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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (31 page)

BOOK: Malditos
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Tratando de controlar el tembleque que le recorría el cuerpo, miró a su alrededor. Tenía la respiración agitada y con cada aliento despedía diminutas nubes de vapor. Toda la habitación estaba sumida en un frío glacial, pero alrededor de su cama la temperatura era inhumana. Cogió el reloj que tenía sobre la mesita de noche y tuvo que frotar la esfera para quitar la capa de hielo. En ese mismo instante el reloj marcó las 11.12.

Sintió que habían estado deambulando por el Submundo durante días, pero en el mundo real había cerrado los ojos apenas unos segundos antes y, sin embargo, estaba a punto de sufrir hipotermia. Definitivamente, el frío cada vez era peor. Se preguntaba si la próxima vez que descendiera su cuerpo quedaría congelado por completo.

Entonces dudó de si volvería a descender, ya que el propio Hades la había hecho desaparecer. El panorama no era muy prometedor.

Helena se levantó de la cama y cruzó la habitación para coger el teléfono, no tenía ningún mensaje de Orión. Supuso que aún no habría regresado de la cueva. El tiempo no avanzaba allí abajo, así que el chico debía entrar y salir del Submundo en un abrir y cerrar de ojos, sin importar las horas que había «pasado» al otro lado. Confiaba en que hubiera podido permanecer en el jardín un segundo más, el tiempo suficiente para escuchar lo que Perséfone tenía que decir. Su única esperanza era que Orión hubiera conseguido lo que, evidentemente, ella había estropeado.

Empezó a tiritar de un modo más violento. Se dio cuenta de que tenía que salir de esa habitación lo antes posible para intentar entrar en calor. Se acordó de la lección de Héctor en la playa, justo después de haber intentado ahogarla en el océano. Aunque Helena era inmune a toda arma, no era invencible y, sin duda, el frío extremo podría acabar con su vida.

Trató de hacer el menor ruido posible al abrir la puerta. Asomó la cabeza para echar un vistazo al pasillo. Por suerte, su padre seguía mirando la televisión en el piso de abajo. Cerró la puerta de golpe y tapó la ranura de la parte inferior de la puerta con un tope, para que su padre no notara el frío inverosímil que reinaba en su habitación. Desde lo alto de la escalera, le dijo a Jerry que pensaba tomarse una ducha antes de dormir y él respondió refunfuñando que debería cerrar los ojos de una vez por todas y descansar, pero no hizo ninguna pregunta ni puso objeciones.

Al entrar en el cuarto de baño, Helena se golpeó la frente con el teléfono varias veces, castigándose por la terrible metedura de pata que había cometido en el Submundo. No podía creerse lo estúpida que había sido.

Sin duda, el Hades no era el mejor lugar para debatir sobre como liberar a la reina cautiva, puesto que «el jefe» estaría escuchando la conversación. Y Helena había decidido amenazar abiertamente con arrebatarle la única cosa por la que sentía aprecio y cariño, su reina. ¡Qué tonta! Y ahora Helena estaba desterrada. ¿Cómo demonios se suponía que iba a cumplir su cometido si no podía descender?

Abrió el grifo del agua caliente y, mientras la bañera se llenaba reflexionó sobre su encuentro con Perséfone. Le sorprendía que Hades no hubiera intervenido de un modo u otro cuando Orión y ella charlaban sobre cómo liberar a las furias. Solo se plantó cuando Helena abrió su bocaza para prometer a su reina que la liberaría.

Se metió con sumo cuidado en la bañera, con el móvil en la mano y trató de olvidar su imperdonable error. Después suspiró y se sumergió por completo para intentar encontrar una solución. Mientras meditaba cómo descongelar su habitación antes de que su padre se enterara, el teléfono vibró.

«¿Estás despierta?», leyó.

«Dios mío, ¿escuchaste el nombre del río?», contestó Helena.

«¿De q estás hablando? Me pusieron de patitas en el mundo real cuando P dijo que te ibas a morir.»

«Ah. Pues hubo más —respondió ignorando por completo todo el tema de su muerte y con la esperanza de que Orión hiciera lo mismo—. Me dijo que tenía que dar a las furias agua del río… No escuché el nombre y, x cierto, también me echaron.»

«No está mal, listilla. Ya me encargaré de descubrir a qué río se refiere.»

«Espera ¿“tú” te encargarás? ¿Dónde ha quedado el “nos” encargaremos?»

«¿Qué parte de “no sobrevivirás” no pillaste?»

«Eso solo si no sueño.»

«¿No sueñas?»

«No cuando desciendo.»

«Entonces no volverás a descender.»

En opinión de Helena, Orión se había vuelto un poco mandón.

«NO es decisión tuya», respondió ella.

«NO pienso discutir», rebatió desafiante.

«Espera. No estás al mando de esto.»

«N-O. Ahora desaparece. Tengo que conducir.»

Durante diez minutos, Helena chapoteó en la bañera, murmurando para sí. Orión estaba cegado y se olvidaba de algo, un detalle que ella sabía que estaba ahí, pero que era incapaz de ver, todavía. Desesperada, intentó volver a sacar el tema de discusión con todo tipo de mensajes de texto.

Incluso le amenazó con volver a tumbarse para descender de inmediato al Submundo. Después de tal advertencia, Orión tecleó una respuesta larga, uno de esos mensajes que obligan al conductor a detenerse en el arcén para escribirlo: «Si vuelves a la cama, te prometo que iré nadando hasta Nantucket, patearé la puerta de tu casa y se lo contaré todo a Jerry. Así podrás explicarle con pelos y señales por qué quieres morir. Aléjate del Submundo. Hablo en serio».

Amenazarla con contárselo a su padre era un golpe bajo. En una ocasión le dijo que Jerry era como «una zona de tráfico aéreo restringido», y Orión había prometido que jamás violaría esa norma. Pero no tenía más remedio que admitir que, si verdaderamente estaba planteándose volver al Infierno, contárselo a su padre era la única forma de intimidarla y detenerla. Orión la conocía muy bien. Se preguntaba cómo lo había conseguido en tan poco tiempo. Esbozó una sonrisa bobalicona durante un instante y, en cuanto se dio cuenta del gesto, se obligó a cambiar la expresión. No soportaba que la gente le dijera lo que tenía que hacer pero le gustaba que Orión se preocupara por ella y tratara de darle buenos consejos.

«Da igual, no puedo descender —admitió tras una larga pausa en su intercambio de mensajes—. Hades me desterró y me echó de una patada del Submundo porque amenacé con sacar de allí a P. ¿Puedes volver a bajar?»

«Estoy casi seguro. ¿Estás desterrada? Vaya, vaya. No hay nada como ser un buen dios. Lo raro es que sea Hades.»

Sabía que Orión estaba preocupado por su seguridad, pero había algo que no encajaba. Helena empezó a teclear incluso antes de saber qué quería decirle. Por fin, su disperso cerebro averiguó por qué estaba tan molesta con el destierro de Hades y por qué había discutido con Orión de una forma tan beligerante.

«Pero recuerda la profecía. Soy la Descendiente, supuestamente la única capaz de deshacerse de las furias. Si no lo consigo, ¿cuánta gente más sufrirá? Jamás volverías a ver a tu padre», escribió con frenesí.

Helena se mordió el labio mientras le daba vueltas a si debía contarle todo lo que le estaba pasando por la cabeza.

«No podríamos volver a vernos. Y no creo que pueda soportarlo; al menos el poco tiempo que me queda de vida.»

La chica esperó un buen rato, pero Orión no parecía estar por la labor de seguir con la cadena de mensajes. Quizás había cometido un gran error, pero no quería pensar más en ello, así que decidió enviar un correo electrónico a Casandra y al resto de los gurús griegos para contarles la aventura que había vivido esa noche en el Submundo. Después se quedó mirando la pantalla oscura de su teléfono hasta que oyó a su padre subir por las escaleras, meterse en la cama y empezar a roncar. Orión seguía sin dar señales de vida.

La joven salió de la bañera y se secó con una toalla. No tenía ni la menor idea de qué iba a hacer ahora, pero sabía que no podía regresar al cubito de hielo en que se había convertido su habitación. Siempre podía ir al sofá del comedor, pero, en el fondo, ¿qué más daba? Había perdido la cuenta de las semanas que llevaba sin descansar.

Se pasó un buen rato en el baño, siguiendo un ritual de acicalamiento que había abandonado hacía muchos años. Se embadurnó el cuerpo con aceites aromáticos y se hizo la manicura. Cuando acabó, pasó un trapo sobre el espejo para limpiar el vapor que lo empañaba y, por primera vez en muchos años, contempló su reflejo en el cristal. Lo primero que captó su atención fue el collar que le había regalado su madre. Resaltaba sobre su colorada piel y brillaba como si hubiera absorbido la buena energía de aquel baño tan relajante. Y entonces se fijó en su rostro.

Era la misma cara por la que decenas de personas habían perdido sus vidas miles de años atrás, por la que muchas otras todavía estarían dispuestas a morir. Los vástagos seguían matándose entre sí para vengar muertes que se remontaban hasta la muralla de Troya, hasta la primera mujer que lució el mismo rostro que Helena estaba observando ahora en el espejo.

¿Acaso un simple rostro merecía la pena? Helena no lograba encontrarle el sentido. Tenía que haber algo más en aquella historia. Todo ese sufrimiento no podía ser causado solo por una chiquilla, por muy hermosa que fuera. Había algo más que no aparecía en los libros.

Oyó el pitido de mensaje nuevo en su teléfono y se abalanzó para cogerlo, tirando por el camino la mitad de artículos de aseo en el lavabo. Cogió varios botes y tubos de gel en el aire antes de que colisionaran contra el suelo y despertaran a su padre. Conteniendo una risita nerviosa, los colocó en silencio en su sitio y después leyó el mensaje.

«He estado recapacitando. Si es necesario para que sigas con vida, entonces estoy preparado —respondió Orión casi media hora después del último mensaje—. Dejaré que te vayas y me olvidaré de esta búsqueda, pero no permitiré que mueras.»

Helena se desplomó sobre el borde de la bañera, incrédula. Rendirse ahora era condenar a Orión a vivir huyendo para siempre, sin un hogar ni una familia. Estaba dispuesto a padecer todo eso. Y por ella.

¿O era por su estúpido rostro? Después de todo, apenas se conocían. ¿Qué más podía inspirar ese tipo de sacrificio?

Dafne había mencionado que sus caras, casi idénticas, eran una maldición; en ese instante, Helena había asumido que su madre se refería a que ambas estaban condenadas a llevar ese rostro. Por primera vez, Helena consideró una segunda posibilidad; quizá su madre había querido decir que sus caras condenaban a aquellos que las miraban. La idea de que Orión estuviera decidido a sacrificar todo lo que amaba solo porque suponía un peligro para Helena no acababa de cuadrar del todo. Había mucho más en juego que la vida de una persona, aunque fuera la suya propia.

Helena sintió una punzada en el estómago. ¿Y qué si estaba perdidamente enamorada de él? ¿O si Orión había tenido un flechazo con ella? No podía rendirse, y mucho menos ahora. No solo por el precio que eso le costaría a él, sino a todos. Si nadie conseguía deshacerse de las furias, ¿qué le pasaría a Héctor y al resto de los parias? ¿Qué les sucedería a los vástagos? Helena se acordó del sueño que le había explicado Orión, en el que aparecía un campo repleto de huesos de vástago en el Hades, y se dio cuenta de que era más que una pesadilla. Orión había recibido un aviso en aquel sueño, a Helena no le cabía la menor duda. El ciclo tenía que acabar o, de lo contrario, su raza se extinguiría, como ocurrió con los gigantes de hielo.

«No seas burro —escribió apretando cada tecla con fuerza, como si intentara meter a la fuerza aquellas palabras en la cabezota enorme y abnegada, a la vez que increíblemente valiente, de Orión—. Si te das por vencido y me dejas sola en esto, ¡te juro que te perseguiré allá adonde vayas! Encontraré una solución a todo este asunto del destierro y de Hades, y luego liberaremos a las furias juntos. Mientras tanto, NO TE RINDAS, ¿vale?»

Pulsó la tecla de ENVIAR y esperó durante un buen rato. En varias ocasiones desbloqueó el teléfono para escribir otro mensaje, pero en ninguna se atrevió a enviarlo. Le lloraban los ojos de tan cansada que estaba; de vez en cuando, notaba los oídos taponados, así que no tenía más remedio que bostezar para destaponarlos.

Entre bostezo y bostezo, sintió que algo explotaba tras sus pupilas y, justo en ese instante, notó el labio superior un tanto húmedo. Se palpó la boca y descubrió que la tenía manchada de sangre. No tardó en coger un pañuelo para taparse la nariz y así no ensuciar nada. Estuvo varios segundos ejerciendo presión para detener la hemorragia. Por fin, después de echarse un poco de agua en la cara y con la mirada clavada en la pantalla, como si de ese modo Orión fuera a responderle más rápido, la lucecita se iluminó una vez más.

«Puedes perseguirme todo lo que quieras, Hamilton, pero sabes que jamás podrás encontrarme, ¿verdad?»

Orión volvía a estar de guasa, lo cual era una buena señal. Helena podía imaginarse que al muchacho le había costado mucho tomar esa decisión, de modo que tenía que asegurarse. Necesitaba algo semejante a una promesa, por si no vivía lo suficiente como para finalizar su cometido.

«¿Trato hecho? ¿Continuarás con esto pase lo que pase?», escribió. Orión no respondió de inmediato, así que añadió: «¿Hola? ¿Trato hecho?»

«Perdona. Me voy a la cama. Sí, continuaré.»

Helena dibujó una sonrisa y se deslizó por el borde de la bañera hasta apoyar la espalda en la pared. Se abrigó con el albornoz y metió los pies en sus pantuflas mientras se deslizaba sobre un improvisado nido de toallas cálidas y húmedas. Se imaginó a Orión metiéndose en la cama con el teléfono en la mano, sin separarse ni un minuto de él. Se quedaría dormido así, pensó, con la conversación que acababan de mantener acunada en su mano.

«Sabía que podía contar contigo», envió.

«Para siempre. ¿Dónde estás?»

«En la cama», respondió, aunque en realidad estaba más en el suelo.

«Bien, yo también. Por fin puedes descansar. ¡Y yo también! Estoy agotado.»

Helena no quería parar de intercambiar mensajitos con él. Se habría quedado toda la noche despierta para contarle pequeñas aventuras en la oscuridad, pero ahora por fin había entrado en calor, después de lo que, a su parecer, habían sido años de escalofríos continuos. Los ojos se le empezaban a cerrar por sí solos.

«Buenas noches, Orión.»

«Dulces sueños.»

Capítulo 11

Helena abrió los ojos. No tenía la sensación de estar despertándose y sospechó que seguramente era porque, en realidad, no había pegado ojo.

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