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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (2 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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La puerta del cuarto de baño estaba en la cocina y daba directamente al fogón. Hasta un niño sabría que era un terrible atentado contra las normas del
Feng Shui.
Un trozo del oscuro linóleo amarillento del suelo, cerca del fregadero y el frigorífico, estaba arrancado y dejaba ver los tablones abombados del piso. Las paredes se encontraban llenas de grietas y en algunas partes tenían enormes bultos, como si se hubieran tragado algo. En otros puntos, la pintura se había desconchado, mostrando el yeso desnudo, como carne bajo la piel. La cocina estaba unida a otra habitación sin puerta de separación. Por el rabillo del ojo, vi unas cosas marrones que escapaban hacia las paredes mientras entrábamos en la estancia: cucarachas, pero esta vez de las vivas. También podrían ser ratas o ratones que se escondían en las paredes. Cogí la escoba que mi madre todavía llevaba en la mano, la puse del revés y golpeé con fuerza el palo contra el suelo.

— Ah-
Kim -me regañó mi madre—, vas a molestar a los vecinos.

Dejé de dar golpes y no respondí, aunque sospechaba que éramos las únicas inquilinas de todo el edificio.

Las ventanas de aquella habitación daban a la calle y sus cristales estaban intactos. Supuse que la tía Paula habría arreglado sólo los que la gente podía ver desde fuera. A pesar de lo vacío que estaba, ese cuarto apestaba a sudor acumulado. En un rincón, sobre el suelo, había un colchón de matrimonio. Tenía rayas verdes y azules y muchas manchas. También había una mesita baja de café con una pata distinta a las demás, en la que me tocaría hacer mis deberes, y un tocador cuyo barnizado se caía como caspa. Eso era todo.

Lo que había dicho la tía Paula no podía ser cierto, pensé, hacía mucho tiempo que nadie vivía en aquel piso. Comprendí lo que pasaba. La tía lo había preparado todo a propósito: hacer la mudanza un día de entre semana en lugar de un fin de semana, darnos los regalos en el último momento... Quería dejarnos allí y tener la fábrica como excusa para poder marcharse rápido y escaparse mientras todavía le dábamos las gracias por su amabilidad. La tía Paula no iba a ayudarnos. Estábamos solas.

Sentí un escalofrío y dije:

—Ma, quiero irme a casa.

Mi madre se agachó y acercó su frente a la mía. Casi no podía sonreír, pero sus ojos desprendían cariño.

—Todo va a ir bien, pequeña. Tú y yo juntas, el cachorrito y su mamá.

Con aquello quería decir que las dos formábamos una familia. Pero no me podía ni imaginar lo que realmente estaría pensando mi madre de todo aquello. Ella, que frotaba con su pañuelo los vasos y los palillos de los restaurantes cuando comíamos fuera, porque no se fiaba de que estuvieran limpios. Al ver aquel apartamento, seguro que también descubrió algo en su relación con la tía Paula, algo latente y palpitante, oculto bajo un manto de buenas palabras.

Durante nuestra primera semana en los Estados Unidos, nos quedamos en la casa que la tía Paula y su familia tenían en Staten Island, una vivienda cuadrada de una sola planta. La noche que llegamos de Hong Kong hacía mucho frío, y la potente calefacción de la casa hizo que se me secara la garganta. Mi madre llevaba trece años sin ver a su hermana mayor, desde que la tía Paula se marchó de Hong Kong para casarse con el tío Bob, que había emigrado a América cuando no era más que un niño. Todo el mundo hablaba de la gran fábrica que dirigía el tío Bob en los Estados Unidos, por eso siempre me pregunté por qué un hombre tan rico como él había tenido que regresar a Hong Kong para buscar esposa. Cuando vi su forma de caminar, siempre encorvado sobre su bastón, comprendí que algo malo le pasaba en la pierna.

—Ma, ¿podemos comer ya? —Mi primo Nelson hablaba fatal el chino, con una malísima pronunciación. Seguramente le habían obligado a utilizarlo delante de nosotras.

—Dentro de poco. Dale primero un beso a tu prima y ofrécele la bienvenida a América —dijo la tía Paula, que cogió la mano del pequeño Godfrey, de tres añitos, y empujó a Nelson hacia mí.

Mi primo tenía once años, como yo, y me habían dicho que sería mi mejor amigo aquí. Lo observé: un niño gordito con piernas escuálidas.

Nelson puso cara de fastidio y exclamó:

—Bienvenida a América.

Lo dijo en voz alta para agradar a los mayores. Luego se acercó a mí e hizo amago de besarme en la mejilla, momento que aprovechó para susurrarme al oído:

—Eres un rastrillo lleno de estiércol.

Era un insulto chino que se aplica a los paletos. En esa ocasión, pronunció correctamente todas las palabras.

Miré a mi madre, pero no lo había oído. Por un instante, me quedé estupefacta ante su falta de educación. Sentí un ataque de rubor trepando por mi cuello, pero sonreí y me acerqué a él, fingiendo devolverle el beso.

—Por lo menos no soy una patata con barritas de incienso por piernas —le susurré, mientras los adultos sonreían sin enterarse de nada.

Nos enseñaron la casa. Mi madre me había dicho que en nuestra nueva vida en América viviríamos con la tía Paula y cuidaríamos de Nelson y Godfrey. Su hogar me pareció muy lujoso, con moqueta anaranjada en todas las habitaciones, en lugar de los suelos de cemento a los que estaba acostumbrada. Mientras seguíamos a los adultos por la casa, me fijé en lo alta que era la tía Paula, casi tanto como su marido. Mi madre, que tras su reciente enfermedad había adelgazado mucho, parecía muy pequeña y frágil a su lado. Pero algo me impedía detenerme a pensar demasiado en esas cosas: nunca antes me habían permitido andar descalza en una casa y estaba fascinada con el cosquilleo de la moqueta en mis pies.

La tía Paula nos enseñó todos sus muebles y un armario lleno de ropa, pero lo que más me impresionó fue el agua caliente que salía de los grifos. Nunca había visto algo así. En Hong Kong había constantes racionamientos de agua. Siempre salía fría y era necesario hervirla para poder beberla.

Finalmente, la tía Paula abrió los armarios del salón para mostrarnos sus bonitas teteras y sus relucientes cajitas de té.

—Tenemos un té blanco muy bueno —comentó con orgullo—. Si despliegas las hojas son tan largas como un dedo, y de un aroma muy delicado. Tomad todo lo que queráis. Y aquí están las sartenes. Acero de primera calidad, perfectas para freír y para cocinar al vapor.

Cuando mi madre y yo nos despertamos, después de pasar la noche durmiendo en los sillones, la tía Paula y el tío Bob ya se habían marchado para llevar a sus hijos al colegio y acudir a su trabajo de gerentes de la fábrica textil. Nos habían dejado una nota en la que ponía que la tía volvería a casa a mediodía para arreglar lo nuestro.

—¿Probamos ese té blanco tan especial? —le pregunté a mi madre.

Ella señaló la encimera, sobre la que no había más que una vieja tetera de barro y una caja de té verde del barato.

—Corazoncito, ¿crees que han dejado eso ahí por casualidad?

Bajé la vista al suelo, avergonzada de mis pocas luces.

—A veces no es fácil entender el chino —me explicó mi madre—. En nuestro idioma hay muchas cosas que no se dicen directamente. Pero no tenemos que molestarnos por estas pequeñeces, todo el mundo tiene sus fallos.

Posó su mano en mi hombro. Cuando la miré, su rostro infundía tranquilidad. Añadió, convencida de sus palabras:

—Nunca te olvides de que estamos en deuda con la tía Paula y el tío Bob. Ellos nos han sacado de Hong Kong y nos han traído aquí, a América, a la Montaña de Oro
[1]
.

Asentí. Todos los niños de mi colegio se morían de envidia cuando se enteraron de que íbamos a emigrar a los Estados Unidos. Resultaba muy complicado escapar de Hong Kong antes del anunciado cambio de soberanía, cuando pasamos del dominio británico a pertenecer a la china comunista. En aquel tiempo, no había forma de salir a menos que fueras una mujer lo suficientemente guapa o atractiva como para casarte con alguno de los chinoamericanos que regresaban a Hong Kong en busca de esposa. Eso fue lo que hizo la tía Paula. Ahora estaba siendo lo bastante generosa como para permitirnos compartir su buena fortuna.

Cuando la tía Paula regresó a casa aquella primera mañana que pasamos en América, nos pidió que nos sentáramos con ella en la mesa de la cocina.

—Muy bien, Kimberly —dijo la tía Paula, tamborileando con los dedos sobre el hule de la mesa. Olía a perfume y tenía un lunar en el labio superior—, me han dicho que eres una niña muy lista.

Mi madre sonrió y asintió. Siempre fui la primera de mi clase en Hong Kong.

—Le serás de gran ayuda a tu madre aquí —añadió la tía Paula—. Estoy segura de que mi Nelson aprenderá mucho de tu ejemplo.

—Nelson también es un chico listo —comentó mi madre.

—Claro, claro. No le va mal en el colegio, y su profesora me dijo que algún día llegará a ser un gran abogado porque se le da muy bien discutir. Pero ahora tendrá un motivo más para estudiar, ¿no te parece? Para seguir el ritmo de su brillante prima.

—Le estás poniendo el sombrero de la soberbia a mi pequeña, querida hermana. Aquí no lo tendrá tan fácil.
¡
Ah-Kim
casi no habla inglés!

—Sí, eso es un problema. Nelson también necesita un poco de ayuda con su chino. ¡Estos chicos nacidos en América! Por cierto, hermanita, a partir de ahora deberías llamar siempre a tu hija por su nombre americano: Kimberly. Es muy importante tener un nombre lo más americano posible. Si no, la gente va a creer que acabáis de bajaros del barco.

La tía Paula se echó a reír.

—¡Siempre pensando en nosotras! —comentó mi madre con cortesía—. Queremos empezar a ayudarte, cuanto antes. ¿Cuándo comienzo a dar clases de chino a Nelson?

La tía Paula dudó un poco antes de responder:

—Bueno, de eso quería hablaros. La verdad es que ya no lo necesitamos.

Mi madre enarcó las cejas, sorprendida.

—Pensaba que querías que Nelson mejorara su chino. ¿Y cuidar del pequeño Godfrey y recoger a Nelson de la escuela? Me dijiste que su niñera os resultaba demasiado cara, y que era muy descuidada... ¿Vas a quedarte tú en casa para cuidar de ellos?

Mi madre estaba tan confusa que tartamudeaba. Ojalá hubiera dejado hablar a la tía Paula.

—No, no —la tía Paula se rascó el cuello, un gesto que ya le había visto hacer antes—. Qué más me gustaría, pero estoy muy ocupada con todas las responsabilidades que tengo: la fábrica, los edificios del señor N... Tengo un montón de quebraderos de cabeza.

La tía Paula ya nos había hecho ver que era muy importante, puesto que dirigía la fábrica de ropa y administraba varios edificios de un pariente lejano del tío Bob, un hombre de negocios taiwanés al que llamaba el señor N.

—Tienes que cuidar tu salud —convino mi madre, con tono interrogante. Yo también me preguntaba cómo iba a acabar todo aquello.

La tía Paula gesticuló, extendiendo los brazos y las manos.

—Todo el mundo quiere más dinero, hay que sacar beneficio de todo, de cada edificio, de cada pedido... —Miró a mi madre, y no pude descifrar su expresión—. Pensaba que si os traía aquí podríais ayudarme un poco con los niños. Pero luego tú tuviste tus problemas...

A mi madre le diagnosticaron una tuberculosis hacía ya un año, justo después de que termináramos todo el papeleo para emigrar. Tuvo que pasarse un montón de meses tragando unas enormes pastillas. Recuerdo lo mal que lo pasó, tirada en la cama, con el rostro colorado por la fiebre que tenía. Finalmente los antibióticos acabaron con la tos y los pañuelos manchados de sangre. Tuvimos que posponer dos veces la fecha de nuestro viaje a América, hasta que los médicos y el departamento de inmigración nos lo autorizaron.

—Pero ya estoy curada —protestó mi madre.

—Lo sé y me alegro de que vuelvas a estar bien, hermanita. Pero tenemos que procurar que no sufras una recaída. Cuidar de dos niños tan activos como Nelson y Godfrey sería demasiado para ti. Los chicos no son como las niñas.

—Estoy segura de que sabré arreglármelas —dijo mi madre y, lanzándome una mirada afectuosa, añadió—:
Ah-Kim
también era revoltosa como un monito.

—No lo dudo. Pero no querríamos que los chicos se cogieran algo. Siempre han tenido la salud delicada.

A duras penas, intentaba descifrar las sutilezas del idioma chino de las que me había estado hablando mi madre. En el incómodo silencio que siguió, comprendí que toda aquella charla no tenía nada que ver con la enfermedad de mi madre. Por algún motivo, a la tía Paula no le agradaba la idea de que su hermana cuidara de sus hijos.

—De cualquier modo, te agradecemos que nos hayas traído —dijo mi madre, rompiendo el tenso silencio—. Pero no queremos ser una carga para vosotros. Tengo que trabajar.

La tía Paula relajó su postura, como si fuera a adoptar un nuevo papel.

—¡Somos familia! —se rio—. ¿No pensaríais que iba a dejaros así como así?

Se levantó, se acercó a mí y me pasó un brazo por los hombros.

—He hecho unas gestiones y te he conseguido un trabajo en la fábrica de ropa, hermanita. He tenido que despedir a una trabajadora para hacerte sitio. ¿Ves? Tu hermana mayor no te iba a dejar en la estacada. El trabajo es tan fácil como atrapar un pollo muerto, ya verás.

La tía Paula había utilizado una expresión china que significa que nos había conseguido un chollo, como una invitación a cenar pollo gratis.

Mi madre tragó saliva, asimilando la noticia, y comentó:

—Lo haré lo mejor que pueda, querida hermana, aunque no se me da muy bien coser. Pero practicaré.

La tía Paula seguía sonriendo.

—¡Ya me acuerdo! —Sus ojos se posaron en mi blusa, cuyo ribete rojo torcido había bordado mi madre a mano—. Siempre me reía de esos vestiditos que intentabas hacer. Podrías pasarte diez mil años practicando y nunca llegarías a ser lo bastante rápida. Por eso te he buscado un puesto como colgadora, haciendo los acabados de las prendas. No necesitas ninguna habilidad para ello, sólo trabajar duro.

Mi madre palideció y, aunque su rostro estaba tenso, dijo:

—Gracias, querida hermana.

Los días siguientes, mi madre estuvo perdida en sus pensamientos y no volvió a tocar el violín ni una sola vez. En un par de ocasiones, la tía Paula se la llevó para enseñarle la fábrica y cómo funcionaba el metro. Cuando mi madre y yo nos quedábamos a solas, mirábamos la televisión en color, que era muy entretenida aunque no fuéramos capaces de entender lo que decían. Una vez, sin embargo, mi madre me rodeó con sus brazos y me apretó con fuerza mientras veíamos un episodio de
I love Lucy,
como si fuera ella la que buscara consuelo en mí, y deseé con más fuerza que nunca que mi padre estuviera allí para ayudarnos.

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