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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (5 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—Y la Gloria de Anubis había desaparecido.

—Sí, señor.

—¿Quién era el sacerdote del exterior?

—Khety: asegura no haber oído nada fuera de lo normal. Tras un breve sueño, rezó sus oraciones sin ser perturbado por revuelo alguno.

—¿Y la sacerdotisa?

—Su nombre es Ita. Llevó a Khety comida y bebida esa noche, y tampoco oyó nada.

Amerotke lo escuchaba presa de la perplejidad.

—Así que lo que tenemos es una cámara como ésta, con un estanque sagrado ante la puerta…

—Sí, señor, y la puerta se hallaba cerrada desde el interior. Lo hizo Nemrath, que tenía consigo la llave.

El magistrado levantó la mano para pedir silencio.

—Sin embargo, a la mañana siguiente, y aunque el estanque estaba intacto, Nemrath había sido asesinado y la Gloria de Anubis había desaparecido. Los soldados que patrullaban los pasillos y galerías ¿no notaron nada extraño?

Mareb hizo un gesto de negación.

—¿Se encontró la llave en el cadáver de Nemrath?

—Claro: oculta en los pliegues de su toga.

—¿Y la puerta estaba cerrada a piedra y lodo?

—Sí, señor.

—¿Quién la forzó?

—El guarda del templo, cumpliendo órdenes del sumo sacerdote.

—¿Y no hay entradas secretas ni pasadizos?

El interrogado volvió a negar con la cabeza. Asural dejó escapar un silbido apagado.

—La divina Hatasu —observó Amerotke— debe de estar furiosa: la Gloria de Anubis es una reliquia sagrada.

—Eso no es todo —siguió diciendo el herald—; por supuesto, el dedo acusador apunta a los del reino de Mitanni. No es difícil imaginar el porqué, señor: también ellos rinden culto a un dios cánido; también para ellos es sagrado el chacal.

—¡Por supuesto! —El magistrado dejó escapar el aire de sus pulmones—. Y, si Tushratta se hace con la amatista sagrada, o incluso si la gente piensa que la tiene, la divina Hatasu se convertirá en el hazmerreír de todos.

—También circulan rumores —añadió Mareb— de que el templo está encantado. Hay quien afirma haber visto a Anubis, el chacal, merodeando por allí.

Amerotke hubo de morderse la lengua para no tachar la idea de absurda. En lo más hondo de su corazón, no creía en dioses con cabeza de chacal ni hechura de halcón. Sólo creía en Maat, la verdad, pero prefería mantener en secreto sus convicciones.

—Así que —declaró— tenemos un robo, un asesinato y un sacrilegio. ¿Qué más?

—La misma noche en que robaron la Gloria de Anubis —terció Weni mientras movía su grasiento trasero sobre los cojines—, encontraron a la
heset
del templo, una bailarina, sin vida en el pabellón de los jardines. La habían envenenado, aunque no hay rastro de su asesino.

—Creen
que era veneno —puntualizó Mareb.

—Había escupido espuma —espetó Weni—. Y la de ella no es la única muerte misteriosa. También se han hallado emponzoñadas dos ovejas del rebaño del templo y algunos peces.

Amerotke cerró los ojos. Habían pasado dos semanas desde que asistiera a un banquete en el palacio real, la Casa del Millón de Años. Hatasu se había jactado de su condición de reina-faraón imperial y había declarado a voz en cuello que pediría cuentas a los habitantes de Mitanni y haría que se contasen entre sus aliados. Y, poco después, alguien se estaba burlando de esas negociaciones.

—Pero no han podido ser los del reino de Mitanni —sugirió Amerotke—. Tienen demasiado que perder.

—Nunca lo confesarán, ¿verdad? —opinó Asural.

—No, no lo harán. —El juez se mostró de acuerdo—. Bueno, ¿cuáles son vuestras instrucciones?

—Cuando pase una hora —respondió Mareb—, debes presentarte ante el señor Senenmut en el templo de Anubis para discutir algunos asuntos que tiene en mente.

—No me cabe la menor duda —declaró con sequedad el magistrado.

Se levantó, tomó el pectoral y el anillo y se los entregó a Prenhoe, que los depositó en un cofre situado en el rincón más alejado de la capilla.

—Decidme —Amerotke se arrodilló para atar el cordón de su sandalia—: ¿Se ha interrogado al sacerdote guardián?

—Sí, señor. No sabe nada.

El juez se puso en pie, con la mirada fija en la estatua de Maat, preguntándose cómo podía haber cometido el criminal un asesinato así.

—¿No hay ventanas? —Echó un rápido vistazo al rostro de Mareb—. No, por supuesto: no debe de haber ninguna. —Fue él mismo quien respondió su pregunta.

Weni señaló la puerta con un gesto.

—La del templo de Anubis —explicó— es aún más gruesa. Las hojas están hechas de la mejor madera de cedro, sujetas por ambas caras.

—Por lo tanto, no pueden retirarse. ¿Y qué me puedes decir del cerrojo?

—Estaba echado con tal seguridad —declaró Mareb— que no había modo de abrirlo sin forzarlo. —Su rostro alegre se tornó grave—. Nadie puede explicarse cómo ha sucedido. Algunos aseguran que Anubis recorrió su propio templo, asesinó a Nemrath y sustrajo la Gloria de Anubis. El puño de la daga que asesinó al sacerdote…

—¿Sí…? —preguntó Amerotke.

—Nadie había visto ninguno igual: era de color negro y tenía la forma de la cabeza de un chacal. ¿Qué piensas de todo esto, mi señor Amerotke?

El magistrado observó la estatua de la diosa de la verdad. No creía que Anubis fuese capaz de recorrer su templo, aunque no había duda de que Set, el dios del asesinato, había encantado su interior.

C
APÍTULO
II

H
e visitado Akharit; he viajado más allá de los límites conocidos del mundo. Allí me he encontrado hambre, sed y enemigos. Me he enfrentado a las hienas de rabo puntiagudo. He atravesado desiertos desconocidos, lo que me ha convertido en el primer hombre que ha hollado sus ardientes arenas. —El narrador atraía a su clientela bajo el sicómoro del vasto patio que se extendía frente al templo de Maat—. He visto grifos con cabezas humanas en la espalda, panteras aladas, guepardos con el cuello más largo que el de una jirafa, hienas con orejas cuadradas y rabos tan delgados como saetas. He escalado el Monte de Marfil…

Amerotke se detuvo para admirar al que tales cosas narraba.

—¡Otro Sinuhé! —se burló el heraldo Weni.

A Amerotke le hubiera encantado quedarse. Gustaba de escuchar esa clase de relatos para contárselos luego a sus hijos. Shufoy no dejaba de dar saltos, golpeando su parasol sobre la obsidiana negra con que estaba pavimentado el patio.

—¿Quieres quedarte a oírlo? —preguntó el magistrado.

—Quiero que tú te quedes a oír otra cosa, amo.

Amerotke señaló con un gesto a los heraldos.

—Pero… yo tengo cosas que hacer…

—Amo, esto es urgente. Se trata de Belet. —Shufoy se refería al cerrajero exiliado al que el juez había permitido regresar a Tebas—. Desea hablar contigo.

Amerotke dejó escapar un suspiro y recorrió con la mirada el amplio patio, una plaza gigantesca flanqueada por paseos de columnas y dotada de un extenso estanque de resplendentes aguas en el centro. Los constructores habían dado muestras de su inteligencia al integrar en el conjunto una gran variedad de árboles: sicómoros, acacias, terebintos y palmeras. Todos éstos proporcionaban refugio y sombra de forma natural a los que montaban sus tenderetes con el fin de servir a los muchos visitantes y peregrinos que acogía el templo. Allí se daban cita todos los magos y los hombres alacrán de Tebas, así como los barberos, herbolarios y sacerdotes errantes. Había un grupo de bailarines que rodeaban un árbol y, al son de un caramillo, unían las manos para danzar en derredor con cierta torpeza, lo que era de esperar a la vista de sus cuerpos crasos y sudorosos. Vestían togas cortas desprovistas de mangas y taparrabos trenzados, y llevaban las muñecas y los cuellos ceñidos de brazaletes y collares. Uno de éstos se rompió e hizo que se derramasen por el suelo las pesadas cuentas, para deleite de un grupo de ávidos pilluelos que no dudaron en pelearse por ellas, lo que provocó el final abrupto de la danza.

—Me es imposible ver a tus amigos —repuso Amerotke—. Si lo que quieren es darme las gracias, diles que lo hagan en el templo.

El resto de sus acompañantes, encabezado por Asural, se había vuelto para mirarlos expectante. Shufoy se puso de puntillas.

—Es muy urgente, amo. Belet posee información importante. Esta noche celebrará su noche de bodas, tras lo cual deberá regresar a la aldea para recoger sus posesiones.

Amerotke frunció los labios. Hacía calor y tenía la garganta seca. Los ojos de Shufoy brillaban de emoción. El magistrado solía tomarle el pelo, pero nunca infravaloraba el genio de aquel picaruelo a la hora de recolectar provechosos retazos de información.

—Han de hablar contigo de inmediato —le instó Shufoy—. Los dos, él y Seli.

—Muy bien. —Amerotke cedió con un suspiro—. ¡Prenhoe, Asural! —Señaló un puesto de cerveza colocado bajo una palmera—. Refrescaos junto con nuestros huéspedes.

Shufoy deslizó su mano sobre la del juez.

—¿Por qué no me has dicho nada de esto mientras aún estábamos en el templo? —quiso saber Amerotke.

Shufoy lo atrajo hacia sí.

—Amo, las paredes escuchan.

—¿No querías que Asural y Prenhoe supiesen nada?

El enano le dedicó una sonrisa traviesa. Amerotke dejó que lo guiase a través del recinto del templo. En el camino se cruzaron con un sacerdote de ojos furiosos que, con las manos levantadas, entonaba una confusa plegaria a un dios cusita desconocido. Bajaron por una callejuela estrecha y sombría que partía del mismo patio. El magistrado no ignoraba que se dirigían a una de las casas de comidas favoritas de Shufoy, un edificio cuadrado de piedra blanca provisto de cocinas, comedores y un agradable vergel en la parte trasera.

—Les he dicho que esperen aquí —aclaró Shufoy al tiempo que se deslizaba por la entrada.

Cruzaron la reducida sala, llena de fragancias, que hacía las veces de almacén. Allí pendían ocas, pollos y patos recién sacrificados, con escudillas colocadas bajo sus picos a medio abrir para recoger la sangre. El jardín del exterior era un paraíso en miniatura, partido por un canal por el que corría agua procedente del Nilo. Se trataba de un simple riachuelo que tenía la finalidad de mantener el frescor y el suave aroma de la hierba, los arbustos y las flores. Tras una valla contigua cubierta de plantas trepadoras, se veía una serie de cocinas de barro, alimentadas con madera y carbón y coronadas con parrillas sobre las que se asaban codornices, trozos de antílope, patos y perdices. Un niño pequeño, desnudo por completo, correteaba de un lado a otro con un cucharón rociando la carne con una salsa aromática, mientras el jardín recibía fragantes aromas transportados por el humo. Belet y Seli les esperaban en un banquito de madera situado bajo una palmera. Se hallaban sentados con las manos entrelazadas y, a pesar de su rostro desfigurado, Belet tenía un aspecto radiante de felicidad. Amerotke hubo de detenerlo para impedir que se postrase ante él.

—¡Un escabel para mi señor Amerotke! —gritó Shufoy a un grupo de sirvientes que se encontraba a la sombra de otro árbol—. Levantad las manos y agradeced a los dioses que vuestro humilde establecimiento se haya visto honrado por su augusta…

—Calla, Shufoy —susurró Belet con voz ronca.

El enano se rehizo y comenzó a dar saltitos avergonzado. Los sirvientes llevaron banquetas y colocaron una mesa cuadrada de cuatro patas entre los comensales. Amerotke pensó en los que lo estaban esperando, aunque no tenía más elección que aceptar la jarra de cerveza fría y las tiras de carne asada servidas sobre un lecho de lechuga y salpicadas de cebolla picada. Seli pidió cuchillos de cobre. Una vez que los sirvientes se hubieron retirado, Belet se inclinó hacia delante con el rostro perlado de sudor.

—Mi señor Amerotke, te estoy muy agradecido. Rezaré por ti todos los días de mi vida. —Apretó entre las suyas la mano de Seli—. Si nuestro primer hijo es varón, le pondremos, con tu permiso, tu nombre. Quemaré incienso en tu templo. Tu generosidad y tu bondad me han convertido en tu esclavo más fiel.

El magistrado agitó una mano.

—Eres un hombre libre —repuso con calma—. Ya te has redimido mediante el juramento. —Sonrió—. Llegarás a ser un célebre carpintero y tendrás muchos hijos. No me gustaría ser grosero, pero estoy muy ocupado. El día avanza y…

—Muy bien. —Belet bebió un sorbo de su cerveza, tras lo cual se tocó la frente a modo de saludo—. Mi señor juez, yo procedo de la aldea de los Rinocerontes, que, tal como sabes, se encuentra cerca de Tebas, al sur. Shufoy era inocente de todo crimen y pudo mantener su espíritu; muchos, sin embargo, han sucumbido a la desazón. Viven desfigurados y desposeídos de su libertad. Sus sacrificios no van dirigidos a más dioses que a Set, el dios asesino, o a Meretseger, la diosa serpiente que ataca sin avisar.

—Ya lo sé —señaló Amerotke—. Comunidades así no engendran sino proscritos. He oído referir historias de hombres con el rostro cortado a tiras que saquean a los caminantes solitarios y hacen la guerra a los súbditos del faraón. En los círculos de palacio, no son pocos los que apuestan por arrasar tu aldea y otros lugares semejantes.

—De cuando en cuando, nos visitan gentes de fuera —siguió diciendo Belet—. Los de nuestra condición consideramos extranjero a todo aquel que conserva el semblante que le han conferido los dioses. Contratan a mis semejantes para hacer algún que otro trabajo. También los había que acudían al lugar para gozar con nuestras mujeres, pues encontraban placentero el yacer con una persona desfigurada. Hace unos diez días, cuando las aguas del Nilo comenzaban a bajar, se me acercó alguien.

—¿Quién? —espetó Amerotke.

—Mi señor, no puedo decirlo. Aquello no es el mercado de Tebas, un lugar en el que la gente se reúna para hablar cara a cara, intercambiar un beso de amistad, escupirse en la mano y sellar un contrato. Fue al anochecer. Los dos enmascarados que llamaron a mi puerta permanecieron sentados en el exterior y no quisieron entrar. Traían un mensaje muy sencillo: debía dirigirme al Cubil de las Hienas poco después del crepúsculo.

—¿Qué interés tenían en acudir a ti? —quiso saber Amerotke—. Y, lo que es más importante, tú podías haberte negado a ir.

Belet apartó la mirada.

—Lo hizo muy a su pesar, mi señor —susurró Seli al tiempo que apretaba el brazo de su prometido—. Estaba desesperado y necesitaba dinero.

—No todo lo que hacemos es ilegal —añadió Belet, que jugueteaba con el nuevo collar de piedra pulida que llevaba puesto—. Necesitaba plata para pagar mi regreso a Tebas.

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