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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (29 page)

BOOK: Malditos
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—¡Lo siento! De verdad, lo siento mucho, ¿de acuerdo? ¡No quise apuñalarte!

Era la peor disculpa que jamás había oído. De repente empezó a notar un escozor en los ojos. Al ver que estaba a punto de romper a llorar. Orión reaccionó. Si no estuviera tan afligida, sin duda se habría reído ante el comentario.

—¡Venga! Tranquilízate, no estoy enfadado contigo. De hecho, eres tú la que deberías estar molesta conmigo.

—¿Por qué debería estarlo? —preguntó Helena, desconcertada. Se secó las lágrimas con la palma de la mano y buscó su mirada, pero Orión no parecía dispuesto a mirarla a los ojos.

—Te forcé, Helena —musitó—. Te obligué a que me besaras, y lo lamento muchísimo.

—Pues yo no —refutó Helena enseguida, casi interrumpiéndole. Orión abrió la boca para discutírselo, pero ella se adelantó y dijo—: Si no me hubieras besado, te habría matado, tenlo por seguro. Y no creo que hubiera podido vivir con el peso de la culpa. Estuve a punto de matarte —recalcó Helena.

Durante unos instantes se quedó sin habla, pensando en lo cerca que había estado de cometer un crimen que su conciencia jamás le perdonaría.

—Eh, venga. Estoy bien, así que nada de lágrimas, ¿de acuerdo?

La agarró por los hombros y le regaló un tremendo y cálido abrazo.

Agradecida por el gesto, Helena por fin se relajó un poco.

—Créeme, he hecho cosas mucho peores. Por eso quiero que pienses si realmente deseas que esté aquí contigo.

—Eres lentito, ¿eh? —bromeó. Helena no se despegaba del abrazo de Orión, así que las palabras quedaron amortiguadas en su pecho. Se apartó para asestarle un suave cachete. Lo peor ya había pasado—. Claro que quiero que estés aquí. Te necesito. Y esta noche no quiero que te ataque ningún monstruo.

—Helena, no es ninguna broma. Matarte no es lo más terrible que podría hacer.

—¿A qué te refieres?

Se acordó del momento en que Orión deslizó la mano por su interior y, a pesar de haberle dolido, le hizo sentir bien. Era tan dulce… Helena se imaginó lo horrible que aquel episodio podría haber sido si Orión fuera un ogro cruel.

—¿Te refieres a tu mano invisible?

—¿A mi qué? —preguntó Orión, confundido. Y, de repente, se sonrojó y agachó la mirada.

El muchacho se alejó unos pasos, poniendo así unos metros de distancia entre ambos. Ella avanzó arrastrando los pies, sin saber qué hacer ni qué decir.

—Lo siento, no sabía cómo llamarlo —farfulló, convencida de haber dicho algo estúpido—. Me dio la sensación de que podías rozar mi corazón y, no sé por qué, me imaginé una mano.

—No me pidas perdón. Llámalo como quieras. Nadie lo había descrito así antes, eso es todo. No es que lo haga muy a menudo —añadió enseguida—. No es el tipo de amor que deseo. Un amor forzado.

—Yo tampoco quiero ese amor. Aunque es un talento increíble —respondió Helena con cierta cautela. No quería ofenderle, pero, a decir verdad, ese don la asustaba un poquito—. ¿Todos los miembros de la casta de Roma pueden hacer eso?

—No —aseguró Orión—, pero pueden dominarte. Y no lo consideres positivo, porque no lo es. A veces, la diferencia entre actuar bien y mal depende de una tontería, y, según tengo entendido, soy la única persona capaz de trastornar un corazón. O romperlo para siempre. Y eso no es lo peor que puedo hacer.

Helena no conseguía concebir una venganza peor que romper un corazón para el resto de la eternidad, pero había algo en la ansiosa mirada de Orión que le indicaba lo contrario.

—Entonces, ¿qué es lo más terrible que puedes hacer? —quiso saber.

Orión apretó los dientes y masculló:

—Soy un portador de terremotos.

Dijo aquello de «portador de terremotos» como si tal cosa, como quien dice «el asesino del hacha».

—De acuerdo —dijo inexpresiva—. Espera, no lo entiendo. ¿Qué hay de horrible en eso?

Él la miró fijamente durante un instante, incrédulo.

—Helena… ¿Alguna vez has oído hablar de un terremoto «favorable»? ¿O has oído a alguien corretear por los destrozos diciendo: «¡Oye! ¡Menuda suerte que hemos tenido con este devastador terremoto! ¡Me alegro tantísimo de que todos mis vecinos estén muertos y se haya convertido en una pila de escombros!»?

Ella no pretendía reírse, pero, aun así, se le escaparon un par de carcajadas. Hundido, Orión le dio la espalda, pero Helena no dispuesta a dejarle marchar así como así, de modo que le sujetó sus musculosos antebrazos con ambas manos y tiró de él hasta que Orión cedió y se volvió hacia ella.

—No te vayas. Habla conmigo —insistió. Había sido un error reírse y se arrepentía muchísimo—. Explícame todo este asunto del portador de terremotos.

Orión agachó la cabeza y cogió a Helena de la mano. Mientras relataba su historia, jugueteaba nervioso con los dedos de la joven, enroscándolos con los suyos, como si aquello ayudara a calmarle. Aquel gesto le recordó el tiempo en que Lucas solía tomarla de la mano. Estuvo a punto de apartarla, pero se resistió. Orión la necesitaba y Helena quería mostrarle todo su apoyo para que no volviera a dudar de ella. Jamás. Con tregua o sin ella, a Helena no le convencía que preocuparse por Orión fuera una equivocación que debía evitar a toda costa.

—Supongo que sabrás que mi padre pertenece a la casta de Atenas y desciende de Teseo, un vástago de Poseidón —explicó—. En fin, es muy poco común, pero nací con todos los talentos de Poseidón, incluida la habilidad de provocar terremotos. Cuando nace un vástago con este don, la norma impuesta por nuestra casta es que el bebé debe ser expuesto.

Pero mi padre jamás lo hizo.

—¿A qué te refieres con «expuesto»?

El modo en que Orión había pronunciado aquella palabra le ponía la piel de gallina.

—Abandonado en la ladera de una montaña para morir a merced de los elementos —aclaró mirándola a los ojos—. Se consideraba un deber sagrado que el padre de un bebé nacido con el poder de causar terremotos le sometiera a ese abandono para proteger a toda la comunidad.

—¿Deber sagrado? ¡Es una bestialidad! ¿De veras tu casta esperaba que tu padre te dejara morir sobre una ladera?

—Mi familia se toma esta norma con suma seriedad, Helena, y mi padre se la saltó a la torera. Cuando cumplí los diez años descubrieron que seguía vivo, y no dudaron en perseguirme por todo el planeta. Tres de mis primos perecieron por la decisión que tomó mi padre, Dédalo. Así, se convirtió en un paria. ¿Y qué queda de ellos? Todos tenían padres que los querían, algunos estaban casados y tenían hijos a los que adoraban. Y ahora todos están muertos, por mi culpa.

Tenía algo de razón. Su padre había asesinado para protegerle; y los tipos que más tarde pretendieron darles caza perdieron aquello por lo que Dédalo había matado. Y otro ciclo de muerte y venganza empezó de nuevo.

—¿Fue así como Dédalo se convirtió en un paria? —preguntó casi en voz baja, para no presionarle demasiado. Orión asintió con la cabeza, pero sin apartar la mirada del suelo y, de repente, a Helena se le cruzó una idea por la cabeza y exclamó—: ¡Opinas lo mismo que ellos! Crees que tu padre debería haberte abandonado en aquella montaña.

—Mira, no sé cómo debería haber actuado. Lo único que sé es lo que hizo y las consecuencias que su decisión ha tenido —dijo Orión misteriosamente—. Antes de juzgar las normas de la casta de mi padre, detente a pensar cuántos mortales, no solo vástagos, sino personas inocentes como tu padre Jerry podrían morir por mi culpa. ¿Notaste aquellos temblores en la cueva? ¿Te haces una idea de la cantidad de gente que pudo sentir el terremoto que creé la otra noche? ¿O si alguien resultó malherido? Porque yo no.

Helena recordó la trifulca que tuvieron en la gruta y el temblor que le hizo vibrar todo el cuerpo. Empezaba a sospechar que Orión era muy muy poderoso y eso la asustaba. Aunque al mismo tiempo resultaba emocionante. Orión era peligroso, pero no en el sentido que él creía.

—Y podría haber hecho destrozos terribles —añadió con voz temblorosa—. Helena, puedo derribar ciudades enteras, sumergir islas en el océano o incluso destrozar la costa de este continente si realmente me lo propongo.

Helena distinguió un destello desesperado en su mirada y se apresuró a poner una mano sobre su brazo para consolarle. Le temblaba todo el cuerpo. Ahora se daba cuenta de que a Orión le aterrorizaba su talento; solo pensar que era capaz de causar tanto dolor y sufrimiento la abrumaba. Eso le decía todo lo que necesitaba saber sobre él.

—Puedes hacer cosas monstruosas, así que tienes que ser un monstruo, no hay otra explicación. No sé por qué me molesto en pasar tanto tiempo contigo —dijo con fingida severidad.

Orión alzó la mirada, dolido por el comentario, pero en cuanto vio la sonrisa de Helena supo que se trataba de una broma. La joven meneó la cabeza con compasión, como si pensara que era un insensato por tomarse en serio aquellas palabras tan crueles. Orión dejó escapar un sonido frustrado y se frotó la frente con la mano.

—Soy muy peligroso cuando pierdo el control. Tú y yo juntos con las furias… —susurró. Se quedó unos segundos en silencio, tratando de encontrar las palabras más apropiadas para hacerse entender—. Podría hacer daño a mucha gente, Helena.

—Lo entiendo —dijo sinceramente—. En la cueva podrías haberme herido de un millón de formas distintas y matar a millones de personas. Pero no lo hiciste. Eres mejor persona de lo que piensas. Confío en ti plenamente.

—¿De verdad? —preguntó entre murmullos—. ¿No estás bromeando?

—Quizá debería estarlo, pero no te tengo miedo —susurró—. Mira, cuando los Delos fueron testigos del poder de mis rayos, me miraron durante un segundo como si fuera un arma de destrucción masiva. Pero, hasta el día de hoy, no he incendiado ninguna ciudad. No son nuestros talentos los que nos definen como peligrosos, sino nuestras decisiones. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.

Orión sacudió la cabeza, como si la justificación de Helena no le convenciera.

—Existe una profecía.

—¡Puaj! ¡Ya basta de tanto disparate! —exclamó Helena con vehemencia—. ¿Quieres saber qué opino? Creo que todas esas antiguas profecías no son más que tonterías poéticas de las que, en la mitad de los casos, nadie consigue entender su significado. No eres ese horrendo tirano, Orión. Y jamás lo serás.

—Ojalá tengas razón —farfulló en voz baja.

—Estás tan asustado de ti mismo… —insistió. Le entristecía ver que Orión no pudiera darse cuenta de que estaba equivocado.

—Bueno. Tengo razones para estarlo.

—De acuerdo, no quería preguntártelo, pero ahora no me queda otra.

Antes has afirmado que eres capaz de hacer cosas horribles. Y me lo dices a mí justo después de confesarte que clavé un puñal en el pecho de uno de mis mejores amigos. ¿Qué hay peor que eso, eh?

Orión sonrió, pensativo, sin dejar de caminar, considerando la pregunta. Al ver su expresión, Helena también sonrió. Era un chico muy atento y sensible; cuando algo le importaba de verdad, se tomaba el tiempo necesario para meditar antes de abrir la boca. Era una virtud que valoraba mucho de él. En cierto modo, le recordó a Matt.

—¿Podemos tener esa conversación más tarde? —preguntó al fin—. Te prometo que algún día te lo contaré, pero aún no.

—Desde luego. Cuando estés preparado.

Orión procuró mantener la compostura, fingiendo ser un tipo duro, pero su mirada vulnerable le traicionaba y le hacía parecer un niño.

—¿De verdad me consideras uno de tus mejores amigos? —musitó.

—Bueno, sí —afirmó Helena, nerviosa como un flan. Quizá no había sido una buena idea admitir hasta qué punto le apreciaba. Aunque solo había reconocido su amistad, sin establecer ningún compromiso que pudiera poner en peligro la Tregua, ¿verdad?—. ¿Acaso yo no soy amiga tuya?

Orión asintió con la cabeza, aunque con expresión afligida.

—No he tenido muchos amigos —confesó—. Nunca sabía cuánto tiempo estaría en el colegio ni cuándo tendría que volver a huir, así que no lo veía mucho sentido a lo de entablar amistades, ¿sabes?

Trató de fingir una sonrisa, pero parecía trastornado, como si estuviera pensando miles de cosas al mismo tiempo. Helena no quiso forzar más la situación y supuso que la vida de Orión había sido muy solitaria. Al pensarlo, notó un pinchazo en el corazón.

Era plenamente consciente de que no podía cruzar esa suerte de frontera que los separaba. Pero cada vez que se reunía con él en el Submundo, se sentía más unida a él. Y no estaba dispuesta a apartarle de su lado.

«De todas formas, ¿qué más da? —se dijo con rebeldía—. No voy a vivir lo suficiente como para comprometerme con alguien. La Tregua no corre ningún peligro.»

Siguieron paseando sin una dirección en particular por aquella playa infinita. No tenían prisa por llegar a ningún sitio y, además, no tenían que estar pendientes del tiempo. Técnicamente, podían merodear por allí horas y horas, hasta que el hambre o la sed se lo impidieran y, aunque Helena ya notaba los primeros síntomas de deshidratación, ya se había acostumbrado a sobrevivir con poca agua.

Mientras deambulaban por la arena, Helena estuvo charlando la mayor parte del tiempo, hablándole a Orión de Claire, de Matt y de su padre, Jerry. En un principio no se creyó con suficiente valor para explicarte ciertos detalles, pero en cuanto arrancó a hablar no paró. Confiaba en que, en un momento u otro, encontrarían el maldito río que estaban buscando, el mismo que los conduciría hasta el jardín de Perséfone.

Helena consideró la idea de contarle de que estaba muriéndose, pero no se atrevió a estropear aquel momento tan agradable. Estaba pasándoselo de maravilla. Y, además, ¿qué podría hacer Orión para evitar su muerte?

¿Acaso alguien podía impedirlo? No tenía garantía alguna de que le pudiera asegurar que si encontraba a las furias pondría punto final sus descensos al Submundo y salvaría su vida. No le quedaba más remedio que aceptar que aquello fuera lo último que hiciera.

«Al menos es algo por lo que merece la pena morir», pensó Helena.

Miró a Orión por encima del hombro y reflexionó sobre la cantidad de cosas horribles que podían haberle sucedido. Hades era un verdadero infierno, pero al menos se había topado con Orión. «Esto sirve para demostrar que el destino no es más que un puñado de tonterías —pensó con cierto sarcasmo—. Aunque alguien prediga tu futuro, nunca sabes lo que vas a encontrar hasta que llegas a él.»

De pronto, se le ocurrió una idea ingeniosa y empezó a desternillarse de risa.

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