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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (8 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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C
APÍTULO
III

A
merotke entró en la lóbrega cámara del embalsamador, situada bajo el templo de Anubis. El lugar estaba iluminado por lámparas y por unas ventanas estrechas y altas que dejaban pasar los rayos de luz; con todo, poco podían hacer para aliviar la atmósfera oscura y opresiva. Contra el muro más alejado, se erigía una gigantesca estatua de granito que representaba a Anubis y surgía de entre las volutas de humo. El aire olía a sal y a natrón, así como a las diversas especias que empleaba el embalsamador para rellenar los cadáveres. Por encima de la estatua, Amerotke pudo distinguir la siguiente inscripción: T
EN CUIDADO
: R
ESPETA A ESTE DIOS, PUES AMA LA VERDAD Y DETESTA LAS ABOMINABLES MENTIRAS
.

La cámara sombría contrastaba sobremanera con la suntuosa decoración de la Sala de la Espera y la Sala de la Apariencia, por las que el magistrado acababa de pasar y cuyas paredes, blancas como la nieve, mostraban pinturas que relucían semejantes a joyas preciosas. O con los gratos vergeles, verdaderos paraísos del templo, en los que los frescos lagos y estanques ornamentales desprendían sus destellos bajo la sombra de las acacias y los sicómoros.

En cualquier otro momento, Amerotke habría considerado esa visita una experiencia deliciosa, de no ser por los aullidos de aquellos perros, la jauría sagrada, como la llamaban, encerrada en un profundo foso situado en un extremo del templo. El lugar bullía de actividad. Los sacerdotes caminaban en procesión de un lado a otro envueltos en incienso; los quejumbrosos solicitantes hacían cola y los eruditos pululaban sin descanso, con la espalda curvada a causa de tanto leer y releer sus escritos en la Casa de la Vida. La cámara de la muerte constituía un mundo diferente por completo. El juez escudriñó la oscuridad y vislumbró las figuras de los embalsamadores inclinados ante los cuerpos sin vida que yacían sobre las losas de piedra. Uno de éstos pertenecía a una mujer. Los taxidermistas se afanaban con un segundo cadáver, entre expresiones de desaprobación ante el estado de la piel, desgarrada en extremo.

De la oscuridad surgió una figura, de la que Amerotke reconoció el fornido contorno, la cabeza rasurada y el rostro ancho y recio: se trataba de Senenmut, hombre de talento inagotable que representaba el poder escondido tras el trono. Los cortesanos de piel delicada y rostro pintado con esmero rieron entre dientes al verlo aparecer. Lo consideraban un advenedizo, y Senenmut, en efecto, lo era, pues de albañil se había convertido en soldado, y de soldado, en político. Los graciosos de la corte lo motejaban, con un marcado acento de mofa, de
Mampostero,
aunque siempre a sus espaldas. Al presentarse ante Amerotke, y a pesar de su condición, Senenmut semejaba un cortesano más, ataviado con una sencilla túnica de lino desprovista de todo colgante, anillo o insignia y los musculosos hombros brillaban por el sudor. El magistrado dio una zancada al frente y estaba a punto de hacer una reverencia cuando el recién llegado extendió el brazo para estrechar su mano. El juez hizo otro tanto.

—¡Sígueme! —ordenó Senenmut.

Juntos atravesaron la sala de embalsamamiento para introducirse en una cámara de piedra desnuda, provista de algunos escabeles alrededor de una mesa y vasijas de barro colocadas en estantes fijados a la pared. El lugar hedía a sal y putrefacción. En los muros, podían verse toscos dibujos de salaces escenas sexuales. La figura encapuchada que los examinaba se dio la vuelta. Al reconocer a Hatasu, Amerotke debía haber hecho una genuflexión, aunque ella se lo impidió con un gesto de su cabeza. Había cubierto su cuerpo, del cuello a los tobillos, con una simple túnica y ocultaba su cabello tras un echarpe de lino. La reina-faraón del Imperio, la señora de las Dos Tierras, portadora de la doble corona, de la
atef
y del nemes, así como del manto imperial, no llevaba, aparte de brazaletes y ajorcas, distintivo real alguno. Cuando se disponían a sentarse, señaló con un gesto las pintadas.

—El corazón humano —sonrió—, o al menos el del varón, cambia en muy contadas ocasiones. Mi señor Senenmut, cualquier amante capaz de adoptar posturas como ésas debe de acabar con el cuello y la espalda doloridos. ¿Estarías dispuesto?

Senenmut tosió al tiempo que desviaba la mirada. Hatasu soltó una carcajada con la boca cubierta por sus dedos de uñas teñidas de verde.

—Prescindiremos de todo protocolo —observó mientras se sentaba—. Éste es un buen lugar: nadie podrá oírnos. —Fijó su mirada en la de Amerotke—. ¿Cómo está mi juez supremo de Tebas?

—Contemplar tu rostro ya es placer suficiente.

—No me cabe duda, pero ¡vayamos al grano! Oficialmente, yo no estoy aquí.

—Otro tanto puede decirse en mi caso —repuso Amerotke—. Por lo tanto, ninguno de nosotros está aquí, oficialmente. En cualquier caso, ¿para qué nos hemos reunido los que, oficialmente, no estamos aquí?

—El Amerotke de siempre: directo sin dejar de ser alambicado. —Hatasu espantó con los brazos una mosca molesta y esperó a que Senenmut sirviera vino y se uniese a ellos.

—Fuera hay tres cadáveres —comenzó a decir la reina-faraón—. El del sacerdote Nemrath, el de la bailarina y lo que queda del de Sinuhé el viajero. Los heraldos deben de haberte contado algo de lo sucedido. Por cierto, ¿dónde están?

—Se han quedado en la antecámara, aunque sí, me han contado lo que ha sucedido.

—Bien —Hatasu se puso cómoda y dio un sorbo al helado vino blanco—. Entonces, no te aburriré narrándotelo otra vez. En algún lugar de este templo, se encuentran cuatro enviados de Tushratta. Sus nombres son Wanef, Hunro, Mensu y Snefru (al menos, ésa es la versión egipcia de sus nombres). Los cuatro son miembros poderosos del reino de Mitanni: los tres hombres representan a algunas de las familias guerreras más prominentes de los dominios de Tushratta. No sienten ningún aprecio por mí ni por Egipto, pero se han visto obligados a redactar un tratado de paz.

—¿Y la mujer? —inquirió Amerotke.

—Ella… ha logrado que más de uno levante las cejas. —La soberana se echó a reír—. En realidad ése es el problema: Tushratta ha de doblar la rodilla ante una reina-faraón, cosa que no lo atrae en absoluto; Wanef es su hermanastra: hace falta una mujer para conocer a otra mujer. Creo que ésa es la razón por la que ha venido.

—Aunque no la única —terció Senenmut.

—Mi señor Senenmut —observó Hatasu con algo semejante a un ronroneo—, está, como siempre, en lo cierto. Wanef es la principal consejera del soberano. Es astuta, rápida y despiadada. Desea la paz. Quiere que se abran las fronteras, se reanude el comercio, se selle una alianza militar y se acuerden los desposorios de la hermana de Tushratta con mi pariente. Se trata de una joven hermosa, así que nuestro muchacho no tendrá nada que objetar.

—Y ¿qué más piden? —preguntó Amerotke.

—Oficialmente —respondió dando golpecitos en la mesa— exigen la devolución del cadáver de Benia. Mi padre tenía más concubinas que un pájaro plumas, y Benia era un miembro muy amado y respetado de la familia de Tushratta.

—Pero si está muerta y enterrada.

—De todos modos, quieren que saquemos de la tumba de mi padre su cuerpo momificado para poder depositarlo en los mausoleos reales de la capital de Mitanni.

—Sin embargo, nadie sabe dónde se encuentra la tumba de tu progenitor.

—Yo sí —afirmó sonriente.

—En ese caso, todo está resuelto, ¿no es así?

La sonrisa desapareció del rostro de Hatasu.

—No lo sé —murmuró—. Yo no me atrevería a afirmar nada, aparte de que he oído rumores acerca de la muerte de Benia. —Hizo un gesto con la mano—. Pero basta de eso: los de Mitanni también quieren el manuscrito de Sinuhé el viajero.

—He oído hablar de él.

—Tú y todos en Tebas. Se trataba de un navegante, un trotamundos. Los apuntes de Sinuhé eran un verdadero tesoro de sabiduría: rutas marítimas y comerciales, senderos a través del desierto, detalles acerca de los pozos de agua y los oasis…

—¿Y?

—El cuerpo de Sinuhé, o lo que queda de él, fue recogido por unos pescadores en el Nilo. Según sus vecinos, salió de casa ayer por la mañana con una bolsa de cuero bien agarrada entre las manos. Un pescador lo vio bajar al templo en ruinas de Bes. Más tarde lo hallaron muerto y su manuscrito había desaparecido.

—¿Pueden estar los de Mitanni detrás de su muerte?

—Tal vez. Por otra parte, tenemos el caso de la Gloria de Anubis, que alguien ha robado de su santuario.

Hatasu se puso en pie para desperezarse con elegancia y, seguidamente, sonrió y lanzó un guiño a Senenmut.

—Por último, no podemos olvidar lo que está sucediendo aquí, en el templo de Anubis. En uno de los pabellones, ha aparecido el cuerpo sin vida de una bailarina. También dos ovejas del rebaño del templo y algunos de los peces de los estanques sagrados han muerto envenenados.

—Si esas muertes —observó Amerotke— no han tenido lugar hasta la llegada de los enviados de Mitanni, deben de ser ellos los responsables. Hasta que se selle la paz, nuestro pueblo y el suyo se encuentran en guerra.

—Ya lo sé. Es cierto. —Hatasu volvió a sentarse—. Tushratta se halla con sus escuadrones de carros en el Oasis de las Palmeras, y ni él vendrá a nosotros ni nosotros iremos a él hasta que se selle el tratado de paz.

—Sea como fuere, ¿qué razón pueden tener los de Mitanni para hacer todo eso? —se preguntó en voz alta Senenmut.

—Como tú has dicho, divina —puntualizó Amerotke—, no es un plato del gusto de Tushratta el tener que doblar la rodilla y besar los pies de una mujer.

—Soy el faraón.

—A mis ojos, sí —repuso el magistrado—. Sin embargo, no es improbable que el rey de Mitanni pretenda sembrar cierto caos: unas cuantas muertes, el robo de la Gloria de Anubis… Por otra parte, debe de estar deseoso de hacerse con el documento de Sinuhé. Entre sus súbditos también hay mercaderes que darían cualquier cosa por conocer las rutas más rápidas y seguras a la tierra de Punt o a lugares más alejados del golfo. Tal vez sueñen incluso con enviar una flota a través del Verde Gigante.

El juez no pasó por alto la perplejidad de Senenmut.

—Pero tú no crees que eso sea cierto, ¿no es así, mi señor? ¿Por qué iban a cometer un asesinato en Tebas? ¿Qué sentido tiene sellar un tratado de paz con Egipto si descubrimos que poseen la Gloria de Anubis? ¿Son capaces los de Mitanni de rebajarse a la blasfemia y el sacrilegio? Ellos adoran al dios perro: sus sacerdotes no dejarían que tal sacrilegio pasase inadvertido.

—Sí, aunque a ellos les encantaría vernos convertidos en objeto de las burlas de los otros reinos —repuso Senenmut—. Tanto el asesino como el ladrón pueden ser alguien del templo que desee humillarnos ante los ojos de los de Mitanni y de los demás, o alguien al servicio de Tushratta con idénticas intenciones.

—¿Traidores? —preguntó Amerotke.

—La política es como el Nilo —señaló Hatasu—: esconde muchas cosas. Tú te has reunido con nuestros dos heraldos, Weni y Mareb. El primero es nuestro enviado oficial, nuestro mediador. Sabemos que Tushratta y Wanef lo han sobornado y comprado. No —añadió levantando las cejas—. No estés tan sorprendido: Weni nos ha traicionado a petición nuestra. Nos profesa una gran lealtad, aunque los de Mitanni están convencidos de tener un espía entre nosotros, que es precisamente lo que nos interesa. En estos momentos, Tushratta debe de estar recibiendo el informe de la princesa Wanef. Por decirlo de forma directa, uno de sus mensajeros tuvo un pequeño accidente y el carro de nuestra propiedad que lo escoltaba se mostró dispuesto a ayudarlo.

—¿Habéis echado un vistazo a la correspondencia que llevaba?

Hatasu se limitó a sonreír.

—Pensamos que estábamos actuando con astucia —declaró con aspereza Senenmut—. Ahora parece ser que hay un traidor más en Tebas. Se trata de alguien a quien ellos llaman
la Hiena:
eso es lo único que hemos podido saber por la carta de Wanef.

—Bueno. —Amerotke meció el contenido de su vaso de barro—. Los de Mitanni han venido a negociar. Quieren la paz. Creen que han comprado a Weni para que sea su confidente, pero, en realidad, no es así. Sin embargo, tienen un espía de verdad, un hombre al que llaman
la Hiena,
un carroñero. ¿Cabe la posibilidad de que Weni y la Hiena sean la misma persona?

—Puede ser —repuso Senenmut.

—O tal vez sea cualquier otro de este mismo templo. Lo que no sabemos —prosiguió Hatasu— es qué está tramando Tushratta. Todo un enredo de misterios, ¿no es así, mi señor Amerotke? De momento, quiero que se recuperen el manuscrito de Sinuhé y la Gloria de Anubis. También quiero saber quién ha cometido los asesinatos perpetrados en este templo. Tú te unirás al señor Senenmut en las negociaciones. No pierdas de vista a ninguno de los participantes.

Amerotke abarcó con un gesto toda la cámara oscura y lúgubre.

—¿Se me ha dicho toda la verdad? Divina, tu mente puede enredarse como una serpiente…

—No eres ningún juguete. —Tras pronunciar estas palabras tranquilizadoras, bajó la cabeza y le lanzó una mirada coqueta—. ¿No confías en mí, mi señor Amerotke? —Acto seguido, sacudió la cabeza—. Esto no es un juego: es tal como te lo he descrito. Lo único que deseo es la Gloria de Anubis, el manuscrito de Sinuhé y a los enviados de Tushratta besando las sandalias de mis pies. No quiero parecer una imbécil a los ojos de Tebas y de todo Egipto, ni ver a Tushratta levantar la cabeza para obsequiarme con una sonrisa taimada. Y, por encima de todo… —se detuvo.

—¿Qué? —preguntó a secas Amerotke.

—Los que acompañan a Wanef no buscan la paz. No quiero que unos cuantos crímenes atroces les hagan levantarse las túnicas para poner pies en polvorosa gritando a los cuatro vientos que los enviados de Mitanni no se consideran sagrados ni son respetados en Tebas.

—¿Puede llegar a ese extremo la situación? —preguntó Amerotke.

—Los acompañantes de Wanef no dejarán escapar la primera oportunidad que se les presente. —Hatasu se puso en pie—. Los enviados esperan y, como ya he dicho, yo no estoy aquí. —Señaló la puerta del fondo—. Los
maryannou
—se refería a su guardia personal— me están esperando.

Hatasu alargó la mano y Amerotke no tuvo otra opción que hincarse de hinojos y besar sus dedos de uñas pintadas de verde. Ella le acarició el rostro con suavidad.

—No eres ni un juguete ni un perro, Amerotke: en lo referente a este asunto, eres la vista y el oído del faraón.

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