Read Los crímenes de Anubis Online

Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (2 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
5.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El templo de Anubis se preparaba para la noche. La amplia sala hipóstila, provista de un techo azul cuajado de estrellas doradas, se hallaba vacía de peregrinos: ya nadie estudiaba sus muros sagrados, cubiertos de inscripciones en honor de Anubis. Los malignos reptiles y demás animales repulsivos, inmovilizados por la acción de las dagas, se limitaban a observar en silencio. Las columnas, decoradas de verde y rojo a la altura de la basa y el capitel y enguirnaldadas con flámulas, se ocultaban entre las sombras. Todo el edificio estaba cerrado a cal y canto mediante cerrojos de cobre asiático de la mejor calidad. Sólo permanecían en el lugar los soldados portadores de la enseña de Anubis, que montaban la guardia con escudo y lanza en mano. Los eruditos de la Casa de la Vida habían apagado las luces humedeciendo su llama. Los trabajos en cuya copia o lectura se hallaban inmersos, los manuscritos y los extensos pergaminos enfundados en la piel más pura, preñados de hechizos para derrocar al Maligno o alejar los cocodrilos, descansaban en sus anaqueles: nadie volvería a abrirlos hasta la mañana siguiente. Tetiky, capitán del cuerpo de guardia, patrullaba descalzo, ya que se encontraba en suelo sagrado: los misteriosos pórticos del templo y sus pequeñas capillas laterales; la Casa del Deleite, en la que se celebraban los banquetes; la Casa del Deseo del Corazón, en la que esperaban durante el día las doncellas de los dioses; la sala de la indumentaria, en la que se guardaban las vestiduras sagradas. El capitán iba caminando lleno de satisfacción. El santuario y las bibliotecas estaban a buen recaudo, y otro tanto sucedía con las despensas llenas de cebada y aceite, vino, incienso y madera de cedro del Líbano.

Tetiky se dirigió al corazón del templo, el laberinto de pasillos que rodeaba la sacra capilla en la que se guardaba la amatista divina, la Gloria de Anubis. Se cruzó con una sacerdotisa, una de las doncellas del dios, y se volvió para admirar su caminar sinuoso, el balanceo de sus caderas y el movimiento de sus largos cabellos. La muchacha llevaba un jarro. Tetiky frunció el entrecejo; lo irritaba no poder recordar su nombre. Sí: se trataba de Ita, la responsable de proporcionar refrigerios a Khety, el sacerdote que guardaba la puerta de la capilla sagrada. Tetiky lo encontró al llegar al final de la galería. Se hallaba en cuclillas, apoyado contra la puerta de madera de cedro. En el interior se encontraba el sacerdote de vigilia, Nemrath, velando por la amatista sagrada. Era quien guardaba la llave, y no dejaba entrar a nadie hasta que llegaba el relevo, inmediatamente antes del sacrificio del alba. Tetiky cayó en la cuenta de que le esperaba una larga noche sin comida ni bebida algunas. El capitán sintió un escalofrío. Sus hombres decían que habían visto caminar por su templo al dios Anubis, el de la máscara de chacal. Se preguntó si tal vez visitaba la capilla con la intención de clavar su mirada en la onerosa amatista sagrada que titilaba desde su estatua. La capilla sagrada era un lugar sombrío, dotado de un estanque que guardaba la puerta, nichos en las paredes y un techo altísimo. Tetiky se rehizo y tosió. Khety lo oyó, se volvió y levantó la mano para hacerle ver que todo estaba en orden.

Satisfecho, el capitán salió a los jardines. Se detuvo a saborear el aroma de la resina y el sándalo. El terreno sobre el que se erigía el templo era un verdadero paraíso, con sus brillantes lagos, su hierba bien regada, sus arriates rebosantes de flores y la sombra de los árboles que se recortaban contra el cielo nocturno. Tetiky oyó cantar y sonrió. Seguramente se trataba de una bailarina, una
heset,
entreteniendo a un cliente. Pasó juntó al establo y percibió los desesperados mugidos de las vacas que parecían querer alejar en vano la mañana y el cuchillo expectante del matarife. Se paró e hizo una reverencia al cruzarse con un grupo de sacerdotes, ataviados con sus sayas de lino y sus mantos de pantera, que se dirigían a la ciudad.

Tetiky regresó a su puesto. Aún no lo sabía, pero esa noche el templo de Anubis iba a verse mancillado por un crimen atroz. Set, el asesino pelirrojo, no tardaría en hacer acto de presencia, aunque en esos momentos su víctima, la bailarina que danzaba en uno de los pequeños pabellones del jardín, se mostraba llena de vida. Se hallaba completamente desnuda, a excepción de una prenda ajustada a las partes. Su cabello, ungido de aceite y salpicado de abalorios, se movía de un lado a otro como un velo negro a medida que ella se mecía, agitando los sistros sagrados. Dirigió una rápida mirada a su cliente. ¿Era uno de los del reino de Mitanni? ¿Sería hombre, o tal vez mujer? No podía vislumbrar otra cosa que sus brazos: el resto del cuerpo estaba oculto bajo una túnica blanca de lino rizada, y el rostro cubierto por aquella terrorífica máscara de chacal negra.

El cliente se había acercado a ella poco antes, mientras caminaba por uno de los pórticos sumidos en la penumbra. Ella habría rehusado de no ser por el brazalete de plata que le había ofrecido el enmascarado. Él, o quizás ella, se hallaba en ese momento sentado entre las sombras, aunque el brazalete descansaba titilante en el charco de luz que desprendía la lámpara de aceite que había llevado la muchacha. Era una bailarina profesional, que cantaba en uno de los coros del templo. También era cortesana, experta en el arte de amar, tanto con hombres como con mujeres, y en el de excitar al más abúlico de sus clientes. Danzaba y se contoneaba, moviendo con aire seductor su cuerpo empapado de aceite, dando la espalda al enmascarado y mirando con coquetería por encima del hombro. Se estaba ganando el brazalete de plata y podría presumir de él hasta que se decidiese a venderlo en el mercado. Lo único que había de hacer era complacer a su cliente. Se acercó al extraño y comenzó a entonar una canción de amor, uno de los himnos que los sacerdotes dedicaban a Anubis:

La majestuosidad de tu belleza te corona.

El brillo de tu ojo templa mi rostro.

Voy por ti para ser contigo uno.

La bailarina se detuvo.

—¿Te encuentras bien? —susurró hacia la oscuridad—. ¿No te parezco atractiva? ¿No te resulto agradable? —Sintió un hilo de sudor que partía de su cuello a la vez que una punzada de enojo. Durante todo el tiempo que había estado bailando y cantando, no había oído otra cosa que un gruñido de aprobación: ni palmas ni tan siquiera una invitación para cesar la danza y recostarse en la oscuridad—. Estoy cansada. —Hizo lo posible por que el enfado que la embargaba no riñese su voz—. El día ha llegado a su fin. ¿Vamos a quedarnos aquí o nos refugiamos bajo un sicómoro? La noche se presenta fresca.

—En ese caso, deberías echarte a dormir —musitó el desconocido.

La bailarina dio un paso atrás. Había algo en su tono de voz que no le resultaba agradable. Oyó un hondo suspiro y, acto seguido, sintió el dolor de un breve pinchazo. Se preguntó qué podía ser mientras permanecía en pie, presa de la confusión. Su mano se dirigió hacia su vientre. ¿La habían envenenado? Se volvió hacia la puerta, pero ya había empezado a extinguirse. Sintió una gran pesadez en el pecho y una extraña espuma que le agriaba la garganta. Oyó una voz que contaba y se derrumbó. Su cuerpo se sacudió por un instante. Cuando dejó de moverse por entero, el asesino interrumpió su cuenta, se levantó y caminó hacia el cadáver.

Sinuhé, el viajero, se detuvo y fijó su mirada en el Nilo para comprobar que la crecida había llegado a su punto máximo. El río había subido de nivel hasta anegar los campos que lo flanqueaban y descansaba como una gigantesca culebra que se recrease bajo el calor del sol. El arrugado rostro del viajero se vio surcado por una sonrisa. Sinuhé apretó con fuerza su bolsa de piel. El volumen de papiro que llevaba en su interior constituía el mayor tesoro de sus idas y venidas. Observó la embarcación de guerra, la galera de ondulante vela de cuadros blancos y verdes, la rugiente proa que partía en dos las aguas. El capitán se hallaba en la plataforma construida a popa. Alrededor de la nave se arracimaban gabarras, bateas y barcas de pesca. Cerró los ojos y aspiró la brisa de la mañana, teñida de la exuberante corrupción del Nilo: el olor penetrante de los mújoles y los siluros que los pescadores cargaban en el bote se mezclaba con la tenue emanación del aceite y el sudor humano. Sinuhé se preciaba de poseer un fino olfato y un ojo agudo. Bajó la mirada. Ese día se había ataviado con sus mejores sandalias de empeine rojo y una gruesa túnica de lino. Se había afeitado el rostro que el sol tornara de un color pardo oscuro y se había hecho cortar los cabellos la noche anterior. Se había sentado ante el barbero y lo había dejado chismorrear mientras su esposa desmenuzaba una hogaza para hacer un puré con el que fermentar la cerveza. Ambos habían quedado encantados con su cliente. Todos apreciaba a Sinuhé o, al menos, disfrutaban con sus relatos. Al fin y al cabo, él había visto mundo. Bajo el reinado del antiguo faraón, había llegado hasta más allá de la cuarta catarata; conocía Nubia y Kush, y se había adentrado en las selvas impenetrables del sur. Había luchado contra tribus de salvajes que devoraban la carne de sus prisioneros o celebraban sangrientas inmolaciones en honor de mohínos ídolos de madera. Había estado al este de Punt, de donde regresó con plantas medicinales de gran valor y noticias de raras especias y joyas de oro.

Sinuhé había cruzado asimismo las Tierras Rojas que se extendían al oeste de Tebas y se había enfrentado a las feroces tribus libias de nómadas de las dunas que moraban en el desierto. Incluso había navegado por el Verde Gigante, el extenso mar en el que moría el Nilo. Y, claro está, también había escuchado las historias de otros viajeros, de hombres que describían las gélidas tierras septentrionales. (¿Cómo no iban a serlo, si recibían el helado aliento de Amón?) En las costas de Canaán había tenido la oportunidad de conversar con otros navegantes acerca de los tempestuosos mares de poniente, las exóticas civilizaciones de oriente y diversos lugares en los que habitaban dragones y otros monstruos.

Después de todo esto, Sinuhé por fin había vuelto a casa. En un primer momento, sus relatos despertaban gran admiración, aunque no tardaban en suscitar las burlas de sus oyentes. Sonrió y miró distraído a las casas quemadas por el sol de la Necrópolis, la ciudad de los muertos. Anhelaba comprar una tumba en aquel lugar para poder dormir en paz tras el último viaje, el que lo llevaría a los campos eternos del luengo horizonte. Jugó con la idea de tomar otra esposa para sustituir a la concubina que había muerto hacía ya tres estaciones. Le llevó unos instantes recordar que había sido durante la estación de la siembra.

Tras su muerte, Sinuhé había comprado papiro, una pastilla de tinta negra y una aljaba de cálamos vegetales con el fin de ponerse a escribir. Una vez que empezó a correrse la voz de que preparaba una obra de gran envergadura, el pueblo se fue interesando por ella. Su humilde hogar había recibido la visita de sacerdotes, mercaderes e incluso, recientemente, el visir Senenmut, primer ministro de la reina-faraón. Él se había limitado a sonreír y guardar en secreto su manuscrito. Sabía bien que lo que los atraía no era las historias que contenía, sino los mapas que describía; querían saber qué aspecto tenían las regiones que se extendían tras la cuarta catarata, cuántos caminos las surcaban y qué peligros las acechaban, así como conocer las particularidades de las Tierras Rojas, los vastos desiertos que se abrían a ambos lados del Nilo. Sin duda conocían la existencia de algún que otro oasis, pero Sinuhé sabía mucho más: era capaz de describir los senderos del desierto, trazar su recorrido según el firmamento y determinar los lugares en los que podría hallarse agua. Otro tanto sucedía con el Verde Gigante: los capitanes de galera de Hatasu estarían encantados de conocer la información que él poseía: cuál era el tiempo más indicado para la navegación, qué estaciones debían evitarse, qué peligros podían esperarse, a qué islas serían capaces de arribar y si contaban con fondeaderos seguros. Sinuhé apretó contra sí la bolsa de cuero, del mismo modo que lo haría una madre que abraza a su retoño, al recordar que, finalmente, su obra había atraído la atención incluso de los extranjeros. Todos en Tebas sabían que Tushratta y su corte se hallaban en el Oasis de las Palmeras mientras sus enviados conferenciaban en la ciudad para lograr la paz. Estos últimos también habían recurrido a Sinuhé y le habían ofrecido una fortuna por tener acceso a sus escritos. Las negociaciones habían prosperado y el autor estaba por fin dispuesto a entregarlo. La persona con la que estaba negociando le había pedido que acudiese al templo abandonado de Bes, el dios enano, siguiendo la corriente del Nilo.

—Es el mejor lugar para un encuentro —había declarado la enviada del reino de Mitanni—, alejado de los ojos de los entrometidos.

Ella había llegado con el crepúsculo y había permanecido entre las sombras con la intención de ocultar su rostro; sin embargo, Sinuhé pudo percibir su perfume, dulce y algo empalagoso.

Al principio, el viajero se había mostrado remiso: el sitio era demasiado peligroso y solitario; con todo, acabó por ceder, sabedor de que, si alguien lo veía con los de Mitanni, resultaría difícil acallar los rumores. Además, ya había recibido un pequeño lingote de oro puro que guardaba en su faltriquera, y le costaba resistirse al reclamo de una cantidad mucho mayor.

Apretó el paso. Había dejado Tebas a su espalda y se hallaba en el campo. Las palmeras se recortaban contra el azul del cielo y la brisa le traía retazos de las conversaciones de los pescadores. Los terrenos se veían salpicados de campesinos que removían la tierra preparándola para la siembra. El sol estaba alto y se hacía cada vez más poderoso, aunque el calor no preocupaba en absoluto a hombres que, como Sinuhé, habían conocido el tórrido ardor del desierto, donde la arena se extendía hasta donde era capaz de alcanzar la mirada. Levantó la cabeza y pudo ver las ruinas del templo de Bes. Las había conocido de niño y su contemplación le traía viejos recuerdos. Todos sus compañeros de juegos habían muerto. La mayoría se había alistado en el ejército; dos de ellos habían caído en desgracia: habían estado en las cuadrillas de esclavos destinados al Valle de los Reyes para cavar la tumba del viejo faraón y nunca habían regresado. Sinuhé sintió un escalofrío. Los muertos no contaban cuentos. El faraón Tutmosis I había sido un hombre severo y muy cruel.

Se introdujo entre las ruinas. Por todos lados había columnas caídas; a medida que pasaban los años, el lugar quedaba más abandonado. Hacía mucho que los campesinos habían robado los cerrojos de cobre y las piezas del mobiliario. Observó las marcas de humedad de los muros, que mostraban el nivel alcanzado por las aguas del Nilo durante las inundaciones. El suelo aún estaba mojado. Sinuhé fue a sentarse en un rincón protegido por la sombra. El Nilo, dador de vida, podía también acarrear la muerte.

BOOK: Los crímenes de Anubis
5.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

This Little Piggy by Bea Davenport
Last Woman by Druga, Jacqueline
Improbable Eden by Mary Daheim
Off the Record by Dolores Gordon-Smith
Cop Out by Ellery Queen