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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (37 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Miró la hora. Ya habían transcurrido veinte minutos desde que regresó. Y ella seguía aún «ahí dentro». Se levantó de un salto. Con paso decidido, salió de nuevo al jardín. Al pasar junto al columpio, le pareció que atravesaba una burbuja de aire gélido. Se volvió un instante, contra su voluntad. Se detuvo: la niebla latía con una pulsación lenta, irregular, que dibujaba formas inestables, cambiantes…

«¿humanas?

«¿Una niña? Una niña sentada, que se sujetaba a ambas cuerdas del columpio como para darse impulso…»

La ilusión duró dos segundos: tiempo suficiente como para que los pelos de la nuca se le pusieran de punta y se le encogieran los testículos.

La voz de Anne-Cécile resonó con fuerza en su cabeza: «¡Bastien, tienes que cerrar la puerta! ¡Si no, se quedarán! ¡Para siempre! ¡Contigo!», y de pronto pensó en los Dementores, aquellas criaturas maléficas que custodiaban la prisión de Azkaban y absorbían toda la potencia vital de aquellos a quienes se acercaban. Para contrarrestar su poder, Harry Potter se aferraba al recuerdo más feliz que lograba imaginar.

Cerró los ojos.

Opale…

La imagen de Opale se formó ante sus párpados. Luchó contra la aprensión que le provocaba un nudo en el estómago: ¡ante todo, no pensar que la «niña» podía levantarse del columpio y caminar hacia él! Opale le acaricia la mejilla, aproxima sus labios… Saborear el recuerdo, olvidar el frío cortante del jardín, olvidar incluso el jardín…

Un ruido en el taller lo devolvió a la realidad. Abrió los ojos: ya no había nada. La bruma había retomado su danza abstracta, absurda. Una ilusión, todo era una ilusión… Nada más que una mancha en uno de los cuadros de su madre. Un Dementor en una novela para niños.

Apretó los puños. Era una pequeña victoria: las sombras blancas, aunque existieran, no podían nada contra él; en cualquier caso, nada más que una simple nube.

Avanzó hasta el cobertizo, vaciló. Tenía el puño levantado a diez centímetros de la puerta cuando la voz de su madre traspasó el silencio: una voz amortiguada por la madera de la puerta, poco clara. Pegó la oreja:

—… estás aquí! … te siento… por todas partes…

Nuevo silencio. ¿Sollozos?

… mira lo que he…? … mira… que me obligas a hacer…

Ni una palabra más. Esperó aún un rato, espantado esta vez… no por sombras, o fantasmas de sombras, sino por esta realidad: su madre hablaba sola, dirigiéndose a alguien que no estaba en la habitación.

Le entró el pánico: los locos son los que hacen eso, ¿no? ¡Los locos de remate!

Pero ¿estaba sola en realidad?

Estiró el cuello. Decididamente, las ventanas estaban demasiado altas para que pudiera ver nada, salvo que midiera dos metros largos. Era necesario trepar. Buscó con la vista algún objeto en el jardín: una escalera, una caja suficientemente grande. Su mirada se detuvo en un árbol. Aunque se hubiera criado en la ciudad, tenía un poco de práctica gracias a los castaños de Les Feuillades. Podía intentarlo. Aquel tenía algunas ramas bajas a las que era fácil encaramarse.

Sin pensarlo, fue en busca de una silla de jardín, se subió encima. A la altura de las primeras ramas, comprobó su solidez. Las encontró bastante resistentes como para soportar un peso ligero como el suyo.

Comenzó el ascenso: en un primer momento bastaba con colgarse, y no agarrarse al tronco como en los dibujos animados…

Luego había que balancear el cuerpo para agarrarse con las piernas y alzarse, y así sucesivamente…

Alcanzar una altura suficiente le llevó uno o dos minutos, pero la estrechez de las ventanas le impedía distinguir lo que pasaba dentro desde donde se encontraba. Tenía que… avanzar por la rama. Lo cual era peligroso porque se iba haciendo cada vez más fina.

Deslizó su cuerpo, avanzando como una oruga.

Poco a poco, apareció en una de las ventanas la cabellera de su madre, luego unos lienzos en la pared, iluminados por una violenta luz algo amarillenta: cuadros que conocía, «pintarrajos», como ella decía. Así que era ahí donde los había reciclado…

Avanzó un poco más… la rama empezó a cabecear. Efectivamente estaba pintando. Ahora podía ver el borde de un lienzo sobre el caballete: ¿dónde estarían los cuadros más recientes?, se preguntó. Aún tenía que ganar algunos centímetros, unos veinte o así, para disfrutar de una vista completa.

Con el corazón a mil, encogió un poco las piernas hacia el torso, después empujó suavemente.

La rama se agitó, se dobló. Estiró el cuello, en equilibrio precario. Tuvo la visión fugaz de un cuadro negro acuchillado de rojo… Un cuadro que no se parecía a nada que hubiera visto nunca antes salir del pincel de su madre. Y comprobó que estaba totalmente sola.

Caroline Moreau debió de notar una presencia a su espalda, o ver una sombra moviéndose, la forma retorcida de una rama de árbol que se estremecía contra la pared.

Se dio la vuelta, mirando hacia lo alto. Bastien quiso retroceder precipitadamente. La rama cedió.

Aún estaba en el suelo cuando su madre salió del cobertizo. Le dolía la cabeza. Tenía frío.

—Pero ¿qué te ha pasado? —exclamó—. ¿Te has hecho daño? Espero que no te hayas roto nada, al menos…

Bastien rebulló. El golpe lo había dejado algo dolorido, pero no identificó ningún dolor en especial. Excepto en la cabeza. Se pasó la mano por el pelo. Un chichón del tamaño de un huevo empezaba a crecerle justo en la base del cráneo.

—No, estoy bien —dijo.

—Me parece que nos hemos ganado una radiografía, jovencito —dijo con un tono entre la dulzura y la risa nerviosa.

Le acarició la mejilla con la mano y en ese momento Bastien la encontró todavía más bella: sin duda, la penumbra azulada traspasada por las escasas luces del jardín encubría la desgarradora tristeza que la había ajado para poner de relieve solo la finura de sus rasgos, la armonía simétrica de su rostro de pómulos marcados, la oscura tintada de su mirada.

—¡Dios mío, qué susto me has dado! No te habrás roto la nariz… La tienes un poco…

Las palabras murieron, y se quedó en silencio, mientras su mirada se dirigía hacia el columpio. Su expresión cambió, como si de pronto acabara de comprender algo, una verdad profunda, cuyo sentido le proporcionara un gran alivio.

—No sé qué estabas haciendo en ese árbol, Bastien. No quiero saberlo. Pero no tienes que preocuparte por mí, ¿de acuerdo?

Resultaba tranquilizador oírla hablar así, con una voz bien controlada.

—No te preocupes por nada… estoy mejor. No, estoy bien…

Habría querido poder creerla, confiar en ese aspecto sosegado que no le había conocido desde hacía mucho. El aspecto de alguien cuya paz interior no se ve mancillada por ninguna ansiedad. Porque ahora lo entendía: no era cosa de la claridad del jardín, esa noche su rostro era en realidad el de siempre, marcado por esa belleza dulce e impenetrable, y frágil, que hacía que se volvieran las cabezas a su paso. Pero ¿cómo explicar el contraste entre ese rostro, esas palabras, y las que había pronunciado poco antes en el cobertizo? ¿Y los oscuros tormentos del lienzo que había en el caballete?

—Todo va muy bien. Soy feliz aquí —afirmó en tono soñador—. Y sé que también tú vas a ser feliz. Sí, muy feliz. No me cabe ninguna duda. De momento puede resultar un poco duro, pero eres un muchacho con una fuerza… inmensa. ¿Lo sabías, verdad, campeón?

Se acercó a él y le dio un beso en la frente: el chico notó cómo le hacía cosquillas en la nariz un perfume de flores, mezclado con un lejano olor a pintura… Un cóctel familiar, tranquilizador.

—Eres muy especial, Bastien —susurró—. Muy especial. Cada día que pasa me doy un poco más de cuenta. Eres, mi pequeño…, muy fuerte. Muy especial. Y te quiero más que a nada en el mundo. Nunca lo olvides… Pase lo que pase, nunca lo olvides: eres un chico valiente… Y especial para mí. Y siempre lo serás…

Una última caricia antes de ponerse en pie, una última sonrisa.

—De todos modos, mañana iremos a que te hagan una radiografía, no vaya a ser que haya un traumatismo craneal.

Pero, con una lucidez implacable y terrible, Bastien comprendió que ni al día siguiente ni al otro irían a hacerse la radiografía. Porque mañana, su madre lo habría olvidado. Al igual que el día en que le confió el misterio de las manchas de sus cuadros, y como dos horas antes, al salir de la Chowder, acababa de tener una revelación: su madre ya no vivía con ellos. Ni con nadie. Por eso se paseaba con ese aire sereno (y
creepy)
. Después de haber nadado en las negras aguas de la depresión, Caroline Moreau había encontrado refugio en las cimas de la ilusión: vivía en un mundo donde nada era ni trágico ni siquiera importante. Donde todo era orden y belleza… Un mundo que se había convertido en el suyo. Y que solo ella habitaba. Bueno, ella y aquellos con quienes hablaba en el cobertizo.

—¿Has olido la tarta que te he preparado, al menos?

Se alejó, dejándolo sentado en la hierba, a punto de llorar, con el animal de su corazón sacudido por los lloriqueos de un cachorro abandonado, más que nunca con la certeza de que la madre que conoció con nueve años acababa de darle su definitivo adiós.

¿Qué iba a ser de ellos?, se preguntaba.

Quedaba su padre… y él mismo. Todos ellos estaban en peligro. Cómo, por qué, no tenía las respuestas. Pero era necesario huir… ¿y abandonar a Opale? O, en cualquier caso, comprender. Hablar con su padre. Hallar la clave. Pero la clave estaba en posesión de julesmoreau.

Capítulo 39

¿C
hic? ¿O informal? ¿De alto copete? ¿Modernillo? Pero además, ¿acaso había locales de moda en Laville-Saint-Jour? He ahí la cuestión esencial… ¿Adónde iba a invitarla Le Garrec?

Audrey salía del baño: un baño muy caliente, casi hirviendo, en el que había pasado treinta minutos largos, con una vela como única fuente de luz para tratar de relajarse. Fue en vano: ni el baño ni la ducha fría que lo siguió habían logrado calmarla. Tenía los nervios a flor de piel desde su conversación con Antoine delante de la biblioteca, y había elucubrado las teorías más absurdas, para finalmente llegar siempre a la misma conclusión en dos partes: Antoine no era ajeno al accidente que había costado la vida al hermano de Bastien; después de haber asesinado al pequeño, ahora iba a por el mayor.

¿Por qué?

¿Había sido Antoine amante de Caroline Moreau, por ejemplo? No. Caroline Moreau no habría matriculado a su hijo en un colegio dirigido por su antiguo (y peligroso) amante… Y el sentido común también le habría desaconsejado acercarse a Laville-Saint-Jour en general y a los laboratorios Hecticon en particular.

Ante el espejo empañado, se apretó los ojos con índice y pulgar: ¡Dios! ¿Por qué reducía los acontecimientos a un asunto de cama? ¿Qué tenía que ver aquel chat en todo esto? ¿Cuáles eran los proyectos de Antoine?

Y además, ¿podía permitirse desbaratar los planes de su patrón, arriesgándose a perder el trabajo que le permitía estar cerca de su hijo?

Sí, pero mira por dónde, ahora ella también era parte interesada en el asunto, pensó mientras se ponía maquinalmente el albornoz. Se dijo que había sido una buena maniobra de distracción lo de sacar el tema de Hecticon durante su encontronazo a la salida de la biblioteca, desconcertarlo para salir huyendo. Pero, a cambio, se había entregado atada de pies y manos. Ahora Antoine sabía de las sospechas que albergaba. ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar para proteger sus secretos? Su cerebro hacía malabares con diferentes teorías como los colores de un cubo de Rubik, imposibles de encajar.

Vestida con el albornoz, se detuvo de pronto ante su ropero y se dio cuenta de que nada, absolutamente nada podía apartarla de ese asunto. Tampoco su cena con Le Garrec.

¿Chic o no? Pero ¡qué importaba eso! Echó mano de un vestido negro y sencillo, un poco ajustado, que lo mismo podría haber sido de Lagerfeld que de venta por correo. Tiró el albornoz sobre la cama con un gesto brusco, se enfundó en el vestido, hizo contorsiones para cerrar la cremallera de la espalda… Vuelta al cuarto de baño: un maquillaje franco, marcado, sin florituras, acorde con las emociones que la apartaban de actos tan banales como alargarse las pestañas, ponerse gloss en los labios para hacerlos más carnosos, o matizar su mirada hacia las sienes. Un par de minutos después, echó la cabeza hacia adelante y encendió el secador a plena potencia —¡ya se marcaría el pelo a lo Veronica Lake en otra ocasión!—, luego se puso pulseras, collares, pendientes al azar, de los que su mano iba encontrando al paso.

En la habitación, se enrolló al cuello un echarpe de seda color crema, se calzó un par de escarpines negros (extremadamente altos y puntiagudos), se echó un abrigo por los hombros.

Observándose en el espejo, se encontró… aceptable, aun cuando su mirada implacable no le perdonara el sospechoso movimiento de su pelo, tipo oleaje embravecido en el Mont Saint-Michel. Aceptable… y de pronto un poco ridículo: verse así, dispuesta para una cita, la devolvía a una realidad bien concreta, un mundo en el que parecía totalmente improbable que su antiguo y fugaz amante hubiera podido cometer una acción tan horrible como atropellar a un bebé para después torturar psicológicamente a su hermano. Un mundo habitado por voces racionales que le susurraban al oído que sencillamente estaba empezando a perder la cabeza, y que la hipersensibilidad que había desarrollado a raíz del «rapto» de su hijo inflamaba su imaginación. Sí, la mujer del espejo, aceptable, y que en realidad no estaba tan mal, le aconsejaba esto: tienes que tranquilizarte; analizar la situación fríamente; intentar encontrar primero explicaciones razonables antes de sumirte en una novela de Mary Higgins Clark con salsa borgoñona.

Se quedó mirando a la mujer del espejo uno o dos minutos. Después decidió darle la razón.

Apagó casi todas las luces del apartamento, y se dirigió a la cocina, a la ventana que daba al aparcamiento. Buscó un Mini negro. No, no estaba. El reloj vino a decirle que Le Garrec llevaba ya cinco minutos de retraso. Mejor: así podría respirar un poco, recobrar el ánimo perdido en el transcurso de las últimas horas, que seguían el agotador trazado de una montaña rusa en la que disgustos, inquietudes, cólera, temores o también determinación conformaban picos, caídas y
loopings
.

Encendió un cigarrillo, dejó que su mirada siguiera la sinuosa línea del humo: no pensar ni en Antoine ni en Joce ni en David… en definitiva, en todos esos hombres, grandes o chicos, que la atormentaban.

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