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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (4 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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Atravesamos un bloque de pisos y un parque hasta que, finalmente, encontramos el colegio. Era un edificio cuadrado de hormigón con un gran patio en el que ondeaba la bandera americana en lo alto de un mástil. Estaba claro que llegaba tarde porque el patio se encontraba vacío, así que subimos corriendo las amplias escaleras de la entrada y empujamos la pesada puerta de madera.

En el interior nos encontramos con una mujer de color vestida con un uniforme de policía y sentada tras un mostrador leyendo un libro. Llevaba una placa en el pecho en la que ponía: SEGURIDAD.

Le enseñamos la carta de admisión del colegio, y nos dijo:

—Al fondo
ti'es las-caleras,
sube un
pan
de pisos, primera puerta
her-mano
izquierda.

Luego se enfrascó de nuevo en su lectura.

Sólo había entendido que tenía que ir hasta el fondo, así que empecé a recorrer el largo pasillo. Mi madre dudó, sin saber si le estaba permitido acompañarme. Miró a la mujer de seguridad, pero no sabía hablar en inglés. Seguí avanzando y, al llegar a la escalera, me giré y vi a lo lejos la silueta delgada y difusa de mi madre, todavía junto al mostrador de la entrada. No le había deseado buena suerte para su primer día en el trabajo. Ni tan siquiera me había despedido. Me entraron ganas de volver corriendo y pedirle que me llevara con ella, pero en vez de eso, me di la vuelta y subí las escaleras.

Tras buscar un poco, encontré el aula y llamé con suavidad a la puerta.

—¡Llegas tarde! —respondió desde dentro una voz grave y profunda—. Adelante.

Abrí la puerta. El profesor era un hombre. Más adelante supe que se llamaba señor Bogart. Era muy alto, tanto que su frente llegaba a la parte superior de la pizarra. Su nariz parecía una frambuesa y estaba calvo como un huevo. Sus ojos verdes me resultaron demasiado claros en una cara tan ancha, y le asomaba la barriga por debajo de la camisa. Cuando entré, estaba escribiendo palabras en inglés en la pizarra, de izquierda a derecha.

—Eres la nueva alumna,
si-pongo.
-Me ofreció una extraña sonrisa que hizo desaparecer sus labios, que reaparecieron mientras miraba su reloj—. Llegas muy tarde. ¿Qué
es-cosa
tienes?

Me imaginé que tenía que contestar algo, así que dije:

—Kim Chang, señor.

El profesor me observó atentamente durante unos instantes.

—Ya sé cómo te llamas —dijo, pronunciando lentamente cada palabra—. ¿Qué
es-cosa
tienes por tu
tan-danza?

Algunos alumnos soltaron una risita. Eché un rápido vistazo al aula: casi todos eran negros, excepto dos o tres niños blancos. No había ningún chino, no tenía ayuda a la vista.

—¿No hablas inglés? ¡Pero si me dijeron que sí!

Pronunció esta última frase con una especie de amargo quejido. ¿Quién le habría hablado de mí? El profesor suspiró y me preguntó:

—¿Por qué has llegado tarde?

Eso sí que lo entendí.

—Yo sentir mucho, señor —dije—. No encontrar escuela.

El hombre puso mala cara, meneó la cabeza y me señaló un pupitre libre.

—Anda, siéntate ahí.

Me senté donde me indicó, junto a una niña blanca gordita con un montón de rizos que salían en todas direcciones. Me temblaban tanto las manos que me costó abrir mi estuche. Cuando lo conseguí, todo su contenido se cayó al suelo. La clase entera se echó a reír mientras me agachaba para recoger mis cosas. Me puse tan colorada que sentí que me ardían no sólo las mejillas, sino también el cuello y el pecho. Mi compañera de pupitre también se bajó de la silla y me ayudó a recoger un bolígrafo y un sacapuntas.

El señor Bogart siguió escribiendo en la pizarra. Me senté con la espalda muy recta y crucé las manos tras el respaldo para escuchar, aunque no podía seguir la explicación del profesor.

El hombre me miró y me preguntó:

—¿Qué forma de
sen-tarta
es esa?

—Yo sentir mucho, señor —dije, aunque no tenía ni idea de lo que había hecho mal esta vez.

Miré a los otros alumnos a mi alrededor: la mayoría estaban recostados en las sillas, algunos se repantingaban tanto que casi parecían tumbados; unos se apoyaban en los codos, otros mascaban chicle... En Hong Kong, los alumnos tienen que entrelazar las manos tras la espalda cuando habla el profesor, como muestra de respeto. Lentamente, fui separando las manos y las posé en el pupitre. El señor Bogart meneó la cabeza con gesto de disgusto y volvió a la pizarra.

A la hora del almuerzo todos bajamos al comedor del colegio. Nunca había visto a unos niños portarse tan mal como aquellos americanos. Parecían monos colgando de las vigas del techo, y no paraban de chillar. Las empleadas del comedor iban de mesa en mesa, gritando órdenes que nadie escuchaba. Seguí a otros chicos y puse una bandeja en un largo mostrador. Unas mujeres me preguntaban cosas y, cada vez que asentía, me ponían unos paquetes envueltos en papel de aluminio en el plato. Acabé con esto: carne picada en forma de pelotas aplastadas; patatas que no eran redondas, sino que las habían machacado hasta adquirir la consistencia de una pasta; una salsa parecida a la soja, pero menos oscura y más dulce; un bollo; y un vaso de leche. Nunca había probado la leche de vaca y me dio dolor de estómago. El resto de la comida era interesante, aunque no había arroz, así que me quedé con la sensación de no haber comido.

Después del almuerzo, el señor Bogart repartió unos papeles con el dibujo de un mapa.

—Vamos a hacer un control
sor-prisa
-dijo—. Escribid los nombres de las capitales de estado en el lugar
corres-pendiente.

Algunos niños protestaron, pero muchos comenzaron a escribir. Miré mi mapa y, desesperada, eché un vistazo a la hoja de mi compañera para intentar comprender lo que teníamos que hacer. De repente, alguien cogió mi papel. El señor Bogart estaba ante mi pupitre con mi examen en sus manos.

—¡Así que intentando copiar! —exclamó. Su nariz y sus mejillas enrojecieron como si le hubiera entrado una alergia—. ¡Estás
s
ú
per-ida!

—Yo sentir mucho, señor —dije. No comprendí muy bien lo que había querido decir, pero supuse que aquel «súper» no se refería a nada bueno, como Superman. Aunque en Hong Kong nos daban inglés en la escuela, la pronunciación de los profesores no se parecía en nada a lo que ahora escuchaba en Brooklyn.

—¡¡Loooo siento!! —me corrigió el señor Bogart, apretando con fuerza los labios—. ¡Se dice «Lo siento mucho»!

—Lo siento mucho —repetí.

Mis errores le molestaban, estaba claro, aunque no comprendía por qué.

El señor Bogart escribió un enorme cero en mi examen y me lo devolvió. Tuve la sensación de que aquel número era fluorescente y brillaba como una lámpara en medio de la clase. ¿Qué diría mi madre? Nunca antes había sacado un cero, y además ahora todo el mundo iba a pensar que yo era una copiona. Mi única esperanza era impresionar al señor Bogart con mi habilidad cuando, después de las clases, tocara limpiar el aula. Si había perdido cualquier posibilidad de demostrar mi inteligencia, por lo menos podría enseñarle que era una buena trabajadora.

Sin embargo, cuando sonó el timbre todos los niños se marcharon corriendo. Nadie se quedó para barrer y fregar los suelos, recoger las sillas y limpiar las pizarras.

El señor Bogart vio que yo seguía sentada, dudando, y me preguntó:

—¿Puedo ayudarte en algo?

No contesté y salí a toda prisa del aula.

Mi madre me estaba esperando fuera. Me puse tan contenta al verla que cuando cogí su mano, los ojos me ardían de tanto contener las lágrimas.

—¿Qué ha pasado? —me preguntó, girando mi rostro hacia ella para que la mirara—. ¿Los otros niños se han metido contigo?

—No. —Me sequé las mejillas con la palma de la mano—. No es nada.

Mirándome fijamente, me preguntó:

—¿Te han pegado?

—No, Ma —contesté. No quería preocuparla, porque no había nada que ella pudiera hacer—. Es sólo que aquí todo es diferente.

—Lo sé —dijo, con cara de preocupación—. ¿Qué has hecho hoy en clase?

—No me acuerdo.

Suspiró y lo dejó. Luego me enseñó a llegar a la fábrica yo sola. Me explicó una larga lista de cosas de las que debía tener cuidado: desconocidos, mendigos, carteristas, tocar las vallas sucias, acercarme demasiado al borde del andén...

Cuando bajamos al metro, el rugido de un tren entrando en la estación ahogó sus palabras. Tras las mugrientas ventanillas, se veían las paredes del túnel deformadas al pasar a toda velocidad. El vagón hacía tanto ruido que casi no pudimos hablar durante el trayecto. Había dos chicos de mi edad sentados frente a nosotras. Cuando el más alto se levantó, se le cayó del bolsillo un enorme cuchillo envuelto en una funda de cuero y con un gran mango negro. Fingí que no había visto nada y deseé ser invisible. Su compañero le hizo un gesto, el muchacho recogió el cuchillo y se bajaron del metro. Miré a mi madre, que tenía los ojos cerrados. Me arrimé a ella y me concentré en aprenderme las paradas y los trasbordos para no perderme.

Cuando salimos a la calle, mi madre se giró hacia mí y me dijo:

—No me gusta que tengas que coger el metro tú sola.

Aquella fue la primera vez que hice el trayecto del colegio a la fábrica. Pronto se convertiría en algo tan automático que, a pesar de todos los años que han pasado, cuando cojo el metro para ir a cualquier sitio, a veces acabo en la línea que lleva a la fábrica por error, como si fuera el lugar al que llevan todos los trenes.

Chinatown se parecía mucho a Hong Kong, aunque las calles estaban menos atestadas de gente. Las pescaderías aparecían repletas de lubinas y cestas de cangrejos. En las tiendas, las estanterías se encontraban a rebosar de latas de papaya, lichis y carambolas. En los puestos de la calle vendían tofu frito y gachas de arroz. Caminaba a saltitos detrás de mi madre, pasando frente a restaurantes con pollo a la salsa de soja y joyerías en cuyos escaparates relucía el oro amarillo. Podía entender a todo el mundo sin esfuerzo: «No, ésta no. Quiero la mejor calabaza blanca que tengas», dijo una mujer; «Es demasiado caro», protestó un hombre que llevaba un abultado abrigo.

Mi madre me condujo hasta un portal. En su interior había un montacargas. Lo tomamos y subimos a la planta superior. Cuando mi madre empujó la puerta metálica, el calor que salía del interior del taller me rodeó, estrujándome como un puño gigante. El ambiente estaba cargado y olía a metal. El rugido de cien máquinas de coser Singer me ensordeció. Frente a cada máquina había una cabeza oscura agachada. Nadie levantaba la vista, todo el mundo estaba concentrado en pasar retales de tela por las máquinas, saltando de pieza a pieza sin detenerse, pues romperían la cadena de trabajo. Casi todas las costureras tenían el pelo recogido en un moño, aunque algunos mechones se les escapaban y se adherían a sus cuellos y mejillas por el sudor. Llevaban la boca y la nariz cubiertas por mascarillas, en cuyos filtros había una película de polvo rojizo, del color de la carne que se queda demasiado tiempo a la intemperie.

La fábrica ocupaba toda una planta de un enorme edificio industrial en Canal Street. Era una sala cavernosa repleta de vigas y tornillos oxidados cubiertos por espesas capas de mugre. Montañas de tela se apilaban en el suelo junto a las trabajadoras. Las piezas sin acabar esperaban en carritos, mientras las prendas planchadas y terminadas se guardaban en grandes colgadores metálicos con ruedas. Niños de unos diez años recorrían los pasillos empujando carritos y colgadores de una sección a otra. La luz descendía de los fluorescentes del techo atravesando nubes de polvo y bañando las cabezas de las mujeres con un halo de luz blanca.

—Ahí viene la tía Paula —dijo mi madre—. Hoy ha estado fuera cobrando los alquileres.

La tía Paula cruzaba el taller con rollos de tela roja en los brazos, repartiendo trabajo a las costureras. Las que recibían los rollos más grandes parecían agradecidas, e inclinaban repetidas veces la cabeza ante la tía para mostrar su gratitud.

Cuando nos vio, se acercó a nosotras.

—¡Aquí estáis! —dijo—. La fábrica es impresionante, ¿verdad?

—Querida hermana, ¿puedo hablar contigo un momento?

Me di cuenta de que aquella no era la respuesta que esperaba la tía. Su rostro se tensó y nos dijo:

—Vamos a la oficina.

Aunque ninguna se atrevía a mirarnos abiertamente, los ojos de las trabajadoras nos siguieron mientras nos dirigíamos con la tía Paula a la oficina del tío Bob al fondo del taller. Pasamos junto a mujeres que usaban unas máquinas para coser los dobladillos de los pantalones y los botones de las camisas, que yo no había visto nunca. Todas trabajaban con un ritmo frenético.

A través del cristal de la puerta de la oficina, vimos al tío Bob sentado tras la mesa del despacho. Su bastón descansaba en la pared a su lado. Entramos y la tía Paula cerró la puerta.

—Vuestro primer día, ¿eh? —dijo el tío Bob.

Antes de que pudiéramos responder, la tía Paula habló:

—Lo siento, pero no tenemos demasiado tiempo. No podemos permitir que las otras trabajadoras piensen que os tratamos con favoritismo sólo porque sois de la familia.

—Claro que no —dijo mi madre—. Sé que estáis muy ocupados y que no habéis visto el piso en el que vivimos, pero no es muy limpio. —Con aquello quería decir que no reunía los requisitos mínimos para ser habitable—. No me parece un lugar seguro para
ah-
Kim
.

—Hermanita, no te preocupes —nos tranquilizó la tía Paula, con tanto entusiasmo y confianza en la voz que, a pesar de todo, le creí—. Es algo temporal. No había más pisos que se ajustaran a vuestro presupuesto con todos los gastos que tenéis. Pero el señor N. posee muchos edificios. En cuanto se quede libre otro piso que podáis pagar, os mudaréis.

Mi madre se relajó, y yo sentí que podía volver a sonreír.

—Ahora, vamos —añadió la tía Paula—. Volvamos al trabajo antes de que las empleadas piensen que estamos montando una reunión familiar aquí dentro.

—Buena suerte —nos deseó el tío Bob cuando salíamos.

La tía Paula nos condujo a nuestro puesto de trabajo, pasando junto a una enorme mesa que no había visto antes. Una mezcla de mujeres muy mayores y niños se apiñaban a su alrededor, cortando los hilos sobrantes de las prendas. Parecía el trabajo más sencillo.

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