Aprendiz de Jedi 4 La Marca de la Corona (6 page)

BOOK: Aprendiz de Jedi 4 La Marca de la Corona
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—Al líder de la gente de las montañas —dijo—. A Elan.

Lentamente, el bandido se quitó el pañuelo negro que cubría su cabeza. Una cascada de cabellos plateados cayó sobre sus hombros. Tenía delante de él a una mujer joven. Sus ojos eran oscuros, del color de un cielo nocturno, inusuales en los galacianos. Su mirada impaciente le observó, fijándose en cada detalle y dejando claro que no estaba impresionada por su presencia.

—Bueno, al final algo te ha salido bien —dijo—. Me has encontrado.

Capítulo 8

Elan depositó el pañuelo de la cabeza y la ballesta láser en el compartimiento posterior de su barredor. Se limpió el polvo de sus manos en los pantalones.

—Esas piedras son sagradas para la gente de la montaña —dijo a Qui-Gon—. Y tú casi las destrozas.

—No era mi intención.

—Tú fuiste el que elegiste el campo de batalla —comentó crispada Elan.

—Necesitaba cubrirme —le replicó Qui-Gon.

Copos de nieve empezaron a centellear en el cielo. Elan levantó una ceja.

—¿Alguna vez has oído hablar de lo que es una roca sagrada? ¿Y un árbol?

Qui-Gon se resistió a la tentación de discutir. Le estaba poniendo a la defensiva deliberadamente. En vez de atacar preguntó:

—¿Conocías a los atacantes?

Ella se encogió de hombros.

—Bandidos de las afueras de la ciudad. Hacen sus incursiones por aquí ocasionalmente. En Galu se oyen rumores de que la gente de las montañas tiene oro. Los locos avariciosos creen que es verdad. Ojalá nos dejaran en paz. Nosotros no les molestamos a ellos. —Le lanzó una mirada glacial—. ¿Quién te mandó a buscarme y por qué?

—Me envió la reina Veda —dijo Qui-Gon.

Hizo un gesto despectivo con la mano.

—Entonces vuelve a Galu. No reconozco su autoridad.

—¿No quieres saber lo que ella quiere?

Elan se acercó al barredor y echó una pierna por encima del sillín.

—Algo sobre las elecciones, estoy segura. No me importa. —Señaló el camino de vuelta a Qui-Gon—. Tienes que volver por ahí. No permanezcas en las montañas. O lo lamentarás.

No sabía si ella le estaba amenazando o advirtiendo de los ataques de otros grupos de bandidos. Otro barredor llegó volando hacia ellos y paró sobrevolando en el aire. Un hombre alto de piel azulada lanzó una rápida mirada a Qui-Gon y luego se volvió hacia Elan.

—Se avecina una fuerte tormenta.

—Lo sé Dana —dijo Elan dirigiendo una mirada preocupada hacia el cielo—. Cuando vienen, suelen ser fuertes.

Como para corroborar sus palabras, empezó a caer de repente una nevada. Los copos eran como cristales duros que herían la piel descubierta de Qui-Gon. Se retiró en busca de su equipaje de emergencia que había abandonado cuando comenzó la lucha. El dolor hacía mella en él y dejó escapar un siseo de queja.

—Está herido—dijo Dana.

Elan frunció el ceño enfadada.

—Supongo que no puedo mandarte de vuelta. Herido, con esta tormenta, no sobrevivirías. Y oscurece en seguida en las montañas.

Qui-Gon esperó. Las heridas le dolían. Pero se curarían. Ahora parecía que tenía suerte de haberlos encontrado. La conciencia de Elan no le permitiría volver solo.

—Una noche —le advirtió—. Eso será todo. Ahora sube al barredor detrás de mí. Y no te caigas. No quiero tener que rescatarte otra vez.

***

La gente de la montaña no era especialmente amistosa, pero sí amable. Su campamento estaba formado por cúpulas blancas de varios tamaños construidas con un material flexible que permitía cerrarlas. Dentro de su pequeña cúpula, Qui-Gon encontró toda la comodidad necesaria: gruesas alfombras y mantas, un reluciente calentador, una cocina pequeña y un baño, e incluso una terminal de datos para su uso personal.

Dana le dijo que un curandero vendría a ver sus heridas. Qui-Gon hizo todo lo posible por curarse a sí mismo pero no pudo llegar a la herida que se hizo en la espalda cuando se cayó. Se quitó la túnica y esperó a que el curandero llegara. Aunque se oían los fuertes ruidos de la tormenta en el exterior, la construcción era sólida y cálida.

Llamaron a la puerta y él autorizó la entrada.

Elan se agachó para pasar la puerta. Llevaba una bolsa pequeña. Cerró rápidamente detrás de ella para que no entrara el viento y la nieve.

—Bien, ya estás preparado —comentó.

—¿Tú eres el curandero? —preguntó sorprendido Qui-Gon.

Asintió mientras sacaba los instrumentos y rollos de vendas. Cuando le miró, sus ojos eran desafiantes.

—¿Sorprendido? No soy el típico curando, ¿no es eso?

—No, no es eso —contestó Qui-Gon—. Nunca he conocido un curandero que pueda pilotar un barredor de esa manera.

Un amago de sonrisa apareció en sus labios.

—De acuerdo, veamos qué tenemos aquí. —Inspeccionó las heridas y se detuvo un poco más en una, después las vendó—. Hiciste un buen trabajo.

—A los Jedi también se nos enseña a ser curanderos —dijo—. No llego a la que tengo en la espalda.

—Date la vuelta.

Qui-Gon sintió el frío cuando ella echó un ungüento sobre la herida. Eso ayudaría a sobrellevar la quemadura.

—Gracias por haberme proporcionado un lugar tan agradable —dijo.

—No vivimos como los animales, por mucho que lo piense así la gente de la ciudad —contestó Elan.

Desenrolló una venda.

—No creía que lo hicieseis —dijo Qui-Gon—. Y es mi experiencia tras haber estado en muchos mundos que la ignorancia trae consigo el miedo. Los temerosos inventan historias acerca de lo que tienen miedo.

—Sí —respondió Elan fríamente—. La gente de la ciudad es ignorante y miedosa. Estoy de acuerdo. Así que, ¿por qué debería vivir entre ellos?

Qui-Gon trató de controlar su exasperación. Hablar con Elan era como tratar de coger al vuelo un copo de nieve. Dijera lo que dijera, se las apañaba para hacer que su verdadero significado desapareciera.

—Así que, ¿es por eso que no quieres participar en las elecciones? —preguntó Obi-Wan—. El apoyo de la gente de las montañas podría marcar la diferencia para determinar quién sería el candidato idóneo.

—¿Y quién es? —preguntó Elan.

Todavía estaba ocupada con el vendaje de su espalda, por lo que no podía verle la cara. Sólo podía sentir sus fríos y expertos dedos y ocasionalmente el roce de su pelo sobre la piel.

—¿Deca Brun, quien grita eslogan y hace promesas? ¿Wila Prammi, quien ha sido un esclavo del sistema monárquico y ahora habla de democracia? ¿Ese joven loco, el príncipe Beju? No, gracias, Jedi. No confío en las elecciones, no confío en la Reina y tampoco en los candidatos. Estoy feliz donde estoy.

Apretó el vendaje en su lugar y lo cortó.

—Terminado.

Qui-Gon volvió su cara hacia ella.

—Gracias. ¿No sientes lealtad hacia Gala?

Volvió a poner los instrumentos y los vendajes en su bolsa con rápidos movimientos.

—Siento lealtad hacia mi propia gente. Puedo confiar en ellos.

—¿Y qué hay de tu planeta? —preguntó Qui-Gon volviéndose a poner su túnica—. Gala va a experimentar un gran cambio. Un buen cambio. ¿No debería la gente de las montañas participar de él?

Elan cogió sus cosas. Se volvió hacia él haciendo un gesto de impaciencia.

—¿Por eso te ha enviado la Reina? ¿Para pedirme que apoye a su hijo?

—No —respondió tranquilamente Qui-Gon. Observaba cuidadosamente su cara—. Me envió para decirte que el príncipe Beju no es el legítimo heredero del rey Cana.

—¿Y por qué quiere decirme eso? —preguntó Elan—. ¿Y por qué debería importarme a mí?

—Porque tú sí que eres la heredera —dijo Qui-Gon—. Eres hija del rey Cana.

Elan pestañeó. Vio la sorpresa en su cara y cómo trataba de controlarla.

—¿Qué clase de mentira es ésa? —preguntó dando un paso hacia atrás—. ¿Para qué has venido aquí?

—Verdad o mentira, quizás sólo tú lo puedes descubrir —dijo Qui-Gon—. Sólo digo lo que me han contado y lo que creo que es cierto. La reina Veda descubrió hace poco que el rey Cana tuvo un hijo antes de casarse con ella. Ese hijo eres tú. La Reina dice que quiere que tú sepas los derechos que te corresponden.

—Es un truco —dijo Elan firmemente—. Un truco para llevarme de vuelta a la ciudad. Quiere arrestarme y dispersar a la gente de las montañas...

—No —interrumpió Qui-Gon con firmeza—. Creo que ella sólo quiere que lo sepas. Y eso es todo.

Elan empezó a dar vueltas por la habitación, con el pelo color plata a su alrededor. Se encaminó hacia la puerta.

—No escucharé esto.

—¿Qué hay de tus padres? —preguntó Qui-Gon levantando la voz para que le escuchara a través del viento que aullaba en el exterior—. ¿Dónde está tu madre?

Elan se volvió y se encaró con él.

—Eso no es asunto tuyo, Jedi. Pero te lo diré para que no intentes confundirme con tus mentiras otra vez. Mi madre vivió en las montañas toda su vida. Nunca fue a Galu. Mi padre fue un gran curandero, reconocido por toda la gente de la montaña. Estás equivocado.

—Estoy seguro de que las personas que te criaron valían mucho —dijo Qui-Gon—. Pero puede que la sangre de Cana corra por tus venas, Elan.

Miró al Jedi fríamente.

—Puede que en estos momentos tú creas las mentiras de la Reina. Pero te digo, Qui-Gon, que hay un plan detrás de sus palabras. Y de ti depende descubrirlo.

—Se está muriendo —dijo Qui-Gon tranquilamente—. Ella piensa en su legado. Es un regalo que te hace.

—No me lo creo y no lo quiero —contestó con firmeza Elan—. Éste es mi legado. —Gesticuló abarcando la tienda y todo lo que había fuera—. Ésta es mi gente. Son todos descastados. Habrás visto cómo Gala está gobernada por familias poderosas. La gente de la montaña comenzó a existir hace cientos de años cuando los que eran diferentes, es decir, los que tenían los ojos demasiado oscuros y la piel no suficientemente clara, no tenían familia y se refugiaron aquí. Creamos nuestra propia sociedad, donde la libertad es nuestra primera regla. Mis padres me dejaron esta herencia. Estoy orgullosa de ella. No quiero ninguna corona.

—Has tomado una gran decisión en muy poco tiempo —observó Qui-Gon.

Sus ojos oscuros le estudiaban.

—¿Y qué es esto para ti, Qui-Gon Jinn? —preguntó suavemente—. Has hecho un largo viaje, casi pierdes tu vida, sólo para decirme eso. Pero Gala no es tu mundo. Ésta no es tu gente. Yo tengo ataduras a algo. ¿Y tú? ¿Por qué debería escuchar a alguien hablarme de legado que no tiene ningún tipo de vínculo con nada?

Qui-Gon se quedó en silencio. Elan estaba tratando de herirle. Algo de lo que se había dicho era exactamente el eco de sus pensamientos.

—Mi comunicador no funciona —dijo Qui-Gon—. ¿Hay alguna manera de entrar en contacto con mi aprendiz en Galu?

—Interceptamos las comunicaciones en las montañas por protección —contestó Elan—. Pero te dejaremos contactar con él tan pronto como la tormenta amaine. Habla con Dana.

Abrió la puerta. El fuerte viento hizo volar su pelo y sus ropas hacia atrás y envió una corriente helada hacia Qui-Gon. Elan no se acobardó.

—Dile a tu aprendiz que cuando el tiempo mejore estarás de vuelta —añadió.

Se perdió en la tormenta.

Cerró de un portazo. Había hecho un largo viaje para nada. Su misión había fracasado.

Capítulo 9

El comunicador de Obi-Wan se había activado cuando se levantó al día siguiente. Por fin, Qui-Gon había contactado con él. Temeroso de usarlo en su habitación, porque todavía estaba bajo vigilancia, se fue a una esquina de los jardines que estaba plantada con especies tropicales salvajes. Cubierto por las gruesas hojas de los árboles, abrió la línea de comunicación.

—Hola, Obi-Wan.

La voz de Qui-Gon sonaba forzada. Obi-Wan presintió que pasaba algo.

—Estás herido, Maestro —contestó preocupado.

—Ya me estoy curando. Me topé con unos bandidos —explicó Qui-Gon—. Pero también encontré a la gente de las montañas.

—¿Y Elan?

—La encontré —dijo Qui-Gon—. Mi salvador enmascarado resultó ser la persona que buscaba. Pero no he tenido mucho éxito. Ella piensa que la Reina miente para ocultar un plan en su beneficio.

—Podría ser verdad —dijo Obi-Wan.

—¿Y tú? —preguntó Qui-Gon—. ¿Has descubierto algo?

—Creo que la Reina está siendo envenenada —contestó Obi-Wan.

Rápidamente le explicó sus sospechas y la visita al laboratorio de análisis de sustancias.

La cara de Qui-Gon reflejó la preocupación.

—Son muy malas noticias —dijo.

—¿Quién podría ser el envenenador? —preguntó Obi-Wan.

—Pregúntate a ti mismo quién se podría beneficiar de su muerte —dijo Qui-Gon—. Si ella muere, su sucesor podría parar el proceso electoral.

—¡Beju! —gritó Obi-Wan—. ¿Sería capaz de envenenar a su madre?

—Puede ser —dijo Qui-Gon—. Sin embargo, creo que no. Creo que debajo de su enfado hay amor filial.

—No estoy tan seguro —murmuró Obi-Wan. No tenía una buena opinión del Príncipe.

—O podría ser alguien que quisiera que la línea de sucesión continuara —siguió diciendo Qui-Gon—. Como Giba. O podría ser alguien cuyos motivos no son tan obvios. Debes tener cuidado, padawan. Tienes la prueba. Puede que cuando el analizador de sustancias te dé el nombre del veneno tú seas capaz de descubrir al culpable. ¿No me has dicho que Jono es el encargado cada noche de servirle el té?

—No puede ser él —dijo Obi-Wan—. Solamente lo recoge en la cocina y lo sirve.

—Pareces muy seguro de tu nuevo amigo —replicó con voz neutral Qui-Gon—. Pero a veces lo obvio es la respuesta.

—Estoy seguro de él —dijo Obi-Wan.

Se enfadó ante la sugerencia de Qui-Gon. Su Maestro había decidido dejarle a cargo de lo que ocurriera en palacio. ¿Por qué no se fiaba ahora de sus conclusiones?

—Mientras tanto, debes advertir a la Reina —comentó Qui-Gon—. No veo otra solución. Debe sólo comer aquello que le traigan personas de su confianza. O mejor aún, lo que se prepare ella misma.

—¿Volverás pronto?

Obi-Wan esperaba que la respuesta fuera un sí.

—En unos días. Mis heridas me impiden viajar.

—¡Pero me habías dicho que ya te estabas curando! —protestó Obi-Wan.

—Sí, pero ellos no lo saben. A Elan no le gustará saber que sus remedios tardan en hacer efecto. Está muy orgullosa de sus habilidades de curandera.

—¿Elan es curandera? —preguntó Obi-Wan. Le vino a la cabeza un pensamiento—. Pero eso significa que podría saber muchas cosas de venenos.

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