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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (28 page)

BOOK: Malditos
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Todos subieron a la biblioteca. A través de los gigantescos ventanales con vistas al océano, Helena se dio cuenta de que estaba anocheciendo. Un día más llegaba a su fin, aunque para ella solo era un cambio de luz.

Observó que el horizonte cambiaba de color, alternando tonos oscuros y claros, hasta el punto de no poder distinguir el cielo del mar. En cambio, para ella el día y la noche solo se diferenciaba por la tonalidad de grises.

Desde que había empezado a descender, el paso del Submundo al Supramundo y viceversa se producía en estados monocromáticos. Para Helena los vivos y alegres colores del alba y el anochecer habían desaparecido por el momento, y lo único que veía era una plomiza mezcla de blanco y negro.

No tardaría mucho en acostarse. Aunque Orión se negara a volverla a ver, en un momento u otro Helena no tendría más remedio que cerrar los ojos y regresar al Infierno. Sola.

—¿Helena? —llamó Casandra, preocupada.

Había vuelto a dar rienda suelta a sus pensamientos y ahora se preguntaba cuánto tiempo había estado mirando a través del cristal.

—¿Queríais hablar conmigo? —preguntó como si nada. Volvía a tener la nariz congestionada y mocosa.

Jasón y Casandra se miraron varias veces, como si todavía no hubieran decidido quién iba a hablar primero.

—Nos gustaría saber cómo te encuentras —dijo Casandra al fin.

—He estado mejor —respondió Helena. Algo le olía a chamusquina.

—¿Quieres que te haga una revisión? —se ofreció Jasón, indeciso—. Quizá pueda ayudarte.

—Muy amable por tu parte, pero, a menos que puedas echarte una siesta por mí, no creo que puedas ayudarme.

—¿Por qué no dejas que lo intente? —insistió Casandra con un tono demasiado dulce.

—De acuerdo, ¿qué ocurre? —dijo Helena con tono serio. Una vez más, Jasón y Ariadna se cruzaron una mirada conspirativa—. Eh, estoy aquí sentada. Puedo ver cómo os estáis mirando.

—Está bien. Quiero que Jasón te eche un vistazo para saber si descender al Submundo ha causado algún daño a tu mente —explicó Casandra, que ya se había hartado de hablar con tacto y educación.

—Lo que Casandra quiere decir es que pareces distraída, y tu estado de salud ha empeorado —suavizó Jasón.

—Basta, Jasón. Ella quiere que seamos directos y francos. Quizá seas demasiado sensible y delicado.

El gesto imperioso de la pequeña Casandra la hizo parecer una mujer mucho mayor.

—Los vástagos son susceptibles a una única enfermedad, Helena. A una enfermedad mental. Los semidioses no enferman de gripe ni sufren resfriados. Se vuelven locos.

—También está la opción de ser directos y decir las cosas sin rodeos, Cass.

Tal y como planeamos no hacer —protestó Jasón, poniendo los ojos en blanco—. Helena, no estamos diciendo que estés loca…

—No, pero creéis que voy en camino. ¿Me equivoco?

Helena y Casandra se fulminaron con la mirada, midiéndose entre ellas.

La pequeña había cambiado. La dulce niña que había conocido se había desvanecido o permanecía enterrada tan profundamente que Helena dudaba si volvería a verla. Debía admitir que no era una gran admiradora de la mujer que había reemplazado a la hermanita pequeña de Lucas. De hecho, pensaba que la nueva Casandra era una zorra sin sentimientos.

—Nos urge saber si eres capaz de acabar lo que empezaste en el Submundo —continuó Casandra, impertérrita ante la amenazante mirada de Helena.

—Y si os dijera que no, ¿qué pensáis hacer? ¿Acaso alguien puede hacer algo al respecto? —dijo Helena encogiéndose de hombros—. La profecía asegura que soy la única capaz de deshacerse de las furias y por eso cada noche desciendo, lo quiera o no. Así que, ¿qué más da si soy capaz de soportarlo o no?

—¿Sinceramente? Da lo mismo. Pero sí importa el modo en que enfocamos la información que tú nos transmites —dijo Jasón con aire razonable—. Intentamos creer lo que nos has contado sobre anoche, pero…

—¿Me tomas el pelo?

—Afirmas haber visto a un dios, ¡un dios que ha estado encarcelado en el Olimpo durante miles de años! Después, aseguras que había otra persona «viva» en el Submundo con Orión y contigo, alguien que apareció de la nada y que, milagrosamente, os salvó la vida —reprendió Casandra alzando la voz—. ¿Cómo es posible que esa tercera persona bajara al Infierno?

—¡No lo sé! Mirad, yo también dudé de que se tratara de alguien real, pero no soy la única persona que vio todo esto, ¿de acuerdo? Preguntadle a Orión. Os dirá exactamente lo mismo que yo.

—¿Quién dice que tus ideas delirantes no estén afectando la experiencia de Orión en el Submundo, además de la tuya? —gritó Casandra—. ¡Tú eres la Descendiente, no él! Nos has repetido incontables veces que, si te acuestas triste, apareces en un lugar deprimente y lamentable. ¿Y si te durmieras «oyendo voces» que no son reales qué?

—¿Cómo sabes que oigo voces? —susurró Helena.

Jasón la miró con compasión, como si todo el mundo pudiera ver algo que a Helena le resultaba invisible.

—Lo único que estamos diciendo es que, al parecer, puedes controlar el paisaje del Submundo, al menos hasta cierto punto. Deberías considerar la posibilidad de crear experiencias completas.

Helena sacudió la cabeza con temor; le costaba aceptar lo que Jasón y Casandra insinuaban. Si tenían razón, ¿qué era real y qué era producto de una ilusión? No podía permitirse sucumbir a aquella idea tan insidiosa.

Necesitaba creer en algo o, de lo contrario, se daría por vencida. Pero, aunque lo deseara, no podía rendirse. Había demasiada gente que confiaba en ella, como Héctor u Orión. Gente a la que quería mucho.

—Cass, tú eres el oráculo —dijo Helena, aferrándose desesperada a una esperanza—. Hazme un favor y mira en mi futuro. Quiero saber si estoy enloqueciendo.

—No puedo verte —contestó más alto de lo necesario. Se aclaró la garganta y empezó a dar vueltas por la biblioteca—. No puedo verte y jamás he podido visualizar a Orión. No logro explicármelo. Quizás es porque os conocisteis en el Submundo y solo puedo contemplar el futuro de este universo, o puede que…

—¿Qué? —retó Helena—. Tú eres quien ha iniciado esta charla, Casandra.

Te aconsejo que seas tú quien la acabe.

—Puede que Orión y tú perdáis la razón y no tengáis un futuro coherente que pueda leer —dijo Casandra con voz cansada.

Jasón tenía la mirada clavada en la pequeña, como si tratara de advertirle.

—No —rebatió Helena poniéndose en pie. De repente, sintió una presión en el interior de la cabeza y empezó a moquear otra vez—. Te estoy escuchando y estás equivocada. Estoy a punto de alcanzar mi límite, pero no estoy delirando.

Jasón suspiró y dejó caer la cabeza entre sus manos, como si estuviera tan cansado y harto como Helena. Una repentina oleada de energía le estremeció. Se acercó rápidamente hacia el escritorio de su padre y sacó varios pañuelos de la caja que había encima.

—Toma —murmuró mientras le entregaba los pañuelos a Helena.

La joven levantó la mano y se tocó la nariz. Estaba sangrando.

—Los vástagos no sufren hemorragias nasales espontáneas —informó Casandra con una expresión ilegible—. Jasón y yo pensamos que el problema es más preocupante de lo que los demás están dispuestos a admitir.

Helena se limpió la nariz y miró primero a Casandra y después a Jasón.

Ninguno se atrevió a mirarla a los ojos.

—Jasón —dijo Helena, como si le suplicara que le prestara atención—, escúpelo y punto. ¿Hasta qué punto es preocupante?

—Creemos que te estás muriendo —contestó en voz baja—. No sabemos por qué y por eso no tenemos ni idea de cómo ayudarte.

Capítulo 10

Matt se ató una toalla alrededor de la cintura y se sentó en el banco de madera que había junto al vestuario masculino, en el mismo piso que la cámara de la tortura o, como a la familia Delos le gustaba denominarla, la «sala de ejercicios». Tener a semidioses como amigos no era asunto fácil, pero no podía limitarse a esconder la cabeza bajo tierra, como las avestruces, y fingir que el mundo seguía siendo un lugar seguro y predecible. La vida entera de Matt, su futuro, había cambiado radialmente desde que atropelló a Lucas con el coche, hacía menos de un mes.

Observó su mano derecha y torció el gesto en una mueca. Jamás había visto unos nudillos tan hinchados ni amoratados. Se esforzó por ignorar ese detalle. La última vez que le había confesado a Ariadna que se había roto algo la joven no dudó en curarle, pero, durante el proceso, se convirtió en una figura grisácea y carente de todo color humano. Lo último que le apetecía era volver a ver a Ariadna de aquel modo, sobre todo por su propio bien.

Matt solo necesitaba unos minutos de relajación empapado del vapor de la ducha. Después ya se encargaría de colocar una bolsa de hielo del diminuto congelador que había en la esquina para evitar una hinchazón mayor. Todo saldría bien y, en caso de que no fuera así, era zurdo, así que no había de que preocuparse. Sonó el teléfono e hizo una mueca de dolor al inclinarse para cogerlo.

—¿Sí? —respondió con aire distraído mientras se encaminaba hacia el espejo. Distinguió un verdugón rojo a la altura de las costillas.

«Genial. Ya tengo algo negro y azul que haga juego con el precioso moratón de la espinilla», pensó.

—Eh, tío.

—¿Zach? —siseó Matt. De inmediato, se olvidó de todos sus achaques y se dio media vuelta para asegurarse de que Jasón y Lucas no hubieran entrado en el vestuario—. ¡Qué diablos!

—Lo sé, lo sé. Solo necesito…

—No me pidas ningún favor —advirtió Matt—. Ya he hecho suficientes cosas por ti durante un montón de años.

—No te llamo para pedirte un favor, solo quiero… ¿Puedes reunirte conmigo por lo menos? —le pidió Zach, un tanto desesperado—. Ya sabes, para charlar. ¡Solo quiero hablar contigo!

—No sé, tío —suspiró Matt lamentándose—. Ya es tarde para eso. En fin, creo que cada uno ya ha escogido un bando, ¿no te parece? Traicionaste a Héctor, Zach, y toda su familia está buscando un motivo para darte una patada en el culo. Quédate al margen, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —susurró tan suavemente que Matt apenas pudo escucharle. De repente se le quebró la voz, como si estuviera muy asustado, y añadió—: Lo único que necesitaba era un amigo.

—Zach… —empezó Matt, pero la línea se cortó.

No volvió a llamarlo.

«¿Estás en la kma?» A Helena casi se le cae el teléfono al suelo al ver que el mensaje era de Orión, lo cual hubiera sido una catástrofe teniendo en cuenta que estaba a miles de metros de altura y que el muchacho no tenía otra forma de contactar con ella. Tras recuperarse, quedó suspendida en el aire y se repitió varias veces que debía serenarse. Después, tecleó la respuesta.

«Casi. ¿Vas a venir?», escribió, preguntándose si habría algún emoticono que expresara «optimista».

«Sí. Tengo q verte. Voy camino de las cuevas.»

«Hasta ahora.»

Por fin Orión se había decidido a ponerse en contacto con ella, y eso la hacía tremendamente feliz, aunque seguía sintiéndose algo inquieta. No parecía haberla perdonado. Le hubiera encantado poder mirarle a la cara o escuchar su voz en vez de conformarse con un mensaje escrito de cualquier forma.

Aterrizó en un abrir de ojos sobre el jardín trasero y corrió hacia la entrada.

—¿Te has fijado en la hora que es? —voceó Jerry cuando pasó junto a él, al pie de las escaleras.

—Las once menos cuatro minutos —chilló Helena subiendo las escaleras a toda prisa para meterse directa al baño—. Castígame mañana, ¿vale?

¡Tengo que irme a la cama ahora mismo!

Oía a su padre remugar y protestar en el piso de abajo sobre lo magnífica que era la convivencia cuando Helena tenía nueve años. Alzando el tono de voz, recalcó lo atenta y amable que era a aquella edad, como cumplía con sus obligaciones y, chillando a pleno pulmón, le preguntó al techo por qué las hijas no podían dejar de crecer a partir de los nueve años. Helena prefirió ignorar aquellos comentarios mientras se lavaba la cara y se cepillaba los dientes.

No podía dejar de pensar en Orión. No tenía la menor idea de qué iba a decirle cuando se topara con él en el Submundo, pero le daba lo mismo.

Solo quería verle.

Antes de entrar en su habitación se puso un par de calcetines de lana y se calzó unas botas que guardaba en el pasillo por si hacía el mismo frío que fuera de casa. La puerta estaba atascada, así que tuvo que empujarla con fuerza para poder abrirla. La madera del dintel crujió al abrirse de sopetón.

Tras cada pisada, el suelo crujía, como si estuviera cubierto por una alfombra de copos de maíz. Tras echar un vistazo a su alrededor, averiguó el motivo.

Toda su habitación estaba forrada de escarcha. El tocador, la cama, los tablones del suelo, incluso las paredes brillaban por las finas capas plateadas de hielo plumoso. Cada aliento despedía una nube de vaho y al echar la cabeza hacia atrás, descubrió unos diminutos carámbanos de hielo que colgaban del techo como brotes cristalinos. Su habitación estaba helada como un témpano; debía de hacer unos diez o quince grados menos que fuera. ¿Cómo podía ser? Sospechaba que tenía algo que ver con el Submundo. En ese instante se acordó de que en la cueva que contenía el portal de Orión hacía un frío insoportable.

Después de cerrar la puerta y con la esperanza de que por la mañana el hielo se hubiera derretido por completo, Helena empezó a tiritar y retiró las sábanas y las mantas de la cama. Unos copos de nieve empezaron a danzar por toda la habitación, como si alguien hubiera lanzado varios puñados de purpurina al aire. El reloj de su mesita de noche marcaba las 11.11. Se subió la cremallera de la chaqueta hasta el cuello mientras le castañeteaban los dientes y se metió entre las gélidas y rígidas sábanas.

Cuando Helena se presentó en el Submundo, apareció junto a Orión. El muchacho estaba paseando por la misma playa infinita sin orilla, sin mar.

—Hola —saludó Orión con cierta timidez, como si fuera la primera vez que se veían.

—Buenas —respondió Helena intentando ser entusiasta. Estaba muy nerviosa y desesperada por normalizar la situación—. Entonces, ¿volvemos a ser amigos o has venido hasta aquí para mandarme a freír espárragos?

En vez de reírse, Orión le dedicó una triste sonrisa. Helena tragó saliva para librarse del nudo que se le acababa de formar en la garganta. No sabía qué haría si decidía dejar de ayudarla. Quizá no volvería a verle nunca más.

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