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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (22 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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—Todo lo que yo valgo no está ni en venta ni en alquiler. A quien se lo quiero dar, se lo doy gratis.

Se acharó. Pero tampoco es que se descompusiera o que se quedara engurruñido de golpe, hasta el punto de que me diese grima echar mano de él. Sólo hizo ese gesto con los labios, como de un resoplido casi frenado del todo, que hace la gente calmosa cuando da un resbalón, consigue aguantarlo y comprende que de milagro no se ha roto la crisma. Ni siquiera se le notó en el habla.

—Entonces tu casa sí que está cerca de verdad, aunque vivas en el quinto pino —ya se sabe que cuando un hombre, después de tratarte de usted, empieza a tutearte es que comprende que te tiene al alcance de la mano. Pero me tuteó sin darse aires de delegado de ventas que consigue los objetivos del mes y sin echar las campanas al vuelo, sino como quien por fin encuentra la postura en el asiento del autobús y se relaja. Luego se volvió al mirón amarillento de la barra y le preguntó:

—¿Cuánto se debe, incluido lo de ella?

Lo de ella —o sea, lo mío— era el agua, claro. Como tampoco se trataba de darle dinero a aquel fulano por nada, me bebí dos vasos de un tirón y no sé si eso contribuyó a lo que sentí después.

Pero si contribuyó, fue sólo en plan de colaboración extraordinaria, como la de esas primeras figuras que tienen en una función un papelito corto pero con gancho. Lo que sentí después, en mi casa —que estaba a quince minutos andando—, fue sobre todo mérito de Juan, aunque contando a su favor con las ansias que yo tenía de hombre, naturalmente, y con el acompañamiento musical, elegido con mucho tino y mucho gusto. Puse Vivaldi,
Las cuatro estaciones
, y ya se sabe cómo es esa música de expresiva, que suena la «Primavera» en Mi Mayor y oyes correr el agua entre las piedras de los montes, notas cómo florecen los almendros, distingues los trinos de los pájaros, te llegan las risas de muchachas asomadas a las ventanas de sus casas. Y bastó, en una atmósfera tan propicia, con que Juan —sentado a mi vera en mi sofá, con su tinto de verano y aquella forma de mirarme, mitad necesidad, mitad descaro— pusiera su mano en mi cintura, tan sensible, para que yo me sintiera un prado verde a más no poder, y sólo necesitó rozarme los labios con sus labios para que a mí empezaran a nacerme manantiales por todas partes, que no podía yo imaginarme que aquello era lo que una mujer erotizada entiende por humedecerse, y cuando la boca de Juan partió mi boca en dos y su lengua se puso a bucear buscando los secretos de mi garganta yo, en lugar de ponerme a toser —como sería lo propio—, empecé a esponjarme de felicidad, porque el agua, fresca y cristalina, ya me llegaba hasta los sesos, de manera que lo mío ya no era una humedad, lo mío se convirtió gracias a Juan en poco menos que el parque natural de las Tablas de Daimiel después de un buen año de lluvias, toda yo llena de juncos florecidos y con familias enteras de patos chapoteando como boyescáuts en una preciosa laguna nada contaminada, y cuando Juan empezó a desabrocharme la blusa con aquellos dedos de trabajador nato se hizo de repente un silencio delicioso, como si todo el humedal con categoría de espacio protegido que yo era hubiese contenido de golpe la respiración, pero la música volvió otra vez como un torrente y todo se llenó del «Verano» en Sol Menor de Vivaldi, y hubo dentro de mí una explosión de todo lo que puede explotar en el interior de cualquier mujer cuando se entrega sin cortapisas ni condiciones, sin que haga ninguna falta que el hombre que te hace rebosar sea una estatua clásica ni haya hecho un master en sexología aplicada, basta con que sepa llegarte hasta los centros como sabía Juan, que consiguió que alcanzase yo las temperaturas máximas del último cuarto de siglo, que fue como si el sol me pegase de lleno de arriba abajo, pero sin que milagrosamente descendiera para nada la humedad, y así, cuando Juan, desnudo como un guerrero antiguo, abrió con mucho miramiento y mucha devoción la puerta por la que se entra al santosantórum de la mujer y que yo tenía nuevecita e intacta, y cuando se olvidó de él para enloquecerme a mí, toda yo me llené de pájaros exóticos como las marismas del coto de Doñana, y se pusieron todos a celebrar lo húmeda que estaba, se pusieron como locos los ánsares, los moritos, avetoros y fumareles, las garzas imperiales, los martinetes, los aguiluchos laguneros, los calamones, las avocetas, las canasteras y las avefrías, y yo me dije esto sí que es un orgasmo, y es verdad que hubo un momento en que me pregunté ¿pero será un orgasmo de clítoris o un orgasmo de vagina?, porque ahora los especialistas hacen primores, pero tampoco estaba yo para investigar, sino para disfrutarlo. Para disfrutar como disfruté, hasta llegar a la apoteosis del verano de Vivaldi, la hombría sencilla y prodigiosa de Juan.

 

—Has dado un espectáculo —me dijo Dany. Estaba molestísimo.

—Yo no era dueña de mí —le dije—. Parece mentira que, con la experiencia que tienes, no te hagas cargo de lo que es un éxtasis.

—Mira, Rebecca, no te molestes: un éxtasis no es un circo.

Me molesté. Vaya que si me molesté. El simple hecho de que mi éxtasis fuese distinto al suyo no le daba derecho a descalificarlo de aquella manera. Yo había asistido, cuando le conocí, a uno de sus deliquios, con levitación incluida, y es cierto que había sido fino, sereno, elegante, pero un poco estático, nada vibrante; después no tuve ocasión de asistir a otros, porque bien se cuidó Dany de tenerlos en la más estricta intimidad, pero me imaginaba que habían sido todos por el estilo. En cambio, no hacía falta que Dany me diese demasiadas explicaciones para que yo comprendiese que el mío había sido más temperamental, más dinámico, con bastante coreografía, pero es que a mí me parecía de cajón que el éxtasis estuviese en consonancia con el carácter de cada cual, y si Dany era de temperamento lento y poco expresivo, sus éxtasis era lógico que fuesen tan sobrios y reconcentrados como eran, pero como yo siempre he sido extravertida, comunicativa y con mucho gusto para lo visual, mis éxtasis tenían que estar llenos de movimiento, de ritmo, de lenguaje corporal. Eso sin contar con que mi figura —cada vez más esbelta a causa de la dieta monacal en la que había sido capaz de perseverar— animaba a vivir el éxtasis con un poco de soltura y sentido de la composición y la variedad, mientras que el corpachón de Dany, tan apabullante por mucho que él se quejase de estar perdiendo volumen y definición, quedaba mucho más lucido en la quietud. Pero eso no quería decir que sus éxtasis fuesen más auténticos o de más categoría que los míos.

—A ti te pasa —le dije, sin preocuparme nada de la virtud de la mansedumbre— lo mismo que a los flamencos ortodoxos que no admiten el flamenco moderno. Yo soy moderna, y mi mística será moderna, y es normal que mis éxtasis estén a tono con los tiempos, y eso es ley de vida, aunque puede que de entrada llame un poco la atención. Además, seguro que no ha sido para tanto.

Pero Dany dijo que sí que había sido para tanto. Según él, yo había tenido un trance muy inquieto y variado. En vez de contentarme con poner los ojos en blanco, cruzar las manos sobre el pecho y caer de lleno en esa variedad de la mística que se parece tantísimo al pasmo, me puse a dar saltos de alegría alrededor del jardinero, imitando el trino de los ruiseñores cuando celebran la llegada de la mañana, con los brazos disparados por el júbilo y las manos tremendamente expresivas, llena de energía y de vivacidad, con un gran repertorio de giros, quiebros, equilibrios y suspensiones y con una fortísima capacidad de seducción. Parece, de acuerdo con la versión de Dany, que fue eso último lo que más alborotó a los niños y escandalizó a los mayores.

—Aunque lo pienses —me advirtió Dany, y parecía sincero—, no estoy intentando mortificarte, pero la verdad es que no dabas para nada la imagen de las grandes místicas. Quedabas más bien como una de esas descocadas presentadoras de programas infantiles que salen ahora por televisión.

Interrumpí lo que estaba haciendo —sacar mis cosas del armario y ponerlas en mi bolsa de viaje— y compuse mi mejor gesto y esgrimí todo mi poder de convicción para reclamarle a Dany un poco de sensatez:

—Dany, por Dios, ¿qué tiene eso de malo? La ciencia evoluciona, el arte evoluciona, la moda evoluciona, la mística también tiene que evolucionar. En todo lo mío soy cualquier cosa menos clásica, no tengo por qué serlo en mi intimidad con el Amado. Lo importante es el fondo, las formas cambian, se actualizan, incorporan las técnicas modernas de expresión, compiten sin complejos en un mundo lleno de estímulos audiovisuales. Ya no se puede ser mística y quedarse como un pasmarote.

Dany ya tenía hecho su equipaje y ahora, después de haber pasado por una fase de descontrol emocional bastante impertinente, se le veía deprimido. Se sentó en el borde de mi cama, a esperar a que yo terminase de guardarlo todo, y tenía esa expresión que se les queda a los saltadores de pértiga después de haber derribado el listón al tercer y último intento.

—Nunca lo conseguiré —dijo.

Me impresionó. Muchísimo. Porque comprendí que no se refería sólo a ese nuevo enfoque de la experiencia mística que yo estaba defendiendo, sino a la experiencia mística en sí. Se veía condenado sin remedio a quedarse en el camino, como siempre que había intentado llegar a lo más alto. Cuando nos conocimos, me había dado a entender —o al menos así fue como yo lo comprendí— que cada año hacía un recorrido similar al que estábamos haciendo con la intención de perfeccionarse, de llegar cada vez un poco más arriba, de gozar con éxtasis cada vez más sublimes, pero ahora me daba cuenta de que en realidad cada año tenía que empezar desde el principio y que acababa atascándose una y otra vez. Y, encima, me veía a mí entusiasmada, segura de mí misma, apostando por una mística renovada y competitiva, convencida de que ése era el camino y que ahí estaba el porvenir de la más selecta espiritualidad en un mundo tan audiovisual como el que nos ha tocado vivir, me veía llena de confianza y empuje, a pesar de una momentánea incomprensión de los padres custodios —que nos habían rogado que abandonásemos inmediatamente el albergue, porque estaba claro que en aquel marco básicamente familiar no encajábamos—, y se derrumbaba. La mística tradicional se le resistía, y la moderna no le cabía en la cabeza.

Además de impresionarme mucho, me dio mucha lástima, de modo que quise animarle un poco y, portándome como una amiga humilde y generosa, le dije:

—Si yo lo he conseguido, ¿cómo no vas a conseguirlo tú?

—¿Qué es lo que has conseguido, Rebecca? Tú no tienes todavía ni idea de lo que es un éxtasis de verdad. Lo tuyo de esta tarde ha sido, como mucho, un amago. Además, por lo que se ve, a ti te pone en éxtasis cualquier cosa.

Conozco el síntoma: hay gente que, cuando se deprime, se pone mezquina con todo el mundo. Así que decidí no echar cuenta de aquella actitud tan desagradable de Dany, aunque por supuesto procuré colocar las cosas en su sitio.

—Estás pasando una mala racha, eso es todo —habría sido muy feo por mi parte echarle sal en la herida—. Pero algo me dice que en cualquier momento vas a dar un estirón espiritual que tú mismo te vas a quedar boquiabierto. Mientras tanto, ¿por qué no compartes conmigo esta alegría que yo tengo y celebras que el Amado se haya servido de la apariencia de un joven, sano y atractivo jardinero para permitirme saborear aunque sea un poco, como tú dices, sus delicias?

—Me cuesta trabajo creer —dijo Dany, supongo que sin caer del todo en la cuenta de lo borde que le ponía la depresión— que el Amado, como tú le llamas, se haya servido de alguien tan vulgar.

Preferí no seguir por ese camino. Lo mejor era obsequiarle con una sonrisa matizada en la que quedase claro que su desánimo y su falta de caridad me daban más pena que coraje. ¿A qué venía aquel retintín al referirse al Amado, como si lo del Amado fuera un invento mío? En toda la literatura mística al Amado se le nombra así, o bien se le llama el Esposo, pero yo entendía que la palabra Esposo debía reservarse, salvo en puntas muy marcadas de la fase punitiva y de la fase contemplativa, para la fase unitiva, que es cuando en el tálamo que hay en la séptima morada se llega al colmo de la identificación y literalmente te dislocas. En cuanto a que el jardinero le pareciera a Dany ordinario, sólo podía antojárseme una tara: Dany no estaba capacitado para descubrir, exprimir y provocar los primores de lo vulgar y en ellos regalarse.

Peor para él. De haberse encontrado en mi lugar, habría desperdiciado a Juan, aquel hombre corriente y aplicado que consiguió inaugurarme, cuando un cirujano de primerísimo nivel me dio por fin todos los atributos de mujer que la naturaleza me negó, con más poderío que Els Comediants. A él a lo mejor se le aparecía el Amado con un aspecto refinado, acicalado y maduro, más sabio que fogoso, una imagen muy clásica y que tiene muchos más devotos de lo que nadie se imagina, pero a mí esa versión de quien puede consolar y hartar tu alma no me inspiraba lo más mínimo, la verdad, yo lo prefería joven, fornido, campechano, ardiente y de sport. Yo lo prefería tal como se me apareció en San José de los Cuidados, bajo la forma de un jardinero de no más de treinta años, con todas las virtudes a la vista y en ropa de faena.

De ahí que, aquella tarde, viéndolo como lo vi, tan sobrado de dones que no podían sino venirle de una condición extraordinaria, tan aplicado a lo suyo que sólo cabía entenderlo como una invitación a ponerme en sus manos como un laurel reciente y que de mata enclenque y pálida puede llegar a convertirse en árbol frondoso y verdísimo, tan armonioso y a la vez sólido de figura y de movimientos que era imposible no desear precipitarse en sus brazos, yo sintiese un impulso de tal fuerza que, al seguirlo, dejase atrás mi cuerpo y sus inconveniencias y entrase, pura alma, en el jardín portentoso del Amado. Me vi, sin darme cuenta de por dónde entré ni cuánto tiempo empleé en el tránsito, en un lugar cuya hermosura no admitía comparación con ninguna otra que, en materia de jardines, yo hubiese conocido. De ahí que me pusiera como, por lo visto, me puse. El pecho se me esponjó de gozo, los brazos se me volvieron alas, mi cintura adquirió una elasticidad y un sentido del ritmo que —según Dany me indicaría después— dejaron al jardinero boquiabierto y atrajeron inmediatamente la atención de todos los chiquillos que en aquel momento se encontraban en los alrededores y, al parecer, se contagiaron enseguida, y según Dany el jaleo que se organizó fue de muchísimo cuidado, pero yo sólo recuerdo lo etérea que me sentía, cómo retozaba mi alma entre las hortensias y los heliotropos, cómo jugaba al escondite en medio de la hiedra y del jazmín, lo fresca que era la sombra de los sauces llorones y lo que me aliviaba del sofoco que —aun siendo todo tan espiritual— provoca tamaño ajetreo, y cómo pululaban a mi alrededor arcángeles impúberes que me traían alhelíes, prímulas y artemisas para que me hiciera guirnaldas con las que adornar mi cabello.

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