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Authors: Max Barry

Tags: #Humor

La Corporación (16 page)

BOOK: La Corporación
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—¡Simon!
—grita Helen. Simon se gira, pero lo único que ve es una hilera de payasos con la boca abierta.

—¡Ug! ¡Bios Dssanto! —grita Blake. Trata de ponerse de pie y evitar que la sangre que le sale por la nariz le manche la camisa.

—La reunión se ha acabado —dice Simon.

Karen es la primera en levantarse. Los demás son más lentos en reaccionar, pero luego empiezan a levantarse uno a uno, empujan sus húmedas y sudadas sillas y se encaminan juntos hacia la puerta. Una vez allí se detienen por un segundo y luego se abrazan. Helen comienza a llorar. Luego salen de la oscuridad, parpadeando al recibir la impactante luz de los fluorescentes.

Jones se mete las manos en los bolsillos y respira profundamente. Es una fresca y soleada mañana de lunes, de esas que anticipan el frío invierno de Seattle que está por llegar y a la vez son un eco del verano que acaba de irse. Jones sale a la plaza. Se encuentra en la parte trasera del edificio de Zephyr. A su alrededor hay cuatro o cinco grupos dispersos de fumadores que terminan su primer cigarrillo en horas de trabajo del día. Jones ha salido para observarles.

Las diez y diez. A esa hora exactamente regresan en masa cada día. Jones tardó un tiempo en darse cuenta del porqué. Es justo el momento en que solían llegar los desayunos antes de que el servicio de catering fuera externalizado. Ahora los reparten entre las nueve y media y las once (las pastas demasiado duras o demasiado blandas, la fruta tan fría y dura como un pedazo de hielo), pero los fumadores tienen su tradición y no quieren cambiarla. Ahora que lo sabe lo encuentra muy curioso. Jones se ha apostado en diversos lugares estratégicos del edificio y en todos lados sucede lo mismo: es como si sonara una sirena sólo audible para ellos, que repentinamente les hace sentirse incómodos. Empiezan a removerse en la silla. Pierden el hilo de las conversaciones. Las manos se introducen inconscientemente en los bolsillos para comprobar si llevan el paquete de cigarrillos y el mechero. Al final, de uno en uno, o de dos en dos, van saliendo de sus departamentos, cogen el ascensor y se reúnen aquí, en la puerta trasera. Su estado de ánimo mejora, se saludan entre sí, sonríen y hablan de cosas no relacionadas con el trabajo. Mientras están aquí, son los más felices de la empresa.

A Jones le resulta fascinante. ¿Es la inyección de nicotina o todos los empleados se beneficiarían de un breve descanso? Eso podría ser un proyecto, piensa. Lo debería probar con un grupo de no fumadores. Si estuviera en lo cierto, su proyecto podría terminar en El Sistema de Gestión Omega. Podría terminar utilizándose en todas las empresas del mundo.

Jones se ha pasado fuera de su puesto todo el tiempo que le ha sido posible sin levantar sospechas, pero decide que es hora de entrar en el edificio. Se siente excitado. Tira de la puerta y ésta se abre de golpe porque Freddy la está empujando desde el otro lado.

—¡Jones! ¿Qué haces aquí?

—Tomando el fresco. ¿Y tú?

Freddy comprueba que no les oyen.

—Ella no está en la recepción esta mañana. Pensé en venir a ver a los demás.

—Ah, vale —responde Jones echándose a un lado para dejarle pasar.

Freddy lo mira atentamente.

—No seguirás metiendo las narices en aquello, ¿verdad?

—¿Quién? ¿Yo? No, ya no. Lo he dejado correr.

—¿Por qué? ¿Has averiguado algo?

Jones tiene que hacer un esfuerzo heroico para no preguntarle: «¿Por qué dices eso?» —No. Sólo que he decidido… Bueno, la verdad es que no me importa a qué se dedica la empresa. Al fin y al cabo, ya tengo mi trabajo.

—¡Vaya! Veo que ya te han abducido. Déjame ver tu ombligo.

—¿Cómo dices?

Freddy se ríe.

—Estoy de broma, Jones. Me alegro de que empieces a adaptarte.

Al principio tiene la intención de dirigirse directamente al departamento de Ventas de Formación, pero cuando se abren las puertas del ascensor y ve que no hay nadie, decide hacer un alto en la planta trece y tomar algunas notas de sus ideas. Pasa la tarjeta de identificación por el lector, presiona al mismo tiempo el 12 y el 14 y observa la pantalla con la mano descansando en el botón de abrir las puertas. Cuanto más lo hace, más divertido le resulta. Presiona el botón en el momento propicio y
¡din!…
Planta decimotercera.

La sala de seguimiento tiene cuatro ordenadores reservados para los agentes. Jones se conecta en medio de los monitores de televisión y abre un nuevo archivo de proyecto. Diez minutos más tarde está tan absorto en sus pensamientos que pega un salto en el asiento al notar el aliento de Eve Jantiss cuando le susurra en el oído:

—Interesante.

—Por favor, no hagas eso —responde Jones riendo.

—Veo que estás lleno de ideas. Daniel estaba en lo cierto contigo.

—Gracias —responde con una sonrisa en la cara que no puede evitar.

Eve se sienta encima de la mesa. Hoy va vestida relativamente formal, con una falda gris por debajo de la rodilla.

—¿Puedo preguntarte algo? ¿Estás libre el jueves por la noche?

—¿Por qué?

—Tenemos un palco reservado para la empresa en Safeco Field. ¿Te gusta el béisbol? —Eve sonríe—. Por la cara que has puesto, asumo que sí.

—¿Tendremos alguna función que cumplir allí?

—No, pero pensé que a lo mejor te apetecía ir.

—Claro, por supuesto. Será fantástico.

—Te recojo a las seis y media. En Barker Street, ¿verdad?

—¿Sabes dónde vivo?

—Jones —dice ella como reprendiéndole—. Nosotros lo sabemos todo.

Se levanta y se marcha. Jones resiste la tentación de mirarla. Luego, ella añade:

—¡Ah! Una cosa más.

Jones se da la vuelta.

—Ahora trabajas para el proyecto Alpha, por tanto no puedes intervenir en Zephyr. Eres un observador. Sólo eso.

—Vale. Lo entiendo.

—Entiendes el concepto. Lo que no entiendes son las implicaciones. Cuando te des cuenta de la diferencia… no cometas ninguna estupidez, ¿de acuerdo?

El miércoles, Jones, Freddy y Holly se dirigen al café que hay al otro lado de la calle, el café Donovan's, con intención de almorzar. Jones lleva tres meses en Zephyr y casi todos los días come en este sitio, al igual que la mayoría de los empleados de Zephyr. A las doce de cada día empieza a fluir un río de trajes que desborda de los ascensores, burbujea por el vestíbulo, se empantana momentáneamente en las puertas y luego salta al otro lado de la calle donde hace cola para comprar panecillos o sándwiches mientras hablan de asuntos internos de la empresa. Jones los observa a sabiendas de que esos empleados de Comunicaciones y de Finanzas, de Cobros, de Viajes y de Suministros son, además de sus compañeros, los objetos de su experimento.

—Muchachos —dice Holly—, ¿habéis observado a Megan? Cuando salíamos, no dejaba de mirar a Jones.

Jones mira a Holly, sin saber si habla en broma.

—¿Quién? ¿Megan? —dice Freddy—. Qué raro.

Concentra su atención en una hilera de sándwiches que hay detrás de la cristalera.

—Esta mañana la vi otra vez en el gimnasio. Se está esforzando de verdad.

—Desde que externalizaron el servicio de catering —dice Freddy— tengo mucha más hambre a la hora de comer. Creo que lo que nos dan ahora no es muy nutritivo.

—Espero que no —dice Holly—. Estoy a dieta.

—Han suprimido los donuts —señala Jones—. Pero eso no es menos nutritivo.

—Por favor, no hablemos más de donuts —dice Freddy—. Tengo ya bastante con Roger.

—No creo que Roger siga obsesionado con lo del donut —dice Holly incómoda. Freddy la mira, incrédulo—. Bueno, en cualquier caso ese asunto está zanjado. Wendell cogió el donut de Roger y por eso le despidieron.

—Roger no cree que fuese Wendell quien lo cogiera —interrumpe Jones mientras busca una mesa—. Ahora cree que lo hizo Elizabeth. Oye, ¿nunca os sentáis con gente de otros departamentos?

Freddy y Holly le miran pasmados. Freddy dice:

—No es así como funcionan las cosas, Jones.

—¿Quién lo dice?

—El nuevo chimpancé, Jones, el nuevo chimpancé.

Llegan a la cabeza de la cola. Freddy pone cinco dólares en el mostrador y sonríe al hombre que hay detrás.

—Lo de siempre, por favor.

Roger, solo en Berlin Occidental, se estira en su escritorio y luego cruza las manos detrás de la cabeza. Deja que su mirada se pierda. En su mente sólo hay espacio para Elizabeth y el donut.

Roger tiene claro que todo fue planeado desde el principio. Elizabeth sabía que se equivocaría en sus conclusiones y acusaría a Wendell. Obviamente había jugado con él y ahora ya es demasiado tarde para señalar con el dedo al verdadero culpable porque Wendell ha sido despedido. No por haberle robado el donut, técnicamente al menos, pero esa no es la cuestión. La cuestión es que Wendell es ahora un ex empleado y, por tanto, será acusado de todos los problemas del departamento. Roger lo sabe mejor que nadie, pues logró su traslado a Ventas de Formación gracias a colgar el muerto de varios desastres contables verdaderamente atroces sobre anteriores colegas. Nadie que haya abandonado la Corporación Zephyr ha dejado de ser posteriormente desenmascarado como mentiroso, ladrón y estúpido. Los ex empleados siempre resultan ser los responsables de auténticos descalabros con el presupuesto, pedidos claramente fraudulentos y cuentas de gastos más que dudosas. Postumamente, les es asignado el liderazgo de todos los proyectos que han fracasado. Por esa razón, nadie querrá atender a la idea de que Elizabeth pueda ser responsable de algo que se le puede achacar a Wendell, por la sencilla razón de que él ha sido despedido y ella aún continúa en la empresa.

Elizabeth lo tiene atrapado. Parte de Roger admira su destreza política. Pero una parte mucho más importante de él está muy preocupada. Una cosa sería que Elizabeth actuara movida por la rabia y el despecho, por no haberla llamado después de que lo hicieran. Roger no tendría problema con eso; incluso le
gustaría
que fuera así. Para Roger no es un problema que la gente le odie. Lo que le preocupa, lo que de verdad le saca de quicio, es pensar que ya no le respetan. Roger es un hombre seguro de sí mismo, poderoso y apuesto que no duerme por las noches por miedo a que los demás no le vean de esa manera. En el curso de las entrevistas que llevó a cabo para entrar en la Corporación Zephyr tuvo que rellenar un cuestionario en el que se le preguntaba: «¿Qué es mejor: tener éxito o ser respetado?». La respuesta de Roger es ya legendaria hoy: ¡PREGUNTA-TRAMPA!

Recientemente ha observado que Elizabeth le lanza miradas furtivas. Le observa fijamente, con la expresión en blanco, durante varios segundos. Le asaltó una oleada de miedo; no había duda de que se estaba burlando de él.

Roger todavía no sabe qué hará. No de momento. Pero tiene que haber una respuesta. Su honor lo exige. Su integridad lo exige. Oh sí, Elizabeth lamentará haber puesto los ojos en su donut.

A las cuatro y treinta del jueves, Megan se presenta en la oficina de Sydney para someterse a su evaluación semestral de rendimiento. Megan no está preocupada; para ella, siempre ha sido algo rutinario. La única razón por la que tiene que hacer estas evaluaciones es porque Zephyr no quiere admitir abiertamente que los asistentes no son empleados de verdad, al menos eso sospecha ella. Por eso sus revisiones son obligatorias, pero carecen de importancia, lo que significa que se llevan a cabo en el último minuto, cuando se ha cancelado la de otra persona, o en el ascensor, cuando van de camino a ver a otra persona.

Megan coloca su colección de ositos en orden de revista —los ositos pescadores quedan mejor a la izquierda de la mesa, decide, pues allí los pequeños hilos de pesca pueden colgar fuera de la mesa— y luego llama a la puerta de la oficina de Sydney. Hay una pausa durante la cual Megan sabe que Sydney está esperando a que ella trate con la persona que está llamando. Pasados diez segundos, vuelve a llamar.

—¿Quién es?

—Soy yo.

—Pasa.

Megan abre la puerta. Sydney está sentada a su mesa, que no cubre las piernas, por lo que Megan puede verlas colgando de la silla. En cambio, apenas ve nada del cuerpo o la cabeza de Sydney, pues queda escondida detrás del enorme monitor de su ordenador. Megan no pretende sugerir que Sydney esté compensando nada, pero desde luego tiene el monitor más grande que jamás haya visto.

—¿Es la hora?

—Sí.

Megan se sienta delante de la mesa y cruza las piernas. Ahora sí puede ver a Sydney. También se da cuenta de lo amplio que es su escritorio, atestado de papeles y carente por completo de adornos. Megan piensa que no le vendrían mal algunos ositos.

—De acuerdo —Sydney echa a un lado un montón de papeles, al parecer al azar. Luego levanta la mirada y dice:

—Tal vez no te guste lo que voy a decirte.

—Ah. ¿Por qué no?

—Porque he decidido que no sigas aquí.

—¿Que no siga dónde? —pregunta Megan, aunque se da cuenta de que es una pregunta estúpida.

—En la empresa —responde Sydney aguantándole la mirada—. Te estoy despidiendo.

Megan se queda tan sorprendida que no consigue procesar la información.

—¿Por qué?

—Bueno, francamente, no creo que tu rendimiento sea el más adecuado. Tuve que darte la nota más baja: «necesita mejorar». —Los ojos de Sydney se pasean por el rostro de Megan, pero ésta sigue sin reaccionar. Sydney parece perder el interés, coge un montón de papeles y empieza a buscar la grapadora.— Es política de la empresa despedir a los empleados con dicha calificación y estoy obligada a mantener esa política.

—¿En qué tengo que mejorar? —pregunta Megan. La garganta se le cierra y apenas es capaz de emitir sonidos débiles y forzados.

—Ya sabes cómo son las evaluaciones de rendimiento… hay una serie de criterios y yo debo puntuarte en cada uno de ellos.

Sydney encuentra la grapadora, la coloca encima de los papeles y los grapa. Luego mira el resultado.

—¡Vaya mierda! —dice.

Megan jamás ha oído hablar de ningún criterio.

—La última vez me dijo que no teníamos que hacer revisiones formales.

—La empresa me ha llamado la atención sobre eso —responde Sydney con el ceño fruncido, como si Megan le hubiese creado problemas—. Quieren que haga evaluaciones debidamente formales y tú no has dado la talla en algunos aspectos. La primera es tener una mesa ordenada. Tu mesa está siempre repleta de ositos.

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