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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (7 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—No podemos congregar a un ejército en condiciones —había admitido uno de sus generales—. Además, ¿qué sucedería si dejamos el reino sin defensa? —No quiso contestar su propia pregunta: lo más prudente era siempre dejar que Tushratta llegase a sus propias conclusiones.

—Si organizamos un ataque —había declarado el rey—, dejaremos sin defensa nuestras fronteras. Las tribus no dudarían en acudir como enjambres para saquear nuestras ciudades y aldeas.

—A eso debemos añadir las cosechas —había añadido otro general.

Sí: después de la recolección, los graneros y almacenes del reino continuaban vacíos. El soberano bajó la mirada y la fijó en el agua. Había conquistado el trono con uñas y dientes, sirviéndose de intrigas, asesinatos y traiciones. Incluso había hecho estrangular a tres de sus hermanastros para que no supusieran amenaza alguna. Tumbado en su enorme lecho de palacio, dando vueltas y más vueltas, había reflexionado sobre sus deseos de venganza con el convencimiento de que declarar otra guerra era inútil. La reina-faraón Hatasu había demostrado ser tan astuta y peligrosa como una cobra. Sus huestes la tenían por una diosa y ella había llegado a ruborizarse por su propio éxito. Si Tushratta decidía recurrir al enfrentamiento armado y fracasaba otra vez… Sintió el frío del agua que rozaba su espalda. Debía estar atento a los movimientos de los jefes de clan. La corte de Mitanni era poco más que una manada de lobos. Tras su derrota a manos de Hatasu, el soberano había recurrido a un pretexto tras otro con el fin de ejecutar a cortesanos, generales y capitanes dubitativos. El derramamiento de sangre había malogrado tal vez algún intento de sublevación o traición, pero sabía muy bien que los demás estaban a la espera.

—Tranquilízate y traza un plan —le había aconsejado su hermanastra Wanef—. Deja que Egipto engorde y se vuelva próspero y perezoso. Deja que el cuerpo de Hatasu se torne redondo y graso. Reúne tus fuerzas y espera. Un día, Egipto será tuyo y yo podré ver cómo juegas con su soberana en tu serrallo.

Wanef era su consejera mayor, al tiempo que su amante y su confidente. Cuando los exaltados abogaban por la guerra, ella aconsejaba la paz.

—Miente, inclínate, besa el suelo con tu frente; promete cualquier cosa por el momento —le exhortó.

El rey había aceptado a regañadientes. Su pueblo necesitaba la paz; sus mercaderes exigían poder viajar con seguridad por distintos territorios. En consecuencia, había hecho caso al ultimátum de Hatasu. Sus propuestas de paz resultaban humillantes, denigrantes. Tushratta se mostró dispuesto a acudir a Egipto, pedir audiencia con la reina-faraón, atender a sus condiciones y sellar cualquier proposición. El soberano había acabado por escucharlas todas. Sin embargo, una vez que se hubieron marchado los enviados, se había dejado arrebatar por un ataque de ira. Con todo, la princesa logró apaciguarlo de nuevo.

—Piensa —le instó—. Piensa en el futuro…

—Mi señor… —Uno de los escribas, preocupado por la expresión consternada de su amo, se había decidido a intervenir—. Mi señor, ¿qué sucede?

—¡El tratado de paz! —exigió Tushratta.

El escriba abrió el cofrecito que tenía al lado y, sin dejar que el papiro que sostenía sobre las rodillas perdiese el equilibrio, extendió el rollo. El soberano cerró los ojos.

—Léeme las condiciones.

El amanuense obedeció y Tushratta se complació por no sentir rabia alguna.

—¡Basta! —exclamó levantando la mano.

Wanef y los otros, pensó sonriéndose el soberano, tenían mucho que hacer en Tebas. A semejanza de los zorros que corretean por entre las rocas, se esconderían para volver a mostrarse poco después con objeciones y protestas. Pedirían tiempo, pero, tarde o temprano, acabarían por sellar el tratado.

—Dejemos que Hatasu piense que se ha salido con la suya —le había susurrado su consejera cuando la noche tocaba a su fin, con los labios besando casi la oreja de Tushratta—. Dejemos que se pavonee con su mampostero Senenmut: ya llegará nuestra hora.

—¡Pero para eso aún faltan años! —gruñó el soberano.

—La venganza es un plato que se toma frío —replicó ella—. Escucha, mi señor.

Entonces le enredó en una historia maravillosa protagonizada por Sinuhé, el viajero, y los mapas en los que había recogido con gran pormenor las rutas comerciales que atravesaban las Tierras Rojas en dirección a Kush y Punt, donde podían obtenerse especias preciosas para llenar enormes cofres; cartas que mostraban vías navegables secretas e incluso lo que podría haber allende el Verde Gigante. Tushratta la había escuchado ensimismado, pero las maravillas no acababan aquí: Wanef describió asimismo el templo de Anubis y su preciosa amatista sagrada.

—¿Qué darías —musitó ella— por tener en tus manos el orgullo de Egipto?

—¡Pero se darían cuenta! —protestó él—. Y Hatasu no tardaría en buscar venganza.

—Si puede demostrarlo —repuso su consejera.

El soberano estaba encantado. Era la primera vez, desde que había huido de aquel espantoso campo de batalla dejando a los muertos de Mitanni apilados en columnas tan altas como un hombre, que sentía el corazón rebosante de alegría y brotaba la risa de su interior.

—Y ¿cómo vas a hacerlo? —preguntó.

Wanef salió del lecho y se echó la sábana sobre los hombros. No era una mujer excepcionalmente hermosa, pero era tan buena seductora como estratega: astuta, sutil y original. El soberano tenía toda su confianza depositada en ella. Ella lo sacó del dormitorio real para guiarlo, a través del patio del palacio, a una mazmorra excavada a gran profundidad bajo los muros del edificio con el fin de mostrarle algo. Tushratta dio unas palmaditas antes de abrazarla con suavidad.

—Si puedes hacer esto por mí —susurró, no sin cierta violencia—, podrás tener lo que desees.

—No, no. Escucha, ¡y escucha bien!

Entonces le contó uno de sus intrincados planes. El rey le prestó toda su atención, admirado por la habilidad y delicadeza de sus argumentos. Ella urdió un entramado en el que se cruzaban la arrogante Hatasu y cierto número de espías y traidores, gentes cuya alma podía comprarse con facilidad. Tushratta envidió el modo en que su consejera había reunido retazos de información y había conducido a otras personas a su tela de araña. En lo más profundo de su ser, se arrepintió de no haber seguido su consejo antes de lanzarse a invadir Egipto a través del camino de Horus.

—¿Estás segura de que puede hacerse? —preguntó.

—Sí. Vamos a ir a Egipto, hermano, y, si hace falta, humillaremos el cuello y besaremos los pies de uñas pintadas de esa meretriz… al mismo tiempo que cometemos una vileza tras otra. Así ajaremos su lustre de gloria, y esa ramera egipcia no tendrá prueba alguna mientras los meses se convierten en años. —Agitó los brazos—. Todos estos hechos se harán públicos y el pueblo se reirá entre dientes mientras dice: «Los dioses no favorecen a Hatasu de Egipto». Se convertirá en el hazmerreír de sus enemigos. Siempre podrá patalear y exigir lo que desee —Wanef dio unas palmadas—, pero ahí radica lo hermoso del plan, hermano y soberano mío: ella habrá sellado el tratado de paz tanto como nosotros. Si protesta, estamos en nuestro derecho de gritar que nos está agraviando, que Hatasu de Egipto no mantiene su palabra y que no busca sino un nuevo pretexto para declarar la guerra. —Mediante gestos, describió el modo en que se harían y desharían las disputas—. Mientras tanto —siguió diciendo— el reino de Mitanni se tornará cada vez más fuerte. Criaremos más caballos de guerra, construiremos más carros, extenderemos nuestro comercio y llenaremos de riquezas nuestras arcas.

—¿Y si fracasamos? —preguntó, más cauto, Tushratta—. ¿Qué sucederá, queridísima hermana, si tus planes se quedan en nada?

Del rostro de Wanef desapareció cualquier expresión de placer y el soberano no ignoraba el porqué: él nunca perdonaba a los que lo defraudaban.

—Si fracasamos —replicó en tono brusco—, ¿qué podemos perder? ¿Cómo puede demostrar Egipto nuestra implicación? No podrán sino sospechar y apuntarnos con el dedo. —Dejó escapar una risita nerviosa—. Diremos que todo es mentira y declararemos que Egipto aún tiene sed de guerra.

—Será como un vino dulce —murmuró el soberano— que borrará de mi boca el sabor de la derrota. Con todo, ¿has pensado en los otros? ¿Qué pasará con Hunro, Snefru y Mensu? El consejo real ha decidido que te acompañen a Egipto. Se mostrarán de acuerdo con el plan, pero ¿podemos confiar en ellos?

Wanef se acercó y dejó que sus brazos rodeasen el cuello de Tushratta.

—Ahora, príncipe mío, discutiremos el asunto con mis señores Hunro, Snefru y Mensu…

Al recordar todo esto, el rostro de Tushratta dibujó una sonrisa de placer. Extendió las manos y dejó que su cuerpo se hundiese en las aguas del oasis.

—¡Mi señor!

Levantó la mirada para observar al capitán que se hallaba de pie en la orilla de la laguna.

—¿Qué sucede? —quiso saber.

—Han llegado enviados de Tebas.

Tushratta hizo apartarse a los demás con un gesto. Empujó el paño de lino hacia el capitán y, una vez que todos se hubieron marchado, salió del agua y se envolvió en él.

—Están esperando a las afueras del campamento —prosiguió el soldado.

—Descríbemelos —ordenó el soberano.

—Han llegado en dromedario y bien armados. Llevan el rostro oculto a excepción de los ojos. Aseguran venir de parte de la princesa Wanef y no hablarán con nadie que no seas tú.

—¿Cuántos son? —preguntó el rey.

—Sólo tres.

—Lleva al cabecilla a mi tienda —ordenó Tushratta—. Haz que nos vigile alguno de los mudos.

El capitán se retiró sin dudarlo. El monarca tomó una túnica de brocado y se la echó sobre uno de sus hombros antes de dirigirse a su pabellón con paso ligero. Por el camino, le llamó la atención un grupo de enanos de piel negra congregados en cuclillas que parloteaban como niños formando un corro. No llevaban más ropajes que sus taparrabos, en los que habían ensartado pequeños cilindros. Tushratta se detuvo y dejó asomar una sonrisa al pensar en Wanef, Tebas y las travesuras que ella podía estar cometiendo en la ciudad. Hizo chasquear los dedos y, cuando el chambelán abrió la solapa que hacía las veces de puerta del pabellón, se introdujo en la fragante frescura del lugar. Se vistió y se sentó en un montón de cojines. Frente a él, había una mesa con una copa de vino de Jerú, frío y aromático; a su lado, un plato de ciruelas maduras. Tushratta esperó a que un sirviente hubiese probado y analizado éste y aquélla para empezar a comer y beber. Entonces se abrió la solapa de la tienda para dar paso al enviado de la señora Wanef, que, tras colarse en el interior como un fantasma, se arrodilló y tocó el suelo con la frente. El soberano dejó que permaneciese en esta postura durante unos instantes.

—Ya basta —le dijo—. Puedes incorporarte.

El recién llegado hizo ademán de quitarse la prenda con que cubría su rostro, pero el rey lo detuvo con un movimiento de su mano.

—Veo tus ojos —le advirtió—, y con eso me basta. Limítate a hablar: no hagas ningún movimiento y no correrás peligro alguno.

El mensajero pudo notar que la puerta de la tienda se abría a sus espaldas. Dirigió una fugaz mirada sobre su hombro para ver entrar a dos kushitas ataviados con sayas blancas y armaduras de piel. Ambos tenían preparadas sendas flechas en sus arcos.

—¿Traes un mensaje de Tebas?

El enviado volvió a inclinarse.

—Traigo importantes noticias, mi señor. Lo que es precioso para Egipto en estos momentos será precioso en breve para nosotros.

El soberano se esforzó en ocultar su emoción.

—¿Y los mapas?

—Lo que es precioso para Egipto, mi señor, será pronto nuestro.

—¿Pronto? —preguntó Tushratta.

—La señora Wanef recomienda cautela. Es mejor esperar a estar a salvo.

—¿Y qué hay del otro asunto? —quiso saber el soberano.

—Todo se está desarrollando según lo planeado, mi señor.

—¿Y el sarcófago de Benia?

—La señora Wanef está reclamando legítimamente que sea devuelto al cuidado del pueblo de Mitanni.

El rey cerró los ojos. Recordó el rostro de su dulce hermana, cuyo cadáver momificado yacía junto al de aquel gran matón que fue Tutmosis I. Hizo rechinar los dientes: el odio que sentía por Hatasu sólo era comparable al que profesaba a su padre. No en vano Tutmosis también había enviado sus escuadrones rodados a través del Sinaí para asaltar los indefensos valles y las inermes aldeas de Canaán. No en vano había jurado saquear su tumba y hacerse con su corazón momificado. Tushratta lanzó un suspiro. Lo había intentado y había perdido, aunque Wanef estaba en lo cierto: los dioses le habían concedido una nueva oportunidad.

—¿Sabes qué debes hacer? —El monarca abrió los ojos.

—Sí, mi señor.

—¿Y el cerrajero?

En esta ocasión el mensajero parpadeó.

—Has fracasado, ¿verdad? —espetó Tushratta.

—Mi señor, tal como he informado a la señora Wanef, el adefesio llamado Belet ha recurrido en busca de perdón al señor Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades.

—¡Amerotke!

Tushratta miró a los kushitas apostados tras el mensajero. La princesa Wanef había pronunciado ese nombre repetidas veces. «De todos los consejeros del círculo real de Hatasu —le había advertido—, debes tener cuidado con dos: su amante, el mampostero Senenmut, y Amerotke, su principal magistrado.

—Cuando comencemos esta intriga —le había prevenido—. Hatasu recurrirá al consejo de Senenmut, y Amerotke no tardará en picotear como un buitre. No debemos perderlo de vista.

—Es de vital importancia —observó Tushratta con un gruñido— que ese cerrajero se doblegue ante nuestro yugo. —Tomó aire con gran estrépito y las aletas de su nariz se hincharon con fuerza—. Haz llegar nuestros saludos a la princesa Wanef. Ya tienes tus órdenes; ahora, vete.

El mensajero se retiró. Tushratta permaneció sentado unos instantes, metiéndose en la boca una ciruela tras otra y masticándolas ruidosamente. Pensó en Amerotke y en cómo podría librarse de él. Inmerso en sus reflexiones, bajó la mirada para fijarla en la copa.

—Hasta ahora, todo ha ido bien —musitó.

Levantó la cabeza y dio una palmada. Un chambelán entró apresurado en el pabellón.

—Esta noche haré un sacrificio. Di a mis sacerdotes que estén listos a la hora del crepúsculo.

El sirviente se retiró con una reverencia. Tushratta saldría al desierto aquella noche, capturaría a una doncella y la inmolaría a sus propios dioses oscuros para que lo ayudasen a confundir a los egipcios.

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