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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (38 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Se oyó un toque de claxon no lejos de ahí. Maquinalmente, echó una ojeada abajo. Ningún Mini a la vista, pero sí había en el aparcamiento una silueta oscura cuyo rostro no se podía distinguir, mirando a su apartamento.

Dudó por un instante: ¿Le Garrec?

Se encogió de hombros. Habría aparcado el Mini algo más allá.

Sin pensarlo, cogió un bolso de mano y salió. Mientras bajaba en el ascensor, la asaltó una duda: ¿por qué Le Garrec la esperaría así ahí abajo? ¿Por qué no habría llamado?

Las puertas del ascensor se abrieron. Apareció la entrada del bloque: espejos, un suelo de baldosas claras, luces suaves y jardineras con plantas verdes. Todo de lo más prosaico. Más allá, la niebla se agolpaba contra las puertas de cristal. Pero Audrey no se dirigió hacia la puerta principal. Siguió un pequeño pasillo —el toc-toc de sus tacones resonaba desagradablemente, evocando imágenes de esas películas en que atacan a la chica en el aparcamiento— y salió por una puerta que daba a la trasera del edificio.

Fuera nadie la esperaba. Se encontraba sola, bajo las farolas de luz escasa, que proyectaban charcos anaranjados y difusos sobre los coches, rodeada de un silencio que ningún televisor, ningún grito de niño, ningún ladrido de perro perturbaban.

Echó a andar por el aparcamiento —toc, toc…—, buscando en vano un Mini.

Se volvió. Le pareció escuchar un ruido ahí… o allá… bueno, en algún lado.

¿Joce? ¿Joce se atrevería a acudir ahí, de noche? Sí, podría tratarse de él… Era ahí exactamente donde se quedaba cuando venía a buscar a David. Y la silueta se correspondía: le había parecido ver a un hombre delgado con abrigo.

Escudriñó la oscuridad. Cualquiera podría estar escondido detrás de uno de esos coches.

Incómoda, buscó su móvil en el bolso y llamó mientras retrocedía hacia la puerta: quedarse en medio del aparcamiento le parecía exponerse como una presa fácil. Uno, dos, tres tonos. Aguzó el oído: ningún tono de móvil en las proximidades respondió en eco a los que escuchaba por el auricular del suyo. O Joce había conectado el vibrador de su móvil… O no estaba allí y estaba delirando.

En ese caso, ¿quién era ese hombre que miraba hacia las ventanas de su apartamento?

Un contestador interrumpió sus reflexiones: la voz de su enemigo. Colgó. Frustrada. Decidió llamar al fijo de su ex marido. Así, al menos, sabría si se hallaba en casa.

—¿Diga?

Descolgó la voz de una chica joven y Audrey se sobresaltó. ¿Tenía visita? ¿Una… chica? ¡Mientras su hijo estaba en casa!

Por un instante, una loca esperanza nació en ella: llamada a su abogada, acta notarial, procedimiento de urgencia… recibe a chicas jóvenes bajo su techo, influencia perniciosa, señoría, ¡hay que retirarle la custodia!

—¿Podría hablar con Joce? —preguntó con voz glacial.

—Ha salido… Si quiere, puede dejarle un mensaje…

—¿Con quién hablo?

—Soy la canguro…

Una pausa, entre decepción (no era una «chica») e inquietud (podría perfectamente ser Joce quien estuviera en el aparcamiento) .

—Soy la madre de David. ¿Puedo hablar con mi hijo o se ha ido ya a la cama?

Diez segundos después, una vocecita decía:

—Hola, mamá, ¿qué tal? ¿Pasa algo?

Audrey sonrió… y reprimió las lágrimas que le asomaban al mismo tiempo a los ojos. Todas las tardes, hacia las siete, llamaba a David: la conversación no duraba nunca mucho rato, pero no la dejaba pasar; eran unos minutos, un vínculo que necesitaba ella tanto como él.

—No, no, tesoro, todo va bien —se esforzó en decir con tono jovial—. ¡Solo quería hablar con tu padre!

David calló por un instante: su madre y su padre ya no se hablaban, a no ser que fuera para insultarse.

—Ha salido…

—¿Hace cuánto?

—Pues, sobre las siete… Pasó a recogerlo un colega suyo. Creo que han ido al cine…

—¿Has visto a ese colega? —insistió.

Nuevo silencio al otro lado de la línea.

—Pues no, solo he visto el coche, bueno, cuando su amigo ha tocado el pito.

—Bueno, no tiene importancia, cariño. Ya lo llamaré mañana.

Percibió el alivio al otro lado de la línea. David prefería mantenerse lo más lejos posible de las luchas que enfrentaban a sus padres.

—¿Es buena, la canguro?

—¡Sí, es genial! Se llama Saphir… ¿A que es raro?

Hablaron todavía un rato más, luego Audrey colgó. La hora que aparecía en la pantalla vino a decirle que Le Garrec llevaba quince minutos de retraso.

Quizá se había equivocado y no eran sus ventanas las que estaba observando. Después de todo, la ventana de su cocina no era la única del inmueble que daba al aparcamiento, ¿no?

Un motor ronroneó a su derecha y precedió al haz de luz de dos faros que asomaba por la esquina del edificio. Segundos después, un Mini se adentraba en el aparcamiento y frenaba delante de ella. Le Garrec apareció en la ventanilla del conductor.

—¡Iba a avisarle de que estaba abajo! ¡Si llego a saber que me estaba esperando fuera, la habría llamado! Lo siento mucho.

Salió del Mini para abrirle la puerta.

—¿Está usted bien? —preguntó mientras la mujer se acercaba—. Tiene aspecto de…

—Solo estoy un poco destemplada, pero todo va bien, sí…

Con la respiración aún algo entrecortada, pero muy decidida a no dejar traslucir nada, se dejó besar, repentinamente serenada por el elegante perfume con notas de pimienta que desprendía su fular. Habit Rouge de Guerlain, le pareció.

—Lo siento mucho, de veras… me ha surgido un contratiempo de última hora y… —Frunció el ceño, suspicaz—. ¿Está segura de que va todo bien?

Se metió en el coche sin contestar: dentro reinaba una suave calidez inducida por la calefacción y una música un poco electrónica, Craig Armstrong quizá.

—Sí, estoy muy bien —insistió—. ¿Y sabe qué? Vamos a hacer un trato. Yo no hago ningún comentario sobre su coche y todos sus faros, y usted no dice ni una palabra sobre mi pelo.

Estalló de risa.

—Trato hecho…

Metió la primera antes de dirigirse hacia ella.

—Francamente, la prefiero así… quiero decir, llegué a creer…

Ella esbozó un gesto de molestia. Él captó el mensaje.

—¡De hecho, está muy bien su pelo! —exclamó riendo.

Arrancó, bordeó el edificio un instante. En el momento en que iba a coger la curva, la mujer se volvió maquinalmente hacia el aparcamiento. Entonces la vio: la silueta, ondulante en la bruma. Y, reprimiendo un grito, creyó identificarla: la elevada estatura, el pelo negro, los hombros tiesos como una percha… Aunque su rostro siguiera viéndose borroso, casi incoloro, no tenía ya ninguna duda. En el aparcamiento, bajo su ventana, y entre la niebla: ¡Antoine!

Capítulo 40

B
ertegui cerró la puerta tras de sí. Eran las ocho pasadas y se sentía más cansado que nunca desde hacía meses. Esa noche había decidido olvidarse un poco del caso, después de pasar por el despacho para un último balance de la situación con los muchachos. Sí, esa noche prometía una de esas veladas en familia, cuyas delicias gustaba de saborear desde que llegara a Borgoña. Era evidente que existía un nexo de unión —frágil— entre los acontecimientos de esos últimos días (sin poder calificar claramente ninguna acción de criminal, a no ser la relativa a la muerte del toro), pero a medida que avanzaba su investigación, la verdad parecía alejarse, diluirse en consideraciones paranormales de sombras, desapariciones inexplicadas, rituales… Se imponía, por tanto, una solución: tomarse un respiro.

Mientras se quitaba la ropa de calle en la entrada —impermeable, traje, pistolera—, aspiró el aroma de salsa de vino que inundaba la casa, y reconoció la sintonía de
Operación Triunfo
que se filtraba a través de la puerta del salón. Jenny tenía permiso para grabar el resumen de la jornada y verlo antes de irse a la cama: un placer del que nunca se cansaba, para desesperación de sus padres, aun cuando aquella noche la insoportable música sonara como una suave melodía a oídos de Bertegui, de esas que evocan un hogar cálido y los buenos momentos del día a día en familia.

—¡Ya estoy aquí! —exclamó mientras se dirigía hacia la cocina.

Supo nada más verla que estaba disgustada: Meryl no le dedicó la sonrisa dulce como la miel con que solía recompensarlo de ordinario cuando volvía a casa.

—¿Va todo bien? —preguntó mientras se acercaba a su mujer.

Estaba delante del fregadero y limpiaba furiosamente una gran olla. Se pasó la mano por el pelo y le dio un beso distraídamente.

—Sí…

Pero su aspecto preocupado no le engañaba.

Echó un vistazo a la mesa, buscó los pucheros, los platos.

—No sé qué pasa, pero… la casa huele a comida y, sin embargo, tengo la sensación de que no hay mucho que llevarse a la boca.

—Así es. Esta noche pediremos una pizza.

Tomó asiento, sobrecogido por el tono imperioso de su mujer.

—Y bien, ¿me vas a explicar qué sucede?

La mujer dejó el estropajo, se quitó los guantes, se apoyó en el borde de la encimera.

—Es por la señora Meniron…

—¿Quién dices?

—Meniron… La que se hace cargo de la casa y de Jenny cuando yo no estoy.

Bertegui asintió con la cabeza. Se le vino a la imaginación la imagen borrosa de un dragón hembra cruzado con un facocero vestido con un delantal rojo.

—Se ha ido…

—¿Que se ha ido?

—Ha dimitido, si te gusta más.

—¿Y por eso te pones así? ¡Ya verás cómo encontramos a alguien!

Meryl se encogió de hombros.

—No sé, Claudio, te pareceré una tonta, pero… aquí ha pasado algo.

—¿Cómo dices?

—Estaba rara, ¿sabes? Me ha mirado de un modo extraño: se diría que había visto un fantasma. Y al mismo tiempo, que sabía algo que yo desconocía… y que debería saber. En todo caso, ¡se ha ido como alma que lleva el diablo!

Bertegui miró desconfiado a su mujer. Meryl era una mujer sensible —más bien receptiva, dotada de una gran intuición—, pero también racional y sólida. Sin embargo, sus declaraciones eran la justa réplica a los comportamientos de los villenses con que se había topado en los últimos días. Por lo visto, concluyó entre divertido y burlón, la niebla no se dejaba a nadie: todo el mundo perdía aquí el sentido de la medida.

—Ya sé que suena raro, pero nunca antes había mostrado esta actitud. Me ha contado no sé qué tontería, un vago asunto de familia y de horarios que no cuadraban con los míos, pero… la había visto una hora antes y no mencionó nada. ¡Ni una palabra!

El policía asintió con la cabeza: efectivamente era un poco desconcertante. Pero tenía tan poca importancia…

—Ha llegado a… darme miedo, ¿sabes? Hasta he tirado lo que había cocinado.

—¿Lo que olía tan bien? —exclamó con ojos súbitamente empañados de una gula frustrada.

—Unos huevos al plato. Terminantemente prohibidos en tu caso de todos modos. Y además… —dudó antes de proseguir—, vas a pensar que estoy loca, pero la he encontrado tan rara que no habría podido ni tocar lo que ha preparado.

El Jabalí guiñó los ojos y meneó imperceptiblemente la cabeza: la niebla… la niebla los afectaba a todos, sin excepción. ¡Hasta a su mujer, que prácticamente estaba acusando a la doméstica de intento de envenenamiento!

—¡Pues yo estoy muy contenta de que se haya ido! —dijo una vocecilla.

Ambos se volvieron a un tiempo.

—¡Eh, muñequita! ¿Ya terminaron los de la academia con sus gallos?

Jenny Bertegui hizo una mueca de desengaño antes de saltar sobre las piernas de su padre.

—Cada vez estoy menos interesada… Va a ganar Cyril… es lo peor.

Bertegui se echó a reír.

—Eso casi es una buena noticia, hija. —Y luego, dirigiéndose a su mujer—: ¿Ha cenado ya?

—No, lo he tirado todo. Hasta la ensalada. ¡Hasta la fruta!

La respuesta lo dejó sin palabras. Iba a preguntar por más detalles cuando el móvil vibró en su bolsillo. Dejó a su hija en el suelo, y luego comprobó quién llamaba en la pantalla: Clément.

Con una mueca de disgusto, aceptó la llamada y se alejó por el pasillo.

—Se va a poner contento… Finalmente han encontrado algo.

—¿Los del laboratorio?

—Sí. Mañana tendremos los detalles, pero le había dicho a Clovis que me tuviera al corriente del menor elemento sospechoso y me acaba de telefonear. Efectivamente hay un nexo de unión, oh, no mucho, entre el toro y el bosque del parque: seda…

—¿Seda?

—Sí. Algunas fibras, casi nada aparentemente. ¿Se acuerda del trozo de espejo raro que encontramos al lado del monopatín?

—¿El que estaba manchado de sangre vieja? Claro que me acuerdo: supusimos que el chaval lo había cogido, dado que también se encontró algo de su sangre y que un corte reciente en su mano confirmaba esa posibilidad.

—Pues bien, han recogido algunas fibras de seda. Una seda especial, de hecho… Bueno, tejida de un modo particular. La misma que encontraron sobre el toro: a primera vista no se percataron de ella porque el fragmento es minúsculo, pero son categóricos al respecto. Proceden del mismo sitio. Seda de la que se utiliza para hacer medias.

—¿Medias? ¿Panties, quieres decir?

—Sí, exactamente. Medias de mujer. En ambos casos, alguien llevaba medias de seda en las escenas del… del crimen, si se puede decir.

Bertegui pensó.

—Sería extraño que una mujer hubiera podido actuar sola… en todo caso, para lo del toro. Hace falta mucha fuerza para cortar una carne así.

—Estoy de acuerdo, pero… ¿un travestí, quizá?

—Sí… o un cómplice. Bueno, una cómplice —corrigió Bertegui, quien, aunque habituado a las situaciones más inverosímiles, no acababa de imaginarse a un Nicolas le Garrec con peluca rubia y zapatos de tacón del 43 torturando a un bóvido para… ¿para qué, además? ¿Ofrecerle un presente a Satán? Por lo demás, el joven Mansard había hablado de la silueta de un hombre en el 36 de la rue des Carmes.

—Mañana tendremos más detalles, pero… la cosa va por donde usted decía, ¿no?

—Sí —musitó el comisario—. Sí, no me cabía ninguna duda.

—Y eso no es todo… —Clément dudó por un momento—. No quiero ni pensarlo de lo loco que resulta, pero han practicado los tests de ADN sobre el espejo.

El corazón de Bertegui experimentó una leve sacudida. Por el tono de Clément, intuyó que se trataba de un elemento clave.

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