen Touran) y tomó una habitación en el Hotel Fataga, donde se había hospedado en otra ocasión con aquella misma identidad. Pese a que la viuda de Hossman vivía en Mogán (había localizado el lugar exacto) y los negocios del alemán estaban repartidos entre ese municipio y otros cercanos, su oficina principal estaba en la capital, en la calle Mesa y López. Por último, estaba el piso que le había montado a su querida, una tal Laura. Así que sería mejor parar en aquella zona de la ciudad, aunque no fuese su preferida.

En otras estancias en la isla, el hombre grande había dispuesto de algunos días libres que había aprovechado para hacer turismo y había visto paisajes que le habían dejado sin habla: en las cumbres del Centro, en las medianías del Norte, en los barrancos del Sur. Y, en la propia ciudad, prefería la zona de la ciudad antigua, Vegueta, o la de la playa de Las Canteras a esa calle bulliciosa y anodina dominada por la presencia de los comercios.

Sin embargo, esta vez no tenía tiempo de hacer turismo: había venido a trabajar. Comenzó a hacerlo nada más entrar en la habitación. Desenfundó su portátil, se conectó a Internet y comprobó los itinerarios desde el hotel hasta la oficina de Hossman, hasta su piso de Siete Palmas, hasta la casa de Mogán, hasta sus hoteles en Pasito Blanco, en Arguineguín y en Maspalomas. Por último, comprobó la dirección del abogado de Hossman. Probablemente no tendría que hacer todos esos recorridos, pero prefería estar preparado.

Luego deshizo la maleta, se dio una ducha y se vistió con unas bermudas, un polo y unas zapatillas deportivas. Se miró al espejo y descubrió en él al perfecto turista. Comprobó que en la mochila llevaba todo lo necesario y extrajo de ella la navaja. Era una navaja de monte, de empuñadura ergonómica, idónea para cortar correajes, más bien pequeña e inofensiva, pero que podía resultar lo suficientemente peligrosa en las manos adecuadas. Y las suyas lo eran. La metió nuevamente en la mochila, confiando en no tener que utilizarla. Entraba en lo posible que las cosas pudieran arreglarse sin necesidad de llegar a las manos.

Antes de apagar el ordenador, envió a Santos un correo electrónico en el que decía:

«He llegado a LP. Hoy veré a nuestros amigos. Estaré localizable en el móvil».

Miró el reloj y consultó el horario del comedor del hotel. Aún tenía tiempo de llegar a la cena. Pero primero marcó en el teléfono móvil el número de Melania Escudero. Cuando la mujer preguntó quién era, el hombre grande dejó oír su voz aguda y cavernosa:

—Melania, usted no me conoce, pero yo a usted sí. Mi nombre es Horacio y trabajo para unas personas a las que su marido debe dinero.

Un silencio helado se instaló en la línea. Él lo interpretó como una señal de que había utilizado las palabras adecuadas. Imaginó a la mujer palideciendo, con un temblor incontrolable invadiéndole las manos. Decidió que el silencio ya había durado lo suficiente, que la mujer estaría comenzando a recobrarse del primer golpe y se encontraría a punto de encontrar fuerzas para responder, así que prosiguió hablando:

—Ya sé que usted ha dicho al socio de su marido que va a devolver hasta el último céntimo, pero esto está tardando demasiado. Mis amigos se impacientan.

—El problema es que no tengo el dinero todavía.

—Ese es precisamente el problema: que no lo tiene
todavía
.

—Hasta ahora no he sabido dónde estaba.

—¿Y ahora sí lo sabe?

—Voy a averiguarlo esta misma noche.

—Caramba, qué casualidad. Tantas semanas esperando y ahora, nada más llegar yo a Gran Canaria —Horacio hizo un inciso—. Ah, sí, no se lo había dicho: estoy aquí, a un rato en coche de donde está usted ahora mismo. Pues, como le decía, ahora resulta que justo esta noche va a enterarse de dónde está el dinero. No sé si creérmelo.

—Es la verdad. Si me llama esta noche, puede que.

El hombre grande la interrumpió:

—Haremos una cosa: mañana por la mañana iré a su casa y arreglaremos esto como personas civilizadas.

—Pero aún no tendré el dinero, solo.

—Me da igual lo que tenga. Pero mañana mismo arreglaremos este asunto. Procure que salga contento de esa visita y usted también podrá estar tranquila. Si no, ocurrirán cosas desagradables.

Volvió a hacerse una pausa eterna que, de nuevo, fue quebrada por la voz del hombre grande.

—Mañana a las diez. En su casa de Mogán.

—Está bien —se limitó a decir Melania Escudero—. A las diez.

—Y, Melania, hágase un favor a sí misma: no intente darme esquinazo. Conocemos todos los sitios en los que podría intentar esconderse.

—Estaré aquí, no se preocupe. Yo también quiero solucionar esto.

—Ese es el espíritu. Si juega bien sus cartas, mañana será la primera y última vez que me vea.

No esperó la respuesta a sus últimas palabras; con brusquedad eficiente, cortó la comunicación. Se sentía satisfecho. Era probable que realmente Melania Escudero estuviera a punto de localizar el dinero. Hubiera podido concertar el encuentro para esa misma noche, pero volar le cansaba. Ahora prefería cenar, quizá dar un paseo hasta la playa, acaso tomar una copa antes de volver al hotel y relajarse leyendo o viendo la tele.

Justo cuando iba a salir de la habitación, sonó su móvil. Era Santos.

—¿Qué hay? —preguntó, ansioso.

—Voy a verme con ellos mañana por la mañana. Parece que esta noche localizarán el dinero.

—Espero que sea así, porque me acaba de llamar el Indio.

—¿Y?

—Y ha mandado a su gente para allá. Intenté convencerle, pero sus socios le están apretando las clavijas y se ha puesto nervioso.

—Eso puede complicar las cosas. ¿Es cosa seria?

—Si no lo es, al menos lo parece. Por lo que entendí, van en el yate del Indio. Desde Puerto Banús. Creo que zarpan esta noche.

—Eso quiere decir que tardarán al menos dos días.

—Lo que no comprendo es por qué no han tomado un avión.

—Es fácil entenderlo. En avión no hay manera de pasar con artillería.

—Vaya No había caído en ese detalle.

—Intentaré amoldarme a la nueva situación. Puede que si soluciono el asunto mañana, la sangre no llegue al río.

—Ojalá sea así. Los del Indio son unos imprudentes. Si se comportan ahí como suelen hacerlo en otros sitios, acabarán por hacer saltar todo el asunto.

El hombre grande recordó que estaban hablando a través de un teléfono móvil y pensó que ya habían dicho demasiado.

—Llamaré con lo que sea. Hasta mañana.

El hombre grande había visto el yate del Indio. Había estado en él en dos ocasiones, escoltando a Santos. También había visto a los hombres del Indio. Mexicanos del norte, con demasiada grasa, sangre demasiado caliente y cabezas demasiado llenas de basura. Les gustaba portar armas y mostrarlas a la mínima ocasión, esgrimiendo una agresividad que por momentos conseguía ocultar su miedo.

En una de las visitas al yate, con motivo de una reunión amistosa entre Santos y el Indio, uno de ellos, a quien llamaban Tacho, se le había enfrentado sin necesidad, solo por hacer el gallito. Él y otros dos matones le habían invitado a tomar una cerveza mientras sus jefes conversaban. En algún momento, Tacho hizo alusión a la proporcionalidad inversa entre la estatura y el tamaño del pene de un hombre. El hombre grande le respondió mostrándole la espalda y el pollo se picó. Le había ninguneado ante dos de sus compañeros. Enseñó la culata de un revólver que llevaba encajado en el cinturón (el hombre grande reconoció un .38 de 6 pulgadas, sin seguro) e insultó a la madre del hombre grande. El hombre grande, aunque no se sintió ofendido por el matasietes, decidió que no convenía dejarse comer el terreno. Se limitó a cogerlo por la oreja y alzarlo del suelo, mientras con la otra mano le sacaba el revólver del cinturón, lo amartillaba y le ponía el cañón en la nariz de un solo movimiento. Sus compinches se alarmaron y reaccionaron, cada uno, de modo diferente. Uno de ellos desenfundó y le apuntó; el otro intentó poner paz. Santos y el Indio, sentados en popa, interrumpieron la reunión y se les quedaron mirando, expectantes.

El hombre grande, haciendo caso omiso a la pistola que le apuntaba, se dirigió a Tacho, hablando muy lentamente y con serenidad.

—Hay mil motivos para morir, pero el que yo sea más grande que tú no es uno. Aunque, si quieres morir, a mí me da lo mismo. ¿Quieres morir?

—No te hagas —dijo el otro—. Era broma, hombre.

—Te pregunto si quieres morir.

Tacho, alzado de puntillas por la oreja, con el cañón de su propio revólver presionándole la aleta de la nariz y el aliento del hombre grande sobre su cara, acabó diciendo:

—No. No, hombre. Yo.

El hombre grande soltó la presa de la oreja, alzó el cañón del revólver y volvió a situar el percutor en su posición inicial. El otro guardaespaldas también bajó el arma.

Entonces, el hombre grande le entregó el revólver al tercero, al que había intentado tranquilizarle.

—Dáselo cuando me vaya. Si se lo guarda ahora, se le puede mojar.

Todos miraron a los pantalones del matón, por una de cuyas perneras fluía el orín, formando un charco a sus pies.

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