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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (35 page)

BOOK: Malditos
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Lucas balanceó las piernas y se acomodó entre los cojines y las almohadas. Helena se quedó de piedra. Su mayor anhelo era pasar la noche a su lado, observando cada parte de su perfecto cuerpo, pero no podía dejar de lado lo que acababa de contarle.

—¿Descendiste al Submundo? ¿Cuándo? ¿Cómo? —preguntó tratando de no chillar.

—El sábado por la noche. Ares me vio escondiéndome en aquel campo de esqueletos y habló conmigo. Yo era el otro «diosecillo», ¿te acuerdas?

Entonces distraje a los monstruosa Cerbero cuando empezó a perseguiros.

—¿Eras tú el que canturreaba el estilo tirolés? —preguntó Helena, incrédula—. Espera, ¿Cerbero es hembra?

—Sí —confirmó—. Yo era el que cantaba en falsete y Cerbero es una loba.

Ahora ve a la ducha. Yo estaré aquí.

—Pero…

—Date prisa —apremió—. He tenido que esperar a que te alejaras de nuestra familia para traerte esto, pero no puedo soportar verte tan enferma y desmejorada.

Helena salió como una flecha hacia el cuarto de baño y a punto estuvo de lavarse a boca con jabón y cepillarse la cara con pasta de dientes. Le temblaba todo el cuerpo. Se desvistió, se duchó, se pasó el hilo dental y se desenredó el pelo en cuestión de segundos antes de ponerse un pijama limpio y volver pitando hacia su habitación.

Lucas seguía allí, tal y como había prometido, y las dudas de Helena se evaporaron. Aquella forzada separación había llegado a su fin y, con ella, también los gritos y las malas caras.

—Oh, qué bien. No estoy alucinando —dijo, medio en broma—. Ni soñando.

—Pero tienes que soñar —recalcó en voz baja desde la cama, contemplándola.

La muchacha negó con la cabeza.

—Esto es mejor —admitió—. Aunque pueda matarme, pasar la noche en vela para verte tumbado en mi cama supera cualquier sueño.

—No tendrías que decirme ese tipo de cosas —le recordó Lucas.

Cerró los ojos durante un segundo. Helena se mantuvo impasible en el umbral de la puerta. Cuando Lucas abrió los ojos, sonrió con decisión y levantó la colcha, invitándola así a entrar. Ella corrió hacia la cama y se metió debajo de las sábanas. Estaba feliz. Le daba lo mismo si aquello estaba bien o mal. Se estaba muriendo, razonó, así que: ¿no debería al menos morir feliz? Apoyó la espalda sobre el colchón y extendió los brazos hacia él, pero Lucas le acarició el rostro con la palma de sus manos y le ayudó a incorporarse. El joven cernió sobre ella, por encima del cubrecama y después se sentó sobre sus piernas dejándola así inmovilizada.

—Esto es un óbolo —comentó mostrándole una pequeña moneda de oro—. Nosotros, los vástagos, los colocamos bajo las lenguas de los seres queridos que han fallecido antes de quemar sus cuerpos en la pira funeraria. El óbolo es el dinero que utilizaban los muertos para pagar a Caronte, el banquero de Hades, encargado de guiar a las sombras errantes de los difuntos, para cruzar el río Estigio y entrar en el Submundo. Pero este óbolo es especial, además de ser muy poco común. No se creó para ser entregado al banquero, sino a otro morador de las tierras penumbrosas.

Lucas alzó la moneda para que Helena pudiera observarla con claridad. En una cara distinguió estrellas y en la otra el dibujo de una flor.

—¿Es una amapola? —preguntó ella, esforzándose para recordar dónde había visto aquella diminuta moneda dorada. De repente, pensó en el titular de un periódico—. ¡Las robaste del Getty! ¡Lucas, asaltaste un museo!

—Por eso no quiero que mi familia se entere de que estoy aquí, probando esto. Pero tú sabes cuál es mi verdadera razón…., prima —musitó Lucas.

Sin que se lo esperara, el joven se inclinó hacia ella y le rozó la mejilla con los labios, pero sin besarla. Era como si intentara olfatearla. Sentir los labios cálidos y carnosos de Lucas tan cerca hizo que se estremeciera.

Helena sabía exactamente por qué tenía que ocultar aquel propósito a su familia. Robar un puñado de monedas de oro no era nada comparado con la inmortalidad de estar juntos, tumbados sobre su cama. En cierto modo, sabía que debería sentirse incómoda al estar acurrucada juntó a él, pero, por lo visto, no era capaz de convencer a su cuerpo de que Lucas formaba parte de su familia; su primo hermano. Matt era como su hermano. Orión era alguien nuevo y extraño, pero tan intenso que a veces resultaba peligroso. Pero con Lucas se sentía bien. Si los demás hombres eran casas, Lucas era su hogar.

Estaba confundida. Le empujó con suavidad para apartarle y obligarle a mirarla. Necesitaba respuestas, pero no podía pensar con lucidez con su rostro tan cerca de ella.

—Lucas, ¿por qué los robaste?

—Este óbolo no es para Caronte. Se forjó para Morfeo, el dios de los sueños. Te transportará hasta la tierra de los sueños cuando te duermas.

—El mundo de los sueños y el mundo de los muertos están al lado —dijo Helena tras entender la razón que le había empujado a cometer tal delito—. Robaste esas monedas para seguirme hasta allí abajo, ¿me equivoco?

Lucas asintió con la cabeza y acarició el rostro de Helena.

—Existe una antigua leyenda que cuenta que si regalas a Morfeo un óbolo de amapola es posible que te permita visitar el mundo de los sueños «sin despegarte de tu cuerpo». Imaginé que si le ofrecía un trato, me dejaría cruzar sus tierras para adentrarme en el Submundo. No sabía si funcionaría, pero ¿qué otra opción tenía? Cuando te vi el sábado por la noche en el pasillo…

—Saltaste por una ventana —recordó Helena.

Al darse cuenta de que ella había actuado exactamente igual con Ariadna, esbozó una sonrisa llena de comprensión.

—Para robar los óbolos —justificó con otra sonrisa—. Sabía que estabas enferma y, obviamente, alejarte de mi vida no había servido para nada. No podía quedarme de brazos cruzados y ver qué ocurría. Tenía que bajar al Submundo y averiguar qué estaba sucediendo, Orión me pilló siguiéndoos y descubrió, por sí solo, quién era. Y no tardó en deducir, aunque sin acertar del todo, cómo había logrado entrar en el Submundo.

—¿Sin acertar del todo? —preguntó Helena.

—Supuso que, al ser hijo de Apolo, tenía algo que ver con la música. No fue una mala hipótesis —admitió Lucas con cierta envidia.

—Tienes una voz preciosa, es cierto —opinó Helena. Quería que Lucas continuara hablado, solo para poder escuchar su voz y retenerle junto a ella todo el tiempo que le fuera posible—. Pero ¿por qué música?

—En un principio, Orión intuyó que imitaba a Orfeo. El dios persiguió el espíritu de su esposa fallecida al Submundo creyendo que, con sus cantos, la devolvería a la vida. Pero después relacionó los óbolos robados conmigo y cambio Orfeo por Morfeo y adivinó cómo lo hice. Después me explicó por qué estabas enferma y me pidió que intentara esto —explicó Lucas. Al ver cómo hablaba Orión, Helena sospechó que se habían cruzado más que mensajes de móvil—. Es una tipo listo.

—¿Qué? ¿Os habéis hecho mejores amigos? —preguntó alzando las cejas.

Lucas tragó saliva, como si el comentario le hubiera dolido en el alma.

Inquieta, Helena alargó el brazo y le acarició la mejilla, tratando así de ahuyentar la tristeza que se había cernido sobre Lucas.

—Le respeto. A pesar de no obedecerme —dijo con una voz áspera y severa—. Es hora de irte a dormir.

—No estoy cansada —protestó enseguida.

—¡Estás agotada! Nada de discusiones —amonestó con seriedad, aunque su mirada juguetona le traicionaba—. Pídele a Morfeo que te devuelva tus sueños. Fue muy amable conmigo y no me cabe la menor duda de que, si está en sus manos, te ayudará.

—¿Te quedarás? —preguntó Helena mirándole con detenimiento—. Por favor, ¿te quedarás aquí conmigo?

—Todo el tiempo que pueda aguantar —prometió, tiritando de frío—. Nunca me resfrío, pero, ¡maldita sea!, esta habitación es un cubito de hielo.

—¿De veras? —dijo con sarcasmo y poniendo los ojos en blanco—. Acércate para darme calor.

Lucas soltó una carcajada y meneó la cabeza.

—No sé qué voy a hacer contigo.

Sin meterse debajo de las sábanas, dejó que Helena adoptara una postura más cómoda para dormir y se colocó a su lado. Cruzó los brazos de la chica sobre el pecho y le alisó el pelo. La miró con intensidad.

—Abre la boca —susurró.

Helena notaba que temblaba y observó una miríada de emociones en su rostro mientras colocaba la moneda de oro bajo su lengua. El óbolo seguía cálido por la temperatura de su cuerpo, aunque el sabor era un tanto salado. Pero el peso de la moneda en la boca resultaba reconfortante.

Lucas alargó el brazo y, con sumo cuidado, le cerró los párpados. Sin apartar la mano de sus ojos, Helena sintió los labios del joven rozándole la mejilla y un suave murmuro:

—No dejes que Morfeo te seduzca…

Al abrir los ojos vislumbró un cielo abarrotado de estrellas titilantes y unos enormes pedazos de seda tintada a su alrededor. Estaba en el interior de una tienda de campaña sin techo que solo contaba con unas ondulantes paredes de sábanas escurridizas y oscuras que parecían respirar al ritmo de la brisa que soplaba. Entre las ringleras de telas se hallaban dos columnas dóricas talladas de un mármol color perla negra. Un sendero de lucecitas que se cernía en la atmósfera nocturna serpenteaba entre los distintos pasillos. Helena se aproximó a una de esas velas incandescentes y, al mirarla más de cerca, se percató de que parecían diminutas llamas que ardían dentro de una burbuja iridiscente.

La hierba que crecía bajo sus pies estaba cubierta de un manto de amapolas que se mecían al son del viento. A pesar de estar oscuro, podían notar el fresco rocío de las flores y distinguir el polen dorado que centelleaba en el interior de los capullos del mismo rojo que la sangre.

A una docena de pasos del lugar donde había apareció en aquel mundo nocturno, unas sábanas de seda y unas voluminosas almohadas de color gris marengo, azul de medianoche y lila oscuro se esparcían por encima de la cama más lujosa y gigantesca que Helena jamás había vito. Las estrellas titilaban en la bóveda celeste y, desde lejos, daba la impresión de que el montón de capas de seda también parpadeaba, como si fueran centelleantes mareas negras bajo la luz de la luna. Un par de brazos blancos como el marfil seguidos por el pecho desnudo de un hombre aparecieron de entre la hilera de telas oscuras. El desconocido extendió la mano para saludar a la recién llegada.

—He estado llamándote, Bella. Me alegra que al final hayas venido —dijo. La voz resultaba familiar—. Bella y Sueño. La Bella Durmiente. Fuimos hechos el uno para el otro, ya lo sabes. Todos los relatos así lo afirman.

Acompáñame y recuéstate conmigo en la cama.

Aquel tono juguetón era contagioso y, sin apenas darse cuenta, Helena se acomodó en el borde de la cama. Había algo en aquella voz que le parecía tan tranquilizador y dulce que intuyó que era el alma más tierna y amable de este y de todos los universos.

Bajó la mirada y reconoció a Morfeo, el dios de los sueños, acomodado en el descomunal lecho. Tenía la tez más blanca que Helena había visto y lucía una cabellera brillante y ondulada de color negro azabache. Las articulaciones parecían estar talladas con delicadeza y, atados a la cintura, llevaba unos pantalones de pijama de seda de un color vino tan intenso que, al igual que todos los colores de aquel palacio durmiente, rozaba el negro, pero sin llegar a serlo.

Morfeo desvió la mirada hacia Helena y la joven quedó embobada al ver aquellos ojos azules tan peculiares. Fácilmente podían confundirse con dos gotas de mercurio líquido. El dios de los sueños se acurrucó en las oscuras, pero no negras, sábanas de seda. «Pues sobre las alas de esta aparecerás más blanco que la nieve recién caída sobre las plumas de un cuervo», pensó Helena al ver el contraste de su piel con la tonalidad de las sábanas. Se preguntó dónde había escuchado esos versos. Fuese quien fuese el autor, se dijo, seguramente habría pasado muchas noches en vela junto a Morfeo.

—Es tu voz la que he estado escuchando en mi cabeza, pequeño entrometido —se mofó Helena mientras sonreía a aquel hombre medio desnudo—. Pensé que me estaba volviendo loca.

—Así era, Bella. Por eso podías escucharme con tal claridad. Te llamé una y mil veces, pero me ignorabas, así que al fin desaparecí. Ahora, acércate y acomódate —dijo con aire seductor mientras le ofrecía una de sus manos, blancas como la leche—. Hace tanto tiempo que no te tengo entre mis brazos.

Helena no se lo pensó dos veces. Aunque era la primera vez que se encontraba con aquel dios, sentía que lo conocía desde siempre. Después de todo, había pasado cada noche de su vida entre sus brazos. Morfeo lo sabía todo sobre Helena. La joven no habría podido ocultarle ningún secreto, por muy perverso que fuera, pero aun así seguía queriéndola o eso parecía. En la mirada de Morfeo se reflejaban las miles de estrellas que adornaban el cielo; por el modo en que observaba cada uno de sus movimientos, Helena sabía que la adoraba.

Sonrió aliviada y deslizó la mano sobre la palma de Morfeo. Dejó caer la cabeza sobre el suave y terso pecho del dios y soltó un suspiro. Notó una oleada de serenidad que le recorrió todo su exhausto cuerpo y por fin los músculos de las piernas se relajaron. Por primera vez en varios meses, Helena descansó como es debido. Unos pocos segundos entre los brazos del dios le sirvieron para recuperarse del agotamiento que había sufrido durante las últimas semanas.

Ella percibió un sonido en el pecho de Morfeo, una especie de zumbido profundo que denotaba placer, y el dios comenzó a acariciarle el rostro.

Con sumo cuidado, le separó los labios y deslizó dos dedos bajo su lengua para coger su moneda.

—Pero no tenías que pagarme para venir a visitarme. Durante todas las horas que pasas con los ojos cerrados, antes o después de descender al Submundo, eres libre de soñar. Podrías haberte dejado arrastrar por cualquiera de las demás mentes durmientes siempre que así lo hubieras querido —dijo señalando a las brisas juguetonas que zarandeaban constantemente la tienda de campaña y que enredaban la larga y espesa cabellera del dios—. Aunque debo de admitir una cosa: prefiero que hayas venido también en cuerpo, no solo en alma.

—Pero no puedo venir a verte —protestó Helena, un tanto confundida—. Incluso cuando no desciendo al Submundo, no soy capaz de soñar.

—Porque tienes miedo de lo que encontrarás en tus sueños, no porque exista una fuerza externa que te lo impida. Te sientes tan culpable por lo que deseas que ni siquiera te atreves a enfrentarte a ese sentimiento mientras duermes.

BOOK: Malditos
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