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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (10 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—Tardaríamos años —declaró—. Nuestras arcas están vacías; nuestro ejército, desmoralizado. No hay familia ni clan de este reino que no haya perdido a dos o tres de sus miembros. Necesitamos la paz; tenemos que restablecer el comercio y recuperar a nuestros prisioneros.

Respaldado por Wanef, Tushratta había expuesto sus argumentos con gran elocuencia, hasta que acabó por salirse con la suya. Rodeado de su consejo, había sellado un pacto. Entonces todos habían marchado hacia el templo para visitar al dios chacal, una representación mucho más fiera y belicosa que la que adoraban los egipcios. Sus sacerdotes, ataviados con pieles caninas y con el rostro y el resto del cuerpo embadurnados de sangre, tenían ya preparadas a sus víctimas: dos doncellas y un muchacho, que se hallaban tumbados sobre una losa. Snefru había observado al sumo sacerdote degollarlos para llenar de sangre las escudillas sagradas.

Tal vez el sacrificio había surtido efecto y Egipto comenzaba a desconcertarse. No en vano había desaparecido la sacra amatista del mismísimo templo de Anubis, en el que el se hallaba en esos momentos. No en vano circulaban rumores de que tampoco se encontraba el manuscrito del célebre Sinuhé, el viajero, que había visitado las tierras de Mitanni. Snefru cerró los ojos y empezó a dormitar. Volvió a soñar con la Sala del Sacrificio y el parpadeo de sus antorchas. Oyó un ruido y quedó horrorizado al abrir los ojos. Se preguntó si no estaría presenciando una visión al observar la máscara de chacal, el negro coselete tras el que se ocultaba la parte alta del cuerpo de aquella aparición. Snefru se frotó los ojos, dudando si era el mismísimo dios quien lo visitaba. Intentó levantarse, pero las sábanas se habían enredado en sus piernas sin que pudiese determinar cómo. La cabeza de chacal se inclinó hacia él. Sintió un cuchillo contra su garganta.

—¡Échate! —La voz sonaba hueca.

Snefru obedeció y la muerte no tardó en acudir.

C
APÍTULO
IV

E
l templo de Anubis se hallaba en plena ebullición, abarrotado de devotos. Algunos sacerdotes se afanaban en llenar las escudillas de jacintos y flores de loto; otros se preparaban para los rituales que se realizarían avanzada la tarde; los turíbulos esparcían incienso que llenaba de volutas galerías y corredores. Senenmut recorría el lugar con vestimentas anodinas y ocultando sus rasgos bajo una capucha; Amerotke se había desprendido de la insignia que revelaba su condición. Abandonaron el templo por una puerta lateral para acceder a unos jardines regados con profusión. El magistrado se detuvo al oír los inquietantes aullidos de la jauría sagrada.

—Sería incapaz de vivir cerca de eso —observó.

Senenmut se puso una mano a modo de visera para quitarse el sol de los ojos.

—Te entiendo, pero son un presente ofrecido al dios por los miembros de algunas tribus situadas al sur de las cataratas. De cuando en cuando —añadió con una sonrisa—, surge de la selva, de las tierras boscosas meridionales, alguna criatura extraña. —Dio un golpecito en el hombro a Amerotke—. Y trae un presente para cualquiera de nuestros templos.

—¿Crees en alguna de las divinidades? —preguntó el juez mientras seguía sus pasos a través del sendero.

—Al igual que tú, mi señor juez —repuso el visir—, creo en el poder de Egipto y la gloria del faraón.

—Y en el ascenso de mi señor Senenmut —añadió el magistrado.

El primer ministro de Hatasu se limitó a sonreír por encima del hombro.

Siguieron caminando y evitaron las salas del interior y el exterior hasta llegar al centro del templo, a la zona que rodeaba el santuario. La luz se atenuaba en sus oscuros corredores y galerías. Muy pocos tenían permitido deambular por ese lugar, y aún menos tras el sacrílego robo de la amatista sagrada. No había esquina ni puerta en la que no se hubiese apostado a un guardia con toda su armadura. Amerotke y Senenmut atravesaron un patio abierto para introducirse en los misteriosos pórticos y la capilla de la Gloria de Anubis. Ésta se hallaba en un lateral del templo, a lo largo de una galería que podía verse desde ambos extremos. La pesada puerta de cedro del Líbano que cerraba la capilla había sido reparada, aunque a Amerotke le bastó con echar un vistazo a las planchas de madera dispuestas sin apenas separación, los goznes de cobre y la cerradura de bronce para darse cuenta de que la habían forzado.

—Para apalancar una puerta como ésta —musitó—, habría que despertar a todo el templo.

Tetiky, el capitán del cuerpo de guardia, se acercó. Se mantuvo a cierta distancia con una mano sobre la empuñadura de su espada. Los miró con desconfianza, y no habría dudado en intervenir si Senenmut no lo hubiese advertido con ademán brusco de que no le convenía entrometerse en sus asuntos.

Amerotke examinó la puerta y los muros adyacentes, así como los que se extendían por delante y por detrás de la capilla lateral, sin encontrar grietas ni aberturas, ni nada más que pudiese ayudar a resolver el misterio.

—¡Ni siquiera el ratón más diminuto podría atravesar estas paredes! —exclamó.

Se agachó para intentar mirar bajo la puerta, pero ésta se hallaba perfectamente encajada entre el suelo y el dintel.

Ante la insistencia de Senenmut, Tetiky desbloqueó la cerradura y abrió la puerta. En el interior, situado inmediatamente detrás de ésta, se extendía un estanque cristalino de unos tres metros de ancho por otros tantos de largo. El visir hizo chasquear los dedos y Tetiky acudió con el tablón de madera de cedro que hacía las veces de puente y que colocó con cuidado para que pudiesen pasar no sin cierta cautela. Amerotke recorrió la cámara con la mirada: contaba con cierto número de vanos oscuros, pero estaba desprovista de ventanas o aberturas en el techo. La capilla resultaba agobiante y estaba impregnada de un penetrante olor a incienso y flores silvestres. El magistrado podía observar su interior gracias a las lámparas encendidas. Volvió a fijarse en el estanque sagrado; había oído hablar de obstáculos o trampas similares dispuestos en otros templos con el fin de que nadie pudiese entrar o salir sin ayuda. Así nadie accedería a la sala por equivocación. El sacerdote de vigilia, o cualquiera que quisiese entrar, necesitaba recurrir a aquel puente improvisado.

A la luz vacilante de las lámparas, Amerotke pudo distinguir las formas oscuras que se vislumbraban en la cámara: la naos, con las puertas abiertas, y la estatua negra y dorada de Anubis, que miraba de hito en hito hacia el frente. A su alrededor, se hallaban los platos y las copas sagrados, así como las navetas de incienso, las pilas de agua bendita, los cojines y las esteras empleadas en la oración. Las paredes estaban pintadas con gran habilidad de rojo y oro, con representaciones de Anubis, el dios chacal, sirviéndose de la pluma de la verdad para pesar las almas de los muertos. Amerotke se dirigió a la estatua de la divinidad, pintada de negro y dorado y provista de dos esmeraldas verdes que hacían las veces de ojos. En su pecho, podía apreciarse el huequecito en el que se había alojado la amatista. El juez lo examinó con detenimiento.

—Hemos dejado la estatua fuera de su tabernáculo —declaró el capitán—. El sumo sacerdote dice que no puede colocarse en su sitio hasta que sea devuelta la joya.

Amerotke hizo caso omiso del comentario y se volvió a acercar a los cojines. Alcanzó a ver las manchas de sangre: la cámara estaba aún contaminada, y no dejaría de estarlo hasta que se hubiese resuelto el misterio. El magistrado examinó los altos muros, el suelo de mármol, el techo intacto y la pesada puerta. «Todo un enigma —pensó—. ¿Cómo se puede entrar en un lugar como éste, asesinar a un sacerdote y robar un tesoro como la amatista sagrada?» Miró a Senenmut.

—¿No hay ningún pasadizo secreto?

—No —respondió el visir—. Sin embargo, mi señor, este misterio puede esperar; los enviados de Mitanni, no.

Amerotke se lavó las manos y la cara en una de las cámaras laterales, tras lo cual se aplicó unas gotas de aceite perfumado. Senenmut hizo otro tanto y se atavió con unos ropajes más ostentosos.

—Sigo pareciendo un mampostero —bromeó—, pero al menos no huelo como uno de ellos.

Dicho esto, condujo al magistrado hasta las escaleras, que subieron juntos para llegar a la espléndida Sala de las Palabras, reservada para las negociaciones. La elección, sin duda, había sido obra de Hatasu. La sala era elegante: contaba con una fila de columnas a cada lado y las amplias ventanas abiertas dejaban entrar la luz y los delicados aromas del jardín; con todo, su principal atracción consistía en sus llamativos murales. Los situados a la izquierda representaban las grandes victorias de Tutmosis II, el difunto hermanastro y esposo de la reina-faraón, pintados con una excelente selección de colores. En ellos, podía verse al faraón dirigiendo a sus ejércitos desde su carro de guerra, con la doble corona de Egipto sobre su cabeza, el escudo a la espalda y el arco real con la cuerda tensada, listo para dar muerte a quien se pusiese ante él. En el otro muro, Hatasu había ordenado realizar una serie de pinturas igual de vividas para celebrar la victoria conseguida un año antes contra Tushratta. Amerotke les dedicó una rápida mirada. No guardaban relación alguna con las experiencias reales que él había vivido en la batalla: nada de lo representado hacía pensar en el estruendo de los carros, los gritos y el entrechocar de las armas, la sangre derramada, los hombres que desgarraban y descuartizaban a otros hombres, las nubes de polvo y los buitres que, con las alas extendidas, descendían, semejantes a negros fantasmas, para engullir la sangre coagulada.

Un discreto codazo de Senenmut hizo salir a Amerotke de su ensimismamiento. En la cabecera de la larga mesa de madera de acacia encerada, esperaban tres personas; los dos heraldos, Weni y Mareb, se hallaban de pie, algo retirados hacia un lado. El visir y el juez atravesaron la sala para unirse a ellos. Los de Mitanni esperaron unos instantes para imitarles. Iban vestidos al estilo egipcio, aunque sus túnicas de lino eran de color y estaban bordadas. Los dos hombres, Hunro y Mensu, llevaban el cabello corto, sus rostros eran anchos y fornidos y las pequeñas joyas que adornaban los lóbulos de sus orejas ofrecían un extraño contraste ante los peculiares tatuajes que cubrían cada uno de sus brazos. No llevaban armas, aunque lucían brazaletes de cobre de los usados por los arqueros. Estrecharon la mano de Amerotke y emplearon la lengua común a todas las naciones, la
lingua franca
que se hablaba en el mercado.

La mujer se acercó más tarde, con lo que manifestó su carácter diferente. En muchos sentidos podía considerarse la versión envejecida de Hatasu: más baja y rellena, de pómulos altos y ojos gatunos de mirada baja. Amerotke no supo concluir si sus labios dibujaban una sonrisa o una mueca de desdén. Dio por hecho que la princesa Wanef debía de haber sido una mujer bella y pensó que parecía tener la astucia de un reptil. Vestía con elegancia una larga túnica blanca y cubría su sinuosa garganta con un collar de piedras preciosas que hacía juego con sus pendientes. Sus muñequeras de cuero negro hicieron que Amerotke recordara la afición que, según le había confiado Senenmut, tenía la princesa a conducir carros. Su rostro tenía los rasgos pronunciados y no llevaba pinturas ni afeites; tenía el cabello rapado y la peluca que adornaba su cabeza estaba ungida y trenzada con un cordón rojo y dorado. No se mostró demasiado ceremoniosa, aunque, una vez que Senenmut hubo hecho las presentaciones, tomó la mano del magistrado para preguntar:

—¿Quién no ha oído hablar del señor Amerotke?

Al tiempo que pronunciaba estas palabras, levantó una ceja y el juez no supo si lo estaba invitando a burlarse de sí mismo o a reírse con ella.

—¿Te sorprende que conozca tu lengua?

Amerotke meneó la cabeza, aunque supo que ella no había acabado.

—Sea como fuere, me sorprende tu presencia. ¿Qué ha llevado al juez supremo de la divina Hatasu a salir de la Sala de las Dos Verdades para redactar un tratado? Tú no eres un escriba de la Casa de la Paz, ¿no es cierto? Tampoco estás al mando de ningún regimiento.

—Sabes muy bien por qué está aquí —respondió Senenmut—. Princesa Wanef, no podemos pasarnos el resto del día intercambiando cumplidos. Mi señor Amerotke tiene órdenes de ayudarme en determinados asuntos.

—¿Te refieres a las muertes? —preguntó ella a modo de réplica—. La de la bailarina, la del sacerdote Nemrath y, por lo que me han comunicado vuestros embalsamadores, la de Sinuhé el viajero, del que sólo quedan restos destrozados. Vivimos tiempos desconcertantes —siguió diciendo, sin apartar sus implacables ojos negros de los de Amerotke. Entonces se detuvo para ladear la cabeza al oír el distante aullido de uno de los perros—. Ya sé que son sagrados —musitó—, pero me encantaría poder dormir en otro lugar.

Hunro, situado a su izquierda, frunciendo su curtido sobrecejo, se dirigió a ella de un modo apresurado y en la áspera lengua de Mitanni. Señaló hacia abajo con un dedo, y Mensu habría hecho otro tanto si Wanef no hubiese unido las dos manos a modo de plegaría al tiempo que miraba a uno y a otro. Entonces cerró los ojos y respiró hondo.

—Mis compañeros desean que continúen las negociaciones. —Lanzó un suspiro—. No pueden entender el retraso. Asimismo, están preocupados por esas muertes y el robo de la joya. También hemos oído —añadió abriendo los ojos y clavando su mirada en Senenmut— que han envenenado algunos de los estanques y que algunas de las ovejas de los rebaños de Anubis han muerto de un modo misterioso.

—No son más que víctimas animales —respondió Senenmut—. Debemos centrarnos en lo que tenemos entre manos.

—Pero nosotros ¿estamos a salvo? —terció Hunro.

—Más que en vuestra propia capital —repuso Senenmut subrayando cada una de sus palabras—. Y, si os avenís a las condiciones de la divina Hatasu, tanto vosotros como vuestras ciudades podréis sentiros aún más seguros.

El visir señaló la mesa con un gesto y todos tomaron asiento. Aparecieron escribas y otros funcionarios con manuscritos, mapas, cuernos de tinta, paletas y cálamos. Pusieron un mapa concreto delante de Senenmut: el que recogía los pormenores del camino de Horus, que cruzaba el desierto del Sinaí. Entonces comenzaron las negociaciones. Saltaba a la vista que Wanef era la experta diplomática, la enviada ducha en este tipo de conversaciones, mientras que Hunro y Mensu se oponían de forma categórica a cualquier pacto pacífico. Amerotke observó a ambos con detenimiento. Pudo ver las cicatrices de heridas no ha mucho restañadas en sus cuellos y hombros, los lugares que más sufrían cuando un guerrero defendía sus líneas frente a los aurigas de Hatasu. Recordó la truculenta masacre que siguió al combate. Los guerreros sentados ante él habían perdido con toda probabilidad a compañeros y familiares en aquella terrible derrota. Debía de ser duro para ellos acudir a Egipto para suplicar la paz, y más aún ante una mujer. En cualquier caso, la autoridad de Wanef era indisputable: había logrado que sus compañeros guardasen silencio mientras discutía con Senenmut la localización de los puestos fronterizos y las patrullas, así como otros detalles referidos a los permisos para viajar, los impuestos sobre importaciones y exportaciones, el uso de los oasis y pozos de agua… Las respuestas de Senenmut eran claras y sencillas y partían del convencimiento de la potestad soberana que ejercían Hatasu y Egipto sobre el Sinaí. Mensu comenzó a intranquilizarse y susurró algo al oído de Wanef. Ella lo atajó con un movimiento de la mano.

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