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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (9 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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Dicho esto, abandonó la sala.

El magistrado se puso de pie. Senenmut sonrió y le dio una palmada en el hombro.

—Aún nos queda una hora. ¿Quieres echar un vistazo a los cadáveres?

Amerotke asintió y siguió al visir al exterior de la cámara. En primer lugar, inspeccionaron el cuerpo sin vida de la bailarina. Los embalsamadores ya se habían afanado en sacar sus vísceras y colocarlas en canopes sellados, aunque aún le habían de extraer el cerebro a través de la nariz. La mesa parecía el tenderete de un carnicero. Amerotke, que estaba acostumbrado a tales escenas, tuvo que hacer un esfuerzo por no estremecerse.

—El templo se encargará de enterrarla —musitó Senenmut—, pues murió cuando servía al dios.

La joven había sido hermosa sin lugar a dudas: tenía un rostro agraciado y un cuerpo maduro y bien formado, de cintura delgada y con las piernas largas y musculosas propias de una bailarina. Los embalsamadores, sin embargo, habían hecho que su belleza quedase en nada. Amerotke no pudo menos de sentir una punzada de tristeza ante la contemplación de tanto encanto y tanta juventud apagados como si no fueran más que una lámpara de aceite.

—¿Cuál fue la causa de la muerte? —preguntó el magistrado.

El médico calvo y de nariz alargada meneó la cabeza.

—Los globos oculares mostraban cierta prominencia. —Levantó uno de los párpados y dio unos golpecitos en la barbilla de la joven—. La boca y la garganta estaban muy secas, como después de ingerir un líquido muy ácido. Sin duda debió de echar espumarajos por la boca. —Levantó uno de los brazos del cadáver y lo dejó caer—. Los músculos están rígidos, como si hubiese muerto de un ataque o por la mordedura de una serpiente venenosa en extremo.

—¿Has encontrado alguna herida?

El médico sacudió la cabeza.

—En absoluto; sólo algunas manchas y diversos cortes, pero nada diferentes de los que puedan encontrarse en tu cuerpo, el mío o el del señor Senenmut.

—Sin embargo, parece improbable que una mujer joven como ésta muera de un ataque.

—Pero bien podría ser así: en su estómago —siguió diciendo el cirujano en un tono de voz desganado— no hemos hallado nada extraño: sólo pan, carne asada y una copa de vino que ingirió poco antes de que la asesinasen. Ya había hecho la digestión.

—¿Qué te hace pensar que la envenenaron? —inquirió Amerotke.

—No se me ocurre nada más —espetó el médico—. El hígado y el bazo presentaban un ligero aumento de volumen y las vísceras sufrían cierta decoloración. Doy por hecho que el cadáver de la joven hubo de pasar toda la noche en el lugar donde lo encontraron. En ocasiones no resulta fácil distinguir los efectos de la muerte y sus causas.

—Si realmente la envenenaron… —insistió el magistrado.

El cirujano frunció los labios y extendió los brazos.

—Mi señor, existen tósigos que pueden atacar con la misma fuerza del fuego.

—¿Es posible algo así en este lugar?

—Todo es posible, mi señor.

Senenmut los condujo a la segunda losa, sobre la que se había dispuesto el cadáver del sacerdote Nemrath, un hombre bajito y regordete de cuerpo algo pálido y brillante y cuello de toro. Los embalsamadores no habían comenzado aún su disección. La causa de su muerte resultaba obvia, a juzgar por la mancha profunda y cárdena que tenía bajo la tetilla izquierda.

—¿Has averiguado algo más? —preguntó Amerotke—. Me refiero a que si sabes algo de las circunstancias del asesinato. —Hizo un gesto con los dedos—. Nemrath era joven y fuerte, ¿no es así?

—No hay signo alguno de violencia —repuso el médico—. Ni un rasguño. —Tomó la mano del muerto y la dejó caer—. Las uñas no están rotas ni contienen nada extraño. El cuerpo tampoco presenta marcas ni cortes.

Se detuvo cuando uno de los sacerdotes embalsamadores se acercó a la estatua de Anubis y, con los brazos extendidos, comenzó a entonar un himno ritual por los fallecidos.

Amerotke se dio la vuelta. Su pie resbaló al pisar sobre aceite y su mano arañó la carne fría como un témpano del sacerdote muerto. Senenmut agarró al magistrado de un brazo.

—¡Cuidado, mi señor!

El médico, una vez finalizado el himno del sacerdote, sorbió el contenido de su nariz y tomó un cuchillo afilado de hueso.

—A Nemrath lo mataron con esto, de una puñalada en el corazón. —Los ancianos ojos del cirujano se arrugaron al tiempo que sonreía—. Me han puesto al corriente del robo, pero no hay demasiado misterio en la muerte de Nemrath.

Amerotke cogió el cuchillo y examinó su empuñadura negra, grabada con la forma de un chacal de dientes afilados. La hoja era larga y tenía el filo dentado.

—¿Cómo pudo el asesino acercarse lo suficiente para emplear esto?

El médico se encogió de hombros.

—¿Puede ser que Nemrath estuviese drogado?

—Imposible. Es cierto que aún no hemos extraído el estómago, pero todo apunta a que no comió ni bebió nada antes de que lo asesinasen.

—¿Hay indicios de actividad sexual?

El médico rió entre dientes.

—Nemrath estaba bien dotado. Según es costumbre, debía abstenerse de todo contacto venéreo durante al menos los tres días anteriores al inicio de su ritual.

—¿Lo hizo? —quiso saber el magistrado.

—Por favor, acepta mi palabra. —El cirujano sonrió—. Nemrath respetó el celibato, al menos el día de su muerte. —Se rascó la cabeza calva y miró cariacontecido al juez—. Ya sé que eres el señor de la Sala de las Dos Verdades, pero, aun así, este crimen pondrá a prueba tu ingenio.

Rodeó la mesa y lo agarró por la toga para llevarlo a un aparte, como si Senenmut fuese un fisgón.

—Todos en Tebas hablan de lo mismo —le susurró—. He estado en la capilla: no hay pasadizo secreto alguno, ni tampoco se ha forzado ninguna puerta. Además, el estanque sagrado permanece intacto. Sin embargo, Nemrath está muerto y la Gloria de Anubis ha desaparecido.

Amerotke observó las ondulaciones del humo. Durante todo el parloteo del médico, Senenmut había mantenido una actitud pasiva, convertido en una presencia oscura y amenazadora. El magistrado no pudo evitar preguntarse qué estaba sucediendo en realidad en el templo de Anubis. Observó la pared del fondo, en la que algún pintor había representado los senderos del Duat, el mundo de los muertos: se trataba de un conjunto de galerías, de las cuales algunas no llevaban a ninguna parte y otras describían tortuosos recodos semejantes a un rompecabezas infantil o a una serpiente que buscase la salida de un laberinto. Él también se hallaba encerrado en un laberinto, aunque no se veía capaz de determinar quién estaba guiando a quién. Se preguntaba si no serían los de Mitanni los responsables del robo de la Gloria de Anubis, planeado para provocar a Hatasu. Sin embargo, también cabía la posibilidad de que alguien del templo se hubiese hecho con la joya en beneficio propio o con el fin de avergonzar a la divina. A fin de cuentas, los sacerdotes de Tebas le toleraban tan sólo a duras penas. ¿No podía tratarse de un plan más sofisticado? Bien cierto era que Egipto quería la paz con Mitanni, pero Hatasu era una verdadera araña, una actriz dueña de infinidad de máscaras, y otro tanto podía decirse de Senenmut. Le sobrevino la idea de que ambos hubiesen robado la Gloria de Anubis en busca de un pretexto para declarar la guerra.

—Te has quedado absorto, mi señor Amerotke.

Senenmut lo estaba mirando con ojos taimados. ¿Estaba sonriendo? El magistrado recordó a Hatasu y se preguntó si los dos príncipes, la reina-faraón y su amante, no estarían embarcados en alguna estratagema.

—Estoy confundido —repuso el juez—. Con todo, esto no es más que el principio. Sólo puedo asegurarte una cosa, mi señor Senenmut: encontraré la Gloria de Anubis, para que el nombre de su robador y la infamia que ha cometido sean conocidos por todo Egipto.

Experimentó cierta decepción al ver que el rostro de Senenmut no dejaba vislumbrar emoción alguna.

—La tercera víctima —ordenó entonces.

En esta ocasión, el médico ofreció a cada uno un trozo de tela para que pudiesen taparse la nariz y la boca. Amerotke no tardó en conocer el porqué: el cadáver de Sinuhé el viajero estaba destrozado. Faltaban pedazos de piel en su cara y en el torso, tenía una mano amputada y los dedos de la otra no eran más que informes bultos de carne.

—¡Que Osiris, principal de entre los de poniente, se apiade de él! —entonó el cirujano al tiempo que retiraba el velo con que habían cubierto el cuerpo exánime.

—Los que le encontraron —aclaró Senenmut— tuvieron que espantar a los cocodrilos que se ensañaban con él en el Nilo. Hicieron cuanto estaba en sus manos.

—¿Estaba muerto antes de caer al agua? —inquirió Amerotke.

—Eso creo —repuso el médico—, aunque no he logrado encontrar magulladuras ni golpes.

—Es lo más probable —añadió Senenmut—: Sinuhé era inteligente y no ignoraba el peligro que suponían los cocodrilos.

El magistrado observó lo que quedaba del viajero. A pesar del trozo de tela perfumado, pudo percibir el hedor a putrefacción. Los embalsamadores pondrían todo su empeño en la tarea, pero poco podían hacer para remediar el daño causado por las bestias del Nilo. Amerotke bajó la tela, y estaba a punto de retirarse a la sala menor cuando vislumbró lo que parecía los restos de la vestimenta de Sinuhé, amontonados bajo la mesa. En cuclillas, los inspeccionó con pormenor. Frotó entre sus dedos el lino desgarrado y teñido de sangre y examinó las costosas sandalias de caña.

—¿Qué sentido tiene? —preguntó.

—¿Qué sentido tiene qué? —repuso Senenmut al tiempo que se agachaba junto a él.

—¿Era rico Sinuhé?

—No, igual que todos los viajeros. Toda su riqueza era sus relatos.

—¿Has hecho averiguaciones? —quiso saber el magistrado—. ¿Alguien le vio salir de casa por la mañana?

—Vivía solo, cerca del puerto. Nos consta que salió temprano hacia el templo de Bes.

—En ese caso, sabemos que iba a encontrarse con alguien —declaró Amerotke—. Sinuhé no debía de preocuparse mucho por su posición, como sucede con este tipo de viajeros: aseguran haberlo visto todo y no se dejan impresionar por nada. Sin embargo, mira esto, señor Senenmut. —El juez arrastró hacia él lo que quedaba de las sandalias y demás vestiduras—. Sinuhé no era un hombre rico y, no obstante, esta mañana decidió vestirse con esta túnica rizada y sus mejores sandalias. No me cabe duda de que cuando se registraron sus posesiones…

—Su casa ha sido sellada y está vigilada —lo interrumpió Senenmut.

—Yo me encargaré de registrarla —determinó el juez—. Así podremos comprobar que tenía ropajes y sandalias menos decorosos.

Amerotke empujó el fardo para apartarlo y se puso en pie; dio las gracias al médico y sus ayudantes y abandonó la cámara.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Senenmut al tiempo que cerraba la puerta tras de sí.

El magistrado comenzó a darse golpecitos en los dientes con un dedo, absorto en la contemplación de la luz que entraba por las ventanas.

—A Sinuhé le traía sin cuidado la gente. En ese caso, ¿por qué se puso sus mejores galas para acudir a un templo en ruinas?

—¿Para encontrarse con alguien poderoso? —propuso Senenmut.

—Sin embargo, Sinuhé no pretendía impresionar a nadie —siguió diciendo Amerotke—. ¿Por qué iba a preocuparse por sus vestiduras? Por otra parte, el volumen de pergaminos que estaba escribiendo ha desaparecido, ¿no es cierto?

Senenmut asintió con un gesto.

—En conclusión —el juez se sentó en un taburete y apoyó la cara sobre sus manos—: tenemos a un célebre viajero que se viste y sale de su casa a primera hora de la mañana. Se encamina con su preciado manuscrito al templo, un lugar que debía de conocer. Allí tuvo que encontrarse con su asesino, pero desconocemos su identidad. Una vez muerto, Sinuhé fue arrojado al río para que sirviese de alimento a los cocodrilos y el malhechor escapó con su manuscrito. —Amerotke apartó las manos de su rostro—. Sin embargo, si Sinuhé iba a encontrarse con un tebano, no se habría vestido de ese modo. Por lo tanto, pensaba reunirse con uno de fuera, alguien a quien pretendía impresionar y a quien no quería que vieran cerca de su casa.

—¿Alguien de Mitanni? —sugirió el visir.

—Tal vez. Al menos, tiene sentido. Están interesados en el manuscrito de Sinuhé y aprovecharían cualquier oportunidad para burlarse de Hatasu.

—¿Y qué hay de las otras muertes?

—Siguen siendo un misterio —confesó el magistrado—. La bailarina fue envenenada: de eso no cabe duda; pero no sabemos cómo ni con qué fin —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Y de Nemrath?

—Sí. —Amerotke dejó escapar un suspiro—. Ése sí que es un misterio. Alguien entró en aquella cámara, cruzó el estanque sagrado, apuñaló al sacerdote, arrebató la amatista sagrada y se fue sin abrir la puerta. Los guardianes del templo aseguran que todo estaba en orden. Tampoco se han hallado signos de resistencia por parte de un hombre joven y fuerte como Nemrath. —El juez levantó las manos remedando un gesto de súplica—. ¿Nos están esperando los del reino de Mitanni?

—Dentro de muy poco —repuso Senenmut—, se reunirán en la Sala de las Palabras.

—En ese caso, vayamos a ver el lugar en que murió Nemrath.

***

Snefru, el enviado de Mitanni, terminó su vino y se recostó sobre el lecho. Desabrochó sus vestiduras y se echó por encima las sábanas de gasa blanca con la intención de protegerse de las moscas. Entonces sintió un escalofrío y tuvo la extraña sensación de estar amortajando su propio cuerpo. ¿Se trataba de una premonición? Levantó la vista al techo. El vino comenzaba a hacer efecto, pues sentía su cuerpo ligeramente sonrojado. Iba a dormir un rato para calmar su mente. Pensó en las negociaciones e intentó dominar su enojo.

—No deberíamos estar aquí —musitó con voz callada y gutural.

Si por él hubiese sido, habría cabalgado hasta el Oasis de las Palmeras para pedir audiencia con el rey Tushratta. Snefru era un guerrero, un comandante real. Era cierto que la perra de Hatasu había aplastado a su ejército, pero ¿por qué tenían ellos que postrarse ante ella con tal rapidez, agachar tanto la cerviz? ¿Qué edad podía tener aquella jovenzuela? No debía de llegar a las veinte primaveras y ya se había erigido en diosa-faraón. Recordó las violentas discusiones en el seno del consejo de Tushratta; el gesto compungido del monarca, sus ojos hundidos, aquella nariz levemente torcida y la boca mezquina capaz de proferir los más fieros insultos y reniegos. Y, por supuesto, la inevitable Wanef. Se preguntó si sería la amante de Tushratta, si su monarca no habría adoptado la costumbre egipcia y yacido con ella en sus aposentos privados. Snefru se sentía indignado por la paz con Egipto que ella buscaba. Al igual que otros, pertenecía a la facción belicista de Mitanni, cuyos miembros buscaban el modo de cerrar las fronteras que compartían con Egipto, lamer sus heridas, organizar un nuevo ejército y lanzar un ataque. Su soberano, sin embargo, había rechazado sus propuestas.

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