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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (18 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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El niño me tiró del bajo del jersey, con el coraje que eso me da por la facilidad con que la lana virgen se desboca, y me hizo señas de que me agachara para no tener él que levantar la voz.

—Es Ramiro, el alcalde —me dijo.

Yo, distraída con la gente y con las fotografías del Amado y su señora, no me había dado cuenta de que alguien había abierto una de las ventanas de la casa. Allí estaba, con una luz tan débil a su espalda que necesité mi tiempo para comprender que la habitación no estaba completamente a oscuras, aunque luego deduje enseguida que en aquel cuarto estaba el cadáver, que allí era donde Rosa acababa de morir, y el hombre que se había asomado a la ventana se disponía a comunicar algo a sus convecinos. Noté también que entre la gente había cundido una cierta expectación, y no porque hicieran nada extraordinario, sino porque la tensión se había afilado un poco, los hombres y las mujeres ya no se miraban entre sí y los niños se estaban quietos de pronto no por miedo a ganarse un sopapo o porque aquella opresión desganaba a la criatura más vivaracha, sino porque comprendían que era la mejor manera de enterarse bien de lo que pasaba, todos tenían la vista fija en el hombre de la ventana. Pero el hombre de la ventana no habló, en contra de lo que yo me había figurado. Sólo hizo una señal con el brazo, como llamando a alguien, y tres mujeres se dirigieron a la puerta de la casa. Una de las tres era Eulogia.

Volví a inclinarme y, con un hilito de voz, le pregunté al niño:

—¿Y ahora qué pasa?

—Que alguien tiene que amortajar a la muerta.

—¿Y lo han echado a suerte y le ha tocado a Eulogia? Qué faena, ¿no?

El niño me miró como riñéndome por ir demasiado lejos en mis suposiciones y me indicó con la cabeza que no. Luego se llevó un dedo a los labios para que yo dejase de cuchichear. Pero si no lo habían echado a suerte, ¿quien y por qué había decidido que fuesen aquellas tres mujeres precisamente, y que precisamente Eulogia fuese una de las tres, las encargadas de ponerle la mortaja a la viuda del Amado? Estaba claro que alguien lo había decidido de antemano, y de repente comprendí, porque la intuición femenina funciona la mar de bien cuando se refiere a las jugarretas de otras mujeres, que aquélla había sido sin duda una de las últimas órdenes de Rosa, a lo mejor su última voluntad antes de entrar en coma, y por eso la madre de Eulogia habría arrastrado a su hija por los pelos de haber hecho falta y la había llevado para que cumpliese con lo dispuesto por la moribunda, que por lo visto no se contentaba con haber matado de un infarto al novio de Eulogia frente al altar, sino que ahora quería rematar la faena y dejar claro ante el pueblo entero que ella los desaires no los olvidaría ni muerta. Para colmo, una de las tumbas profanadas era la del desgraciado novio de Eulogia y seguro que el pueblo entero pensaba lo mismo que yo: algo tenía que ver con eso la viuda del Amado.

Del cementerio sólo se veían, desde donde estábamos nosotros, los cipreses del camino que lo atravesaba de parte a parte y lo dividía por la mitad. Por lo que podía deducirse, todas las sepulturas estaban cavadas en la tierra y no había panteones de postín, a menos que el postín fuera horizontal y no vertical, porque no asomaban por encima de la tapia cruces imponentes ni esculturas gigantescas de ángeles con el alma del difunto en brazos. A la derecha del cementerio, como un gran buey adormilado entre encinas muy castigadas por la dureza de las temperaturas, el monasterio de Nuestra Señora del Descanso parecía una fortaleza ajena a todo el drama rural que estaba viviendo Quejumbres. La verdad es que ni la casa de la viuda del Amado estaba demasiado pegada al cementerio, ni el monasterio estaba del pueblo a un tiro de piedra, como parecía desde la carretera y desde la misma plaza del Cabildo, de manera que yo sentí de pronto una pena grandísima por toda aquella gente, porque la vi muy desamparada, muy descolgada del consuelo que puede dar un convento de monjitas de clausura y hasta de la conformidad que seguramente contagian los camposantos. A lo mejor la muerte de la viuda del Amado les libraba de un peso que les apretaba la vida como la soga aprieta el cuello del ahorcado, pero a lo mejor aquella muerta se instalaba en el pueblo como una ricachona que va comprando una por una todas las casas, o a lo mejor aquella gente ya no sabía vivir sin que la viuda del Amado estuviese encima de ella viva o muerta. Un par de parejas de novios muy jóvenes se abrazaban con mucha fuerza, pero era difícil distinguir si estaban aliviados o asustados. Ya eran las tres menos cuarto y, o me daba prisa y pedía alojamiento en el monasterio antes de que cerrasen, o iba a tener que pasar la noche dentro del coche. Y ya le iba a preguntar al niño cómo era el resto del programa, cuando pasó lo que menos me podía imaginar.

Porque a Eulogia la obligaron a amortajar a la viuda del Amado, pero nadie pensó que era un riesgo. Nadie se esperaba lo que ocurrió. Nadie creyó que se supiera nunca el secreto del Amado y de Rosa, el secreto del pueblo. Pero se supo. ¿O quizá la viuda del Amado lo había tramado todo? ¿Acaso Rosa había querido que ocurriese aquello para que su nombre no se borrase nunca de la memoria de los hombres y mujeres de Quejumbres? Porque Eulogia, la viuda que nunca fue viuda, salió de pronto de la casa despavorida y gritando:

—¡Era un hombre! ¡La Rosa tenía todo lo que tienen los hombres! ¡La Rosa era un hombre!

Y se reía como una loca, como sólo se ríen los que consiguen vengarse.

 

Sonaban campanas celestiales, y sonaban, como sepultadas en una tumba en la que acabase de abrir un boquete algún desaprensivo, las carcajadas vengativas y desvergonzadas de Eulogia. Era muy engorroso. Miraba yo los ojos fervientes del Amado, miraba yo con encendida devoción su devotísima mirada, y empezaba poco a poco a ponerme inquieta y a sentirme apetitosa, de manera que la ansiedad que hervía como el almíbar en los ojos del Amado y la impaciencia que inflamaba mis sentidos como si fueran bizcochos iban completándose a la perfección, cuando la risa de Eulogia se ponía a retumbar en mis oídos sin ningún miramiento y en los ojos del Amado entraba, como la mala yerba en un jardín fragante, la desconfianza. Y lo peor de todo es que eso sucedió al tercer día de mi ingreso en el albergue del monasterio de Nuestra Señora del Descanso, cuando ya comenzaba yo a considerar fundadas mis ilusiones de penetrar en parajes reservados al amor sobrenatural.

Antes, durante las dos primeras jornadas, todo se desarrolló en lo tocante a los anhelos y las vicisitudes del espíritu con una fluidez y un provecho que a mí misma me tenían atónita. Para empezar, el rigor a ultranza de la comunidad de las mortajeras, tanto en sus escasos como ineludibles negocios terrenales como en los escogidos y delicados menesteres que alimentaban y fortalecían el alma, me permitió hospedarme en el albergue el mismo día de mi llegada a Quejumbres, pues llegué al zaguán de paredes encaladas y desnudas y suelo adoquinado que hacía las veces de recepción a las tres menos dos minutos, y la hermana hospedera —una de las más jóvenes de la comunidad, según pude comprobar después, aunque ya talludita y dotada de esa diligencia y soltura a la hora de decidir que denotan veteranía y hasta un poquito de deslizamiento hacia el apego a los mandoneos profanos— me acogió sin ningún agobio ni el más enmascarado reproche, como si hubiese llegado con todo el tiempo del mundo y el desahogo —como el silencio, el recogimiento, el respeto a las rutinas cotidianas del monasterio y, desde luego, la puntualidad— fuese tan importante para una estancia apacible y fructífera que, si no lo había, era preciso inventarlo. Yo había corrido en busca de mi coche en cuanto Eulogia salió de la casa de Rosa, la ya difunta viuda del Amado, proclamando a gritos que la muerta era en realidad un hombre, y riéndose con aquellas carcajadas que eran como puñetazos en el libro de familia de la mayoría de los matrimonios del pueblo, y la verdad es que ahora no entiendo muy bien por qué me entraron aquellas prisas, que lo normal, dada mi curiosidad congénita y lo muchísimo que me han gustado siempre las bullas empapaditas en morbo, habría sido quedarme allí para averiguar toda la verdad y comprobar los estropicios de aquella envenenada revelación de Eulogia, aunque hubiese tenido que dormir al raso las noches que hiciera falta o me hubiese gastado todos mis ahorros en convencer al chiquillo que me había servido de cicerone para que hiciese para mí investigaciones imprescindibles. Por ejemplo: ¿habría calculado Rosa, como una verdadera bruja, que a Eulogia terminaran encerrándola en un manicomio, porque las otras dos mujeres que se emplearon en amortajarla negarían con todas sus fuerzas que las partes varoniles que Eulogia juraba haber descubierto en el cadáver de Rosa no eran ciertas? ¿Serían capaces todos los hombres del pueblo que habían pasado la víspera de su boda en la cama de Rosa de jurar que no, que ninguno se había dado cuenta de nada, o que aquella noche no había pasado nada y, si pasó algo, pasó mientras ellos estaban dormidos, o que Rosa se había dado una maña de las que cuestan trabajo creer para que todos tomaran por la puerta principal lo que no era sino la puerta falsa? Pero entonces, ¿para qué obligar a Eulogia a que la amortajase y ponerle en bandeja que descubriese aquel oprobio? ¿Sólo para joder? ¿Sólo para seguir jodiendo hasta después de muerta? La hermana hospedera rellenó la ficha con mis datos en un santiamén, hizo un inciso para cerrar la puerta del zaguán a las tres en punto por si alguna hipotética rezagada tuviese la tentación de pensar que el tiempo se pone siempre y en todas partes del lado del que paga, me dio un folleto sobre la vida y obra de la fundadora de las monjas del Santo Sepulcro —en vías de beatificación—, me advirtió que ninguna de las habitaciones del albergue tenía llave en la puerta y me rogó que la siguiese; todo había sido tan rápido que no tuve tiempo de pensar en lo atípico de mi comportamiento y en los muchos enigmas que seguramente se me iban a quedar de por vida enquistados en los pliegues del entendimiento, como si realmente no tuviesen solución o como si no existiesen porque todos los acontecimientos de Quejumbres los había soñado.

Las dos primeras noches fueron de bastante desconcierto y mucha indecisión, porque los sobresaltos de mi naturaleza me impedían a mí asentarme en eso que llaman bienaventurada dejadez quienes la frecuentaron —de hecho, no paré de dar vueltas en el catre y cada dos por tres me percataba de lo terrenal y de lo talludita que era porque me daba un pinchazo en las cervicales, se me impacientaba la vejiga, me entraba un golpe de ansiedad al recordar que me había quedado sin trabajo y que no me iba a resultar nada sencillo contratarme de nuevo de cabecera de cartel en un espectáculo de categoría, si aquello del misticismo era más lento o menos completo de lo que yo me esperaba, o me entraban de repente dudas muy angustiosas sobre lo adecuado de mi nombre, Rebecca de Windsor, para figurar en el santoral—, pero la tercera noche me descubrí nada más retirarme a mi celda una languidez que yo al principio atribuí a una bajada de tensión, a la que soy propensa a poco que me atribule, pero que estaba desprovista de todo desagrado, de esa antipática sensación de vacío estomacal y de descargas de destemplanza que suele acompañar a las alferecías. Me arrodillé junto al catre, entre atemorizada y ávida. Pues, por una parte, no sabía lo que me esperaba —si un desmayo del montón o una privación de las que, según entendí en los libros, son la antesala del éxtasis—, y, por otro lado, estaba ansiosa por comprobar lo que se avecinaba, que intuía yo que iba a ser sensacional. Con gran devoción, pero con mucho estilo —que lo uno no tiene por qué estar reñido con lo otro—, entorné los ojos, y fue como si de repente al mundo entero le hubiesen bajado el volumen y el color, que incluso recuerdo haber hecho en los primeros instantes un esfuerzo para acordarme de cómo eran los aligustres del patio del monasterio, el cielo enrojecido que acababa de ver por la ventana de la celda, los ojos de la hermana hospedera que me miraba siempre como si yo nunca estuviese donde ella esperaba encontrarme y el cordón casi fluorescente del que colgaba la cruz que llevaba sobre el pecho la hermana gobernadora, que era como llamaban a la superiora en aquella comunidad, y todo me pareció beis, de un bonito y delicado —pero monótono— color arena, como si todo hubiese perdido la pigmentación artificial que el ojo humano le pone a cuanto ve y la creación entera fuese de nuevo de arcilla, sin colorantes ni conservantes. También el sonido del mundo era débil y lejano, pero no como si lo estuviesen asfixiando, sino como si estuviera naciendo, y yo noté que en mis oídos se abría sitio a rumores más elegantes y misteriosos, seguramente celestiales, y resultaban tan acogedores que dejé de estar alarmada, aunque no por ello dejé de sentirme trémula. Entonces, uno de esos sonidos que parecían recién inventados me estremeció: gimió la puerta de mi celda y unos pasos como la respiración de un muchacho dormido empezaron poco a poco a acercarse a mí. Abrí los ojos, sin duda ya enteramente transida, y me puse a bucear con la mirada en aquel vapor de color crema que lo anegaba todo, hasta que, de pronto, descubrí que el Amado estaba frente a mí. De verdad. También es cierto que no hubiera podido decir exactamente cómo era, cómo iba vestido, de qué forma se movía ni de qué color eran sus ojos, pero no me cupo la menor duda de que era el Amado y de que me miraba.

Me miraba y yo tuve de pronto la certeza de no merecer que me mirase de aquel modo. Yo había cumplido ya los cuarenta y muchos y a esa edad una ya sabe perfectamente por dónde se está resquebrajando, qué deterioros quedan a la vista por mucha coba que una se dé con productos de belleza de mucha categoría y por buen ojo que tenga para elegir el vestuario que más le favorece, una comprende que ya no puede ser contemplada con la luminosa e incondicional devoción con la que se contempla a una quinceañera con un cutis y un tipito privilegiados, por algo una eligió el camino de la belleza interior, que da más juego y ofrece más oportunidades cuando llega el descalabro de la madurez, y ser santa. Y, sin embargo, el Amado me miraba como si mi cutis fuese todavía de porcelana, como si mi cabello hubiese recuperado de repente el fabuloso brillo de una melena joven y un poquito bravía, como si mis labios conservasen aquella elasticidad jugosa que me dio tantísima celebridad y tantísimos admiradores en mis tiempos de pimpollo volandero, como si mis pechos fuesen tersos y vibrantes tal cual eran antes de tener que apuntalarlos habilidosamente con plásticos y ferretería, como si mi cintura aún no tuviese tolondrones y charcutería inmunes al ayuno y el ejercicio, como si mis muslos mantuvieran una esbeltez sin mácula y mis tobillos, cinceladísimos, no se me hinchasen como se me hinchan en cuanto doy tres pasos; el Amado me miraba, en definitiva, como si yo tuviera veinticinco años menos de los que tengo.

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