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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (41 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Sobre el altar se agitaba un cuerpo: el cuerpo de un niño. Desnudo. Parecía estar grogui, porque se debatía débilmente contra los grillos que encadenaban sus muñecas y sus tobillos. Intuyó que estaba llorando, aunque la película no tuviera sonido, lo que, sorprendentemente, contribuía a reforzar lo espantoso de la misma.

Avanzó una silueta destacándose del grupo… Una mujer. La cámara hizo un zoom sobre ella: sí, efectivamente era una mujer, en apariencia de cierta edad, con su antifaz. Se aproximó al altar, y sus labios compusieron palabras con un fervor que Opale intuyó fue alcanzando a los demás. Encantamientos, le parecieron. Hasta detrás de la máscara, se notaba su frenesí, la intensidad de su mirada, su furia mística.

Durante varios minutos, el grupo se recogió. Luego la mujer hizo una señal a alguien fuera de cámara, y las cadenas del niño se tensaron: lentamente, lo elevaron por los pies y lo dejaron suspendido en el aire, cabeza abajo, como un pedazo de carne que colgara de un gancho, mientras se retorcía inútilmente.

«¡No! —gritó Opale en su interior—. ¡No, no quiero verlo!»

En la pantalla, dos hombres colocaron una enorme copa dorada bajo la cabeza del niño: una especie de gran cáliz.

La mujer agarró al niño por el pelo para que no se moviera; un gesto un poco inútil dada su visible debilidad. Sus labios se movieron cada vez más rápido. Opale imaginó palabras en latín, una misa dicha al revés, y una sobrecogedora sensación de
déjà vu
le provocó una arcada: ella ya había asistido a… eso. En una de sus pesadillas… en uno de sus sueños recurrentes, que volvía una o dos veces al mes.

Por espacio de un minuto, la sangre fluyó de la herida para ir a caer al cáliz. La mujer lo cogió, alzó la copa por encima de su cabeza a modo de ofrenda, fuera de cámara, antes de llevársela a los labios. La cámara hizo un zoom para concentrarse en su rostro, y cuando volvió a alzar la cabeza, mostró una boca manchada de sangre que seguía pronunciando palabras mudas de modo frenético. Con un gesto brusco, se arrancó el antifaz para trazar sobre su frente, con un dedo empapado en sangre, la señal de la cruz invertida. La cámara se acercó aún más, mientras Opale se repetía: «¡No debo mirar! ¡No debo mirar! ¡Si miro, moriré! ¡Moriré!».

Miró: la cara de Madeleine Talcot en la pantalla de su PC, con los labios rojos, con una cruz satánica en la frente, con sus ojos azulgrisáceos enajenados por una locura furiosa… Madeleine Talcot, cuyos rasgos conocía por haberla visto en las fotos de los periódicos cuando era niña… Madeleine Talcot, a propósito de la cual Opale había preguntado a su madre: «¿No es esta la señora a cuya casa fuimos una o dos veces, mamá?». Madeleine Talcot, cuya sola mención en la casa suscitaba silencios y miradas de reojo…

Madeleine Talcot, que acababa de ofrecerle el cáliz a uno de sus discípulos, el cual, como ella, bebió, se quitó la máscara y trazó una cruz mientras pronunciaba palabras mudas… Y pasó el cáliz a su vez…

Opale se llevó las manos a los labios para ahogar el alarido que crecía en su interior. Los reconocía. No a todos, claro, pero sí a algunos, y la verdad apareció ante ella de repente como un telón que se alza en el escenario: ¡Madeleine Talcot, las pesadillas, las sombras blancas, sus padres «de vacaciones» y «de viaje de negocios», y Christophe, por supuesto! Todo tenía ahora sentido.

En la pantalla, se acercó otro hombre. Alto, delgado, elegante y con clase: Opale reconoció a su padre antes incluso de que se quitara la máscara. ¡Sí, su padre! El pelo más abundante que en la actualidad, de un rubio aún no entreverado de plata, con sus ojos como azulejos —había heredado de los Camerlin ese raro color, claro e intenso a la vez— ardiendo con una fiebre que ella no podía ni sospechar; ella, que siempre había visto al «hombre de negocios» como un ser distante, inaccesible.

Le llegó el turno a una mujer pelirroja, un poco gordita: su madre, con diez años menos. Opale no conservaba ningún recuerdo de ella en esa época, antes de haberse quitado de encima esos kilos de más. Avanzó, con un niño cogido de la mano, un niñito de unos cinco años, cuya foto aún presidía el aparador de época que había a la entrada de su casa, con una delgada cinta negra en un ángulo del marco. Opale apenas pudo distinguir su expresión: la cortina de lágrimas que tenía ante los ojos diluía la escena, de modo que veía los rostros borrosos… y aquello no le suponía ningún alivio. Así es: como un sórdido consuelo, observó que el niño no había bebido de la copa; su madre —¡que también era la suya!— se había limitado a trazar ese signo ridículo y…

Un ruido a su espalda la hizo gritar. Se volvió de repente.

—Te he oído gemir… Creí que ya te habías dormido y que estabas teniendo una pesadilla.

Javotte du Soulac estaba a la puerta de la habitación y Opale comprendió que se encontraba allí desde hacía varios minutos. Con el pelo ya trenzado, dispuesta para irse a la cama, en tensión delante de la puerta, con los brazos pegados a las piernas, pálida. Los ojos de la tía iban de la pantalla a Opale, de Opale a la pantalla; y resbaló una lágrima, siguiendo el seco surco de las arrugas empolvadas con un afeite de aroma anticuado que había acompañado a la chica desde la infancia, se perdió en la comisura de los labios, que temblaban sin que hubiera salido de ellos una sola palabra.

Finalmente, cerró los ojos, para decir musitando, con voz de ultratumba:

—Ahora ya lo sabes…

En la pantalla, apareció un último mensaje:

«Algún día sucederán cosas terribles y ya nada será como antes.»

Capítulo 45

F
ue agradable, al principio de un modo extraño, aun cuando hacer el amor le había parecido a Audrey, en el transcurso de la velada, la culminación de un proceso inevitable. Así pues, fue agradable, y exactamente tal como lo había imaginado: no balbuceos de extraños o tanteos entre desconocidos, sino la intimidad evidente de dos amantes que se reencuentran y redescubren sus cuerpos tras una larga separación, entre maravilla y satisfacción, paciencia e impaciencia. Luego fue intenso: los arrastró una ola y se entregó a él como se ofrece una al hombre de su vida; a cambio, él la amó con un hambre casi vital, una energía bruta, compacta, que los agotó, dos cuerpos húmedos soldados entre sí durante largos minutos silenciosos. Descansaron así, permitiendo que su espíritu volviera a prevalecer sobre el cuerpo, que se despertara su conciencia, que su pulso recobrara el ritmo lento de la plenitud.

Audrey fue la primera en soltarse. Lanzó un profundo suspiro, saltó de la cama sin pudor, buscó cigarrillos en la pequeña cómoda.

—¿Te molesta si fumo? —preguntó.

En la semipenumbra, vio cómo sonreía y estiraba su cuerpo como un gato.

—No… De hecho, es el único cigarrillo que me permito.

—¿El cigarro de después de hacer el amor?

—Sí… Y esta noche creo que hasta podría fumarme varios.

Sonrió nuevamente, le pasó una mano por el pelo. Ella lo observó, mientras pensaba lo extraño que resulta hacer el amor con un escritor después de haber leído sus libros, después de haber explorado su universo, un tanto torturado… ¿Sería por eso por lo que persistía en ella esa tenaz impresión de conocerlo ya?

Un pensamiento la condujo a otro: era el segundo hombre a quien acogía entre sus sábanas en Laville-Saint-Jour, pero realmente el tercero desde que le habían quitado a David. Después del juicio que había concedido la custodia a su padre, había buscado más la compañía de su hijo que la de los hombres y, de todas maneras, los manejos de Joce la habían alejado de sus congéneres, como si cualquier portador de pene constituyera en adelante una amenaza en el mejor de los casos, o un cabrón al que sacudirse de en medio, en el peor.

El tercero, por tanto… El segundo en Laville. Un cómputo que la conducía inevitablemente a Antoine.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Nicolas preguntó, mientras ella volvía a tumbarse junto a él con dos cigarrillos encendidos:

—Al final no me contaste…

—¿El qué?

—Pues… lo de Antoine… Bueno, si finalmente hubo algo…

Audrey no llegó a ponerse tensa en la cama, tan solo se preguntó si se le había escapado un resto de celos o si se trataba sencillamente de curiosidad masculina. Recordó entonces el rostro deformado por la ira del director del Saint-Ex cuando su antiguo compañero de clase salió en la conversación que mantuvieron delante de la biblioteca, y optó por la primera hipótesis. Con pesar, también entendió que la sombra de Antoine acababa de cerrar el paréntesis mágico que los había aislado de la realidad durante algunas horas. Por un momento, sintió algo de resentimiento hacia Nicolas por no haber dicho más bien algunas palabras banales como: «Ha sido maravilloso».

—Tampoco tú me has acabado de contar —puntualizó ella a su vez.

—¿El qué?

—Qué fue de Cléance Rochefort… ¿Te acuerdas de la fiesta?
Quid pro quo
.

El escritor, por su parte, sí se puso tenso en la cama, se incorporó un poco, de manera que ella tuvo que apartar su cabeza, que descansaba sobre su torso, faltando poco para que tirara el cenicero.

—Cléance… —murmuró exhalando una bocanada de humo.

—Sí. Después de todo, no obtuve lo que se me debía.

Nicolas asintió, estiró un brazo invitándola a que se acomodara en su hombro.

—Fue hace mucho tiempo. Cléance, y yo, y Antoine… Y otros también. Algunos otros, entre los cuales algunos que ya has conocido, o visto al menos, en su fiesta. Yo los empecé a tratar en sexto. Bueno, la mayoría de ellos se conocían desde mucho antes, desde primaria… Y antes incluso. El mío era un caso especial: mi madre trabajaba en el Saint-Ex. Gracias a eso autorizaron mi ingreso en el colegio.

Audrey no le contó que Antoine había concedido otros «favores» después de aquello, supuestamente a través de los laboratorios Hecticon.

—No éramos de la misma pandilla… Cléance pertenecía a una de las mayores fortunas borgoñonas, los Noblet; el padre de Antoine era un famoso empresario. Los demás, Jeremy, Domitylle… —(vaciló, y Audrey intuyó que debía de haber más nombres, que finalmente se guardó para sí) —estaban cortados por el mismo patrón: programados para frecuentar los cócteles y bailes de sociedad, hijos de, hijas de…

«Mi integración resultó bastante difícil durante los primeros años… no tenía amigos, no me sentía cómodo. Y además la casualidad hizo que conociera a Cléance. Una pura casualidad: ni siquiera estábamos en la misma clase, yo soy un año mayor que ella. En la enfermería, imagínate (fugaz sonrisa nostálgica).

La mujer cerró los ojos y se dejó acunar por las confidencias.

—Evidentemente, yo sabía quién era ella. Todo el mundo lo sabía, porque era difícil no haberla visto: seguro que lo has notado; todavía hoy es una mujer muy guapa, con ese porte. Pero hoy es una mujer… realmente una mujer —insistió, y Audrey comprendió lo que trataba de decir: del rostro de Cléance Rochefort había desaparecido cualquier resto de frescura. Más allá de las arrugas, algunas mujeres conservan, incluso frisando ya la cuarentena, una apariencia todavía juvenil. Por el contrario, Cléance Rochefort estaba dotada de esa fría belleza que altera rápidamente las carnosas redondeces de la juventud.

«Bueno, el caso es que nos encontramos allí los dos, mientras esperábamos que nos curaran. Y así es como empezó todo. A partir de ahí, cambiaron muchas cosas: la gente del Saint-Ex me aceptó… no fue cosa de un día, pero en fin: yo era una especie de elegido. El elegido de Cléance Rochefort. La más guapa. Una de las más ricas.

«Con el paso del tiempo, descubrí que tenía muchas cosas en común con ellos. Al menos, con algunos de ellos. Cosas que nunca habría sospechado. Pero esa es una de las características de la niebla, ¿no crees? Reconcilia, en un mismo abrazo, los destinos de aquellos que de otro modo nunca se cruzarían…

Audrey intuyó que esas palabras no iban dirigidas realmente a ella. Y que reclamaban una pregunta:

—¿Qué teníais en común?

Un suspiro.

—Todos tuvimos una infancia un poco particular… Bueno, historias personales complicadas.

Comprendió que no deseaba entrar en más detalles y respetó su decisión.

—Así que entré a formar parte de ese grupo. Y de una especie de sociedad secreta…

La mujer abrió los ojos.

—¿Una sociedad secreta?

El escritor rió con desenvoltura, pero ella intuyó su turbación.

—Sí, bueno, ya sabes, un grupo algo parecido a las
fraternities
de las universidades estadounidenses. Nos reuníamos, hacíamos el tonto…

—O sea, que aquello no tenía nada de secreto…

—En realidad, sí. ¡Bebíamos… fumábamos antes de tiempo! También… nos divertíamos haciendo un poco de magia.

—¿Magia?

—Si es que puede llamarse así… Bueno, ya sabes, los villenses siempre han sido gente supersticiosa.

Se detuvo antes de continuar:

—Bueno, el caso es que fue una etapa algo alocada. Y, sí, como ya te dije, estuve muy enamorado de Cléance durante todos esos años. Estuvimos muy enamorados. Creo que en un determinado momento, jugamos a un juego peligroso… casi experimental.

Un silencio. Audrey se mordió los labios para no atosigarlo con sus preguntas. Estaba claro que era escritor: sabía contar historias. A medida que hablaba, iba eludiendo detalles y el misterio se oscurecía. Ahora estaba ansiosa por saber más cosas. ¿A qué juego experimental habían jugado? ¿Por qué?

—Cléance era tan hermosa como perdida estaba… Salió conmigo, luego con Arnaud, Jeremy, luego conmigo otra vez… luego con otros… Nos volvió a todos un poco locos. También salió brevemente con Antoine… pero no tanto tiempo como para llegar a imaginar en aquella época que se casaría con él algún día. Creo que todos nos decíamos en secreto: «de todas maneras, en el fondo de su corazón, yo soy su gran amor… ¡y es a mí a quien volverá cuando todo haya terminado!».

Se rió fugazmente con una risa impregnada de una ternura venida de lejos.

—No fue a mí a quien volvió. De hecho, no volvió a nadie… Al menos, en un primer momento. Se fue a proseguir con sus estudios, la vida nos separó, a todos. Años después, me enteré de que se iba a casar con Antoine: probablemente nunca sabré el porqué, pues… aún hoy no creo que sea él a quien más amara. ¿Quizá la quiebra de los padres de Antoine le proporcionó un destino… un destino a su fortuna, a su rango?

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