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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (3 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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Mi padre murió de un ataque al corazón cuando yo tenía tres años, y ahora lo habíamos dejado atrás en Hong Kong. No tenía recuerdos de él, pero lo echaba de menos igual. Era el director de la escuela de primaria en la que mi madre enseñaba música. Aunque se suponía que la iban a casar con un chinoamericano como a la tía Paula, y aunque mi padre era dieciséis años mayor que ella, se enamoraron y se casaron.

«Pa —pensé con fuerza—, Pa.» Había tantas cosas que me gustaban aquí en América, y tantas otras que me daban miedo, que me quedé sin palabras. Deseé que su espíritu pudiera viajar desde Hong Kong, donde descansaba, y cruzar el océano para reunirse con nosotras.

Tardamos varios días en limpiar el piso de Brooklyn. Sellamos las ventanas de la cocina con bolsas de basura, de modo que nos protegieran un poco de las inclemencias del tiempo, aunque aquello supusiera tener la habitación permanentemente a oscuras. Cuando soplaba el viento, las bolsas se inflaban y se peleaban con la cinta aislante. De acuerdo a los principios del
Feng Shui,
la puerta del lavabo proyectaba un rayo de energía impura sobre la cocina, así que movimos el fogón unos centímetros, para apartarlo lo máximo posible del camino al baño.

El segundo día de limpieza, nos hizo falta salir a por más productos y un aerosol para las cucarachas. Mi madre decidió convertir la excursión a la tienda en una pequeña fiesta como recompensa por todo el trabajo que habíamos realizado. Por el cariño con el que me atusó el pelo, supuse que quería darme una sorpresa. «Nos compraremos un helado», dijo. Todo un lujo para nosotras.

La tienda era muy pequeña y estaba abarrotada. Cogimos los productos que necesitábamos e hicimos cola hasta que llegamos al mostrador, tras el que había un sucio expositor de cristal.

—¿Qué pone ahí? —preguntó mi madre, señalando unas tarrinas.

Distinguí una foto de unas fresas y las palabras: «Hecho con fruta auténtica», y otra palabra que empezaba por «Yo...» y que no conocía.

El dependiente exclamó en inglés:

—¡
Ves-pa
hoy! ¿Vais a comprar algo o no?

Su tono era tan agresivo que mi madre comprendió lo que decía sin necesidad de que se lo tradujera.

—Eso —dije, señalando las tarrinas de fresa—. Dos.

—¡Ya era hora! —gruñó el hombre.

El precio que marcó en la caja registradora era tres veces más de lo que ponía en la tarrina. Me fijé en que mi madre miraba la etiqueta del precio, pero apartó la vista rápidamente. No sabía si tenía que protestar ni qué se decía en inglés para quejarse por el precio, así que también permanecí en silencio. Mi madre pagó sin atreverse a mirar a la cara al hombre ni a mí, y nos marchamos. El helado sabía fatal: estaba líquido y agrio, y hasta que no llegamos al fondo de las tarrinas no encontramos la fruta, gelatinosa y en un solo trozo.

De camino a casa, no vi a ningún chino por la calle. Sólo negros y muy poquitos blancos. Había mucho ajetreo: madres con sus pequeños y algún trabajador, pero sobre todo grupos de jóvenes que caminaban contoneándose con aire chulesco. Oí cómo un chico le decía a una joven que pasaba: «Te voy a comer el conejo», pero no vi que la mujer llevara ningún animal. Mi madre apartó la vista y tiró de mi mano. Se veía basura esparcida por todas partes: cristales rotos frente a los portales, periódicos flotando por la acera arrastrados por el viento. También me fijé en que había un montón de pintadas en inglés, pero eran ilegibles, parecían remolinos de odio y frenesí. Lo cubrían casi todo, hasta los coches aparcados en la calle. En la siguiente manzana se alzaban unos enormes almacenes industriales.

Vimos a un anciano de color sentado en una tumbona delante de la tienda de muebles de segunda mano que había en el edificio contiguo al nuestro. Tenía el rostro al sol y los ojos cerrados. Su cabello era como una nube plateada sobre la cabeza. Lo contemplé y pensé que no conocía a ningún chino que se dedicara a tomar el sol por voluntad propia, sobre todo si tenía la piel tan oscura como la de aquel hombre.

De repente, el viejo se incorporó de un salto cuando pasamos a su lado y adoptó una postura de artes marciales, apoyado sobre una sola pierna y con los brazos extendidos.

—¡Hi-ya! —exclamó.

Mi madre y yo soltamos un grito. El hombre se echó a reír y luego dijo en inglés:


L'ago
bien, ¿verdad?
La-miento
haberlas asustado, señoritas. Es que me encanta el kung-fu. Me llamo Al.

Mi madre, que no había entendido ni una palabra, me agarró de la chaqueta y me susurró en chino:

—Este hombre está loco. No le hables, vámonos despacito.

—¡Ey! Eso que habláis es chino, ¿verdad? ¿Me podéis enseñar una cosa? —preguntó.

Ya me había recuperado del susto y asentí con la cabeza.

—Veréis, es que hay un chino muy gordo que suele pasarse por mi tienda. ¿Cómo puedo decirle que está como una ballena?

Le dije «ballena» en cantonés y mi madre me miró como si me hubiera vuelto loca.


Kung yu
-repitió el señor Al, pronunciando fatal.

—Ballena —volví a decir en chino.


King yu
-el hombre ponía empeño. Todavía sonaba mal, pero se acercaba.

—Así mejor —dije en inglés.

Mi madre sonrió. Creo que era la primera vez que veía a alguien que no fuera chino intentando hablar en nuestro idioma.

—Que le vaya bien en su negocio —le deseó mi madre en chino.


Ho sang yee
-repitió el hombre—. ¿Qué significa?

—Es para desearle que gane mucho dinero con su tienda —le expliqué.

En el rostro del anciano se dibujó la sonrisa más grande y blanca que había visto nunca.

—Vaya, ya me gustaría. Muchas gracias.

—De nada —dijo mi madre en inglés.

A excepción de la tienda del señor Al, el resto de los escaparates que vimos en nuestra calle estaban vacíos. Vivíamos en frente de un enorme solar lleno de basura y escombros. Al fondo del terreno se levantaba un ruinoso edificio de apartamentos, como si se hubieran olvidado de demolerlo. Había visto a niños de color trepando entre los escombros, buscando trozos y piezas de juguetes viejos o botellas para jugar. Sabía que mi madre nunca me dejaría ir con ellos.

En nuestra acera había algunas tiendas abiertas: una con peines e incienso en el escaparate, y una ferretería.

Incluso usando el aerosol resultó imposible exterminar a las cucarachas. Pulverizamos todas las grietas y rincones con el producto, pusimos bolas de naftalina en todas nuestras ropas y en un círculo alrededor del colchón. Sin embargo, las cabecitas marrones con antenas temblorosas asomaban por cualquier resquicio. En cuanto salíamos de una zona o nos quedábamos quietas un rato, aparecían. Éramos la única fuente de alimento en todo el edificio.

Resultaba imposible acostumbrarse. Ya había visto esos bichos en mi país, claro, pero no en mi piso. Allí vivíamos en una casa sencilla pero bonita. Como mucha gente en Hong Kong en aquel entonces, no podíamos permitirnos lujos como un frigorífico, pero mi madre guardaba las sobras de comida en una caja de metal que dejaba bajo la mesa, y cocinaba siempre con carne fresca y verduras que acababa de comprar en el mercado. Echaba de menos nuestro pequeño salón, siempre limpio, con su sillón rojo y el piano con el que mi madre daba clases particulares a los niños después de la escuela. Era un regalo de mi padre, de cuando se casaron. Tuvimos que venderlo para venir aquí.

Me acostumbré a hacerlo todo con mucho ruido, dando grandes pisotones con la esperanza de mantener apartadas a las cucarachas. Mi madre siempre acudía al rescate, agarrando un trozo de papel de cocina para matar a las que se me acercaban. Yo gritaba cada vez que miraba mi jersey y veía uno de esos enormes bichos trepando por mi pecho. No quiero ni pensar en lo que sucedía mientras dormíamos.

Entonces aparecieron las ratas. La primera noche que pasamos en aquella casa sentí algo correteando sobre mí mientras dormía, así que cogí la costumbre de dormir enterrada bajo las sábanas. Los roedores no me daban tanto miedo como las cucarachas, porque los ratones por lo menos tienen la sangre caliente y comprendía que eran pequeños seres vivos. Pero mi madre les tenía pánico. En Hong Kong siempre se negó a tener un gato porque temía que apareciera un día por casa con sus presas. No le importaba que los felinos redujeran el número de roedores vivos, nunca dejó que entrara uno en nuestro hogar. Después de aquella noche, le dije a mi madre que prefería dormir en el lado del colchón más alejado de la pared porque de vez en cuando necesitaba salir a hacer pis. En realidad, quería evitar que ella tuviera que dormir en el lado que quedaba más cerca de los ratones. Estos eran los pequeños detalles que nos podíamos conceder la una a la otra. Era lo único que teníamos para ofrecernos.

Pusimos varias trampas para ratones y no tardaron en caer unos cuantos. Mi madre se quedó paralizada al descubrir los cadáveres lacios de los roedores, y deseé con todas mis fuerzas que mi padre estuviera vivo para no tener que encargarme yo de aquello: era consciente de que me tocaba a mí sacar los ratones muertos y volver a colocar la trampa, pero no soportaba tocar la carne hinchada de esos bichos. Mi madre no me regañó cuando usé un par de palillos de comer para coger las trampas, un acto que tenía que reconocer que era extremadamente antihigiénico. Tiré las trampas, los ratones y los palillos a la basura y, después de aquello, no volvimos a poner más trampas. Así éramos mi madre y yo: dos sensibles budistas en un piso infernal.

Pusimos el
Tong Sing,
el almanaque chino, en la cabecera del colchón. Este libro está lleno de
phu,
palabras con poderes escritas por antiguos maestros que son capaces de atrapar a un demonio de hueso blanco bajo una montaña o repeler a los espíritus de los zorros salvajes. En Brooklyn, confiábamos en que mantendrían alejados a los ladrones. Me costaba dormir en aquel piso, y me despertaba constantemente el ruido que hacían los coches al pasar sobre los baches de la calle. Mi madre me susurraba: «No pasa nada», y luego me pellizcaba las orejas para devolver mi alma dormida a mi cuerpo y me frotaba la frente tres veces con su mano izquierda para protegerme de los malos espíritus.

Llego un momento en el que por fin mis manos ya no salían cubiertas de polvo al tocar las paredes. Cuando supimos que el piso estaba lo más limpio que podíamos conseguir, montamos cinco altares en la cocina: al dios de la tierra, a los ancestros, a los cielos, al dios de la cocina y a Kuan Yin, la diosa de la misericordia que vela por todos nosotros. Encendimos incienso e hicimos ofrendas de té y licor de arroz ante los altares. Rezamos al dios local que habitaba la tierra del edificio para que nos permitiera vivir allí en paz; a los ancestros y a los cielos para que ahuyentaran los problemas y a la gente mala; al dios de la cocina para que evitara que nos muriéramos de hambre; y a Kuan Yin para que se cumplieran los deseos de nuestros corazones.

Al día siguiente, yo empezaría a ir a la escuela y mi madre, a su trabajo en la fábrica. Por la tarde, mi madre se sentó conmigo en el colchón y me dijo:


Ah-Kim,
he estado pensando en algo desde que visité la fábrica, y me he dado cuenta de que no tengo otra opción.

—¿Qué es?

—Cuando termines la escuela, quiero que vengas a buscarme al trabajo. No me gusta que te quedes sola en este piso esperándome todas las tardes. Además, me preocupa no ser capaz de terminar los acabados yo sola. La última mujer que ocupó mi puesto tenía dos hijos que iban a trabajar con ella. Te voy a pedir que vengas a la fábrica después de la escuela y me ayudes.

—De acuerdo, Ma. Ya sabes que yo siempre te he ayudado.

Tomé su mano y sonreí. En Hong Kong, yo siempre secaba los platos y doblaba la ropa.

Para mi sorpresa, el rostro de mi madre se puso colorado, como si estuviera a punto de llorar.

—Claro que lo sé, pero esto es distinto... He estado en la fábrica y...

Me cogió entre sus brazos y me apretó tan fuerte que solté un gemido. Cuando me apartó, ya había recuperado la compostura y dijo con calma, muy bajito, como si hablara para ella:

—El camino que podíamos seguir en Hong Kong no tenía salida. El único futuro que vi para nosotras, para ti, estaba aquí, donde podrás ser lo que tú quieras. Aunque esto no es como nos imaginábamos en casa, todo va a salir bien.

—El cachorrito y su mamá.

Sonrió y empezó a arroparme con la manta de algodón que habíamos traído de Hong Kong. Luego, echó nuestras chaquetas y su jersey sobre la manta para que me dieran calor.

—Ma, ¿nos tenemos que quedar en este piso?

—Mañana hablaré de eso con la tía Paula.

Mi madre se levantó y acercó su violín al colchón. Se puso de pie en medio de la oscura sala, con las paredes agrietadas a su espalda. Se llevó el instrumento a la barbilla y empezó a tocar una nana china.

Suspiré. Tenía la sensación de que hacía mucho tiempo que no escuchaba a mi madre tocar, aunque sólo llevábamos una semana y media en América. En Hong Kong solía oírla cuando daba sus clases de música en la escuela, o las lecciones privadas de violín y de piano en casa, pero ella siempre estaba demasiado cansada para tocar por las noches cuando me iba a dormir. Ahora mi madre estaba allí, y su música era sólo para mí.

2

La tercera semana de noviembre, empecé a ir al colegio. Nos costó encontrarlo, porque se encontraba a varias manzanas de distancia, más allá de la zona que habíamos explorado hasta entonces. Ese otro barrio estaba más limpio que los solares y las tiendas abandonadas que había visto cerca de nuestra casa. La tía Paula me había explicado con aire de suficiencia que mi dirección oficial sería distinta a la que en realidad teníamos, y que debía dar esa dirección falsa siempre que me la pidieran.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Es de otro edificio del señor N., uno demasiado caro y que no podéis permitiros, pero si usas esta dirección podrás ir a un colegio mejor. ¿No te parece bien?

—¿Y qué problema tiene el colegio al que me toca ir?

—¡Ninguno! —La tía Paula sacudió la cabeza, visiblemente molesta por mi poca gratitud ante lo que estaba haciendo por mí—. Anda, ve a ver si tu madre te necesita.

Mientras buscábamos ese colegio «mejor», cruzamos unas cuantas avenidas gigantescas y pasamos frente a varios edificios públicos ante los que se alzaban estatuas. La mayoría de la gente que había en las calles eran negros, pero cada vez se veían más blancos y algunas personas de un color más oscuro, seguramente hispanos y otras razas que todavía no sabía identificar. Tiritaba de frío porque mi chaqueta era muy fina. Mi madre me había comprado la más abrigada que pudo encontrar en Hong Kong, pero era de acrílico, no de lana.

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