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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (25 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Si no fuera una irreverencia, yo diría que aquello parecía Benidorm, quiero decir que, cuando llegamos, vi a todos aquellos ángeles hablando en todos aquellos idiomas diferentes, muchísimos coches y motos con matrícula extranjera, y las instrucciones para el hospedaje y el comportamiento escritas en español, inglés y francés, lo primero que se me vino a la cabeza fue uno de esos pueblos de la costa en los que, sobre todo en plena temporada de verano, parece que uno está en cualquier parte menos en España. Por lo demás, claro, en San Servando no había luminosos ni rascacielos ni supermercados con señoras gordas haciendo la compra en bañador ni jubilados suecos practicando al aire libre gimnasia sueca: la comparación con Benidorm era, sobre todo, acústica. Porque, quitando a algunos negros muy aparatosos y a un par de japoneses nada menudos para la fama que tienen de poca estatura, aunque inconfundiblemente nipones de cara, el resto de los ángeles —rubios, castaños o morenos— estaban todos cortados por el mismo patrón, todos parecían haberse puesto en manos del mismo cirujano plástico para tener idéntico corte de cara, todos se movían de la misma manera, todos iban vestidos con prendas de cuero y bastante chatarrería, y todos llevaban en las muñecas o en los bolsillos traseros del pantalón, a la derecha o a la izquierda, pañuelos de distintos colores. Sólo se diferenciaban en la manera de hablar.

Puede, de todos modos, que yo tuviera la vista más desafinada que el oído. Tal vez, en aquel vaivén entre lo acostumbrado y lo extraordinario en que me encontraba, mis ojos estuviesen más afectados y no me dejasen distinguir a los altos de los bajos, a los fuertes de los enclenques, a los guapos de los feos, mientras que mis oídos soportaban el ajetreo entre lo de abajo y lo de arriba muchísimo mejor y no confundían los parloteos con músicas celestiales. O quizá yo no estuviera todavía en una fase mística tan avanzada como para que todos mis sentidos se me dislocasen por completo y se librasen de sus cualidades mortales, sino que en el camino recorrido me había dejado la vista, el tacto, el gusto y el olfato, pero al místico puede que le ocurra lo mismo que al que se está muriendo, que el oído es lo último que pierde. El caso es que yo llegué a San Servando en un estado de gustoso desvarío, al que a lo mejor incluso contribuyó un poco cierta dosis de mareo producido por el pésimo estado de la carretera, y toda aquella bulla de ángeles hizo que me sintiese muy arropada.

—Todos van al Gran Encuentro —dijo mi ángel olímpico.

Un lujo, Rebecca; tu encuentro con el Amado va a ser un lujazo, me dije. Vas a tener ángeles por todas partes y, con sus cánticos y otras muestras de júbilo, van a ponérselo muy difícil a la mística que venga detrás de ti, si es que viene alguna. Lástima que estas cosas no salgan todavía en el ¡Hola!

Me sentí muy mirada. Entre los ángeles no llegué a distinguir a ninguna mujer, aunque por lo visto las había, porque Dany se acercó a decirme que tendríamos que separarnos, que las normas de la casa de hospedaje de la abadía —en español, inglés y francés— dejaban claro que matrimonios y familias podían compartir aposento u ocupar habitaciones próximas, pero que los solteros no podían mezclarse con las solteras y que para cada sexo había una zona determinada. Dada la diferencia de grado místico que ya había entre nosotros, no me pareció un drama, la verdad.

—De todas formas, todos tendrán que registrarse antes en aquel mostrador.

Era un mocetón de uniforme, que por lo visto había escuchado a Dany. ¿Sería también un ángel?

—¿También vas al Gran Encuentro? —le preguntó mi ángel olímpico—. ¿Hay una sección para uniformados?

—Yo soy guarda jurado y me limito a cumplir con mi obligación —le contestó, bastante seco, el chico del uniforme.

Registrarse no me pareció que fuese especialmente engorroso, aunque entre Dany y el ángel olímpico lo hicieron por mí, con la excusa de que yo estaba muy mareada por el viaje, lo que explicaba aquella especie de sonriente ausencia en la que me encontraba y por cuya causa corría el riesgo de que alguien —y, en concreto, el fraile siervo de la Estricta Observancia que se encargaba del registro de huéspedes— me tomase por alcohólica o drogadicta. Por esa razón, por mi situación un poco delicada, estaríamos todos muy agradecidos si mi habitación no quedaba muy alejada de la de ellos, por si yo pudiera necesitar algo en medio de la noche o perdía de pronto el sentido de la orientación o del tiempo, pero el siervo de la Estricta Observancia encargado del registro dijo que por eso no había que preocuparse.

—Tenemos contratado un servicio muy completo de vigilancia. Hay guardas jurados las veinticuatro horas del día en recepción, en la puerta de las dependencias estrictamente monacales, en cada una de las plantas dedicadas a huéspedes, en la entrada de nuestra capilla y en la entrada de nuestro cementerio. Los talleres donde fabricamos nuestros productos de cuero, tan cotizados, y la tienda de venta al público disponen de un sistema propio de seguridad.

Para ser un lugar de renuncia y recogimiento, idóneo para desprenderse de los valores terrenales, no parecía que lo frecuentase gente de mucho fiar. Claro que también podía tratarse de una medida de precaución para evitar accidentes y otros disgustos como consecuencia de esa bendita desorientación que se produce cuando entras en las últimas etapas de celebración del éxtasis, y en la que tal vez fuera harta presunción por mi parte imaginarme sola, precaución que sin duda estaría reforzada por un buen seguro multirriesgo, porque en estos tiempos hasta los más santos pueden descolgarse con reclamaciones millonarias. Un negocio para místicos también tiene sus dificultades.

El resto del día lo pasé sin desentonar demasiado, creo, en medio de toda aquella algarabía angélica. Mi habitación era sencilla, limpia y de paredes tan blancas que se aprovechaba bastante la luz que entraba por las dos ventanas altas, pero de buen tamaño, que daban a campo abierto, lo que se notaba en la fuerza de la claridad, aunque yo no viese más paisaje que un cielo liso y de un azul muy concentrado. Sin embargo, no es que apeteciera horrores quedarse allí dentro, sola, mientras en el resto de la abadía reinaba tantísima animación, y además ya estaba demostrado, con lo que me había pasado en el merendero, que el rapto de mi alma podía volverme en cualquier parte, y a lo mejor hasta convenía tener a los ángeles cerca para que el rapto fuese completo. En el momento de registrarnos se había producido una pequeña confusión, porque yo dije que pensaba quedarme hasta que se celebrase el Gran Encuentro, y el ángel olímpico dijo que él, como el resto de sus compañeros, se quedaría una sola noche, porque siempre preferían llegar al lugar donde el Gran Encuentro se producía un día antes, así evitaban prisas y aglomeraciones de última hora. Yo, extrañada, le pregunté que si el Gran Encuentro iba a resultar tan multitudinario —lo que no me preocupaba, porque una tiene muchas tablas y he llevado espectáculos con más de cien personas en escena, pero no sé por qué me lo había imaginado más íntimo y sin mucho derroche de estenografía, de figuración y de medios—, advertí que de todas maneras tendrían que esperarme, ¿no?, porque no iban a empezar mi Gran Encuentro sin mí, y les rogué que, por si acaso, no me perdieran de vista. Noté que al ángel olímpico algo de lo que yo había dicho le sonaba raro, pero lo achaqué a lo barroca que soy a veces al expresarme, aunque enseguida dijo con mucha picardía, pero con mucho estilo, que pensaba estar encima de mí todo el tiempo que pudiera. Y ése fue otro de los motivos por los que no quise quedarme encerrada en la habitación, que no quería correr el riesgo de que el siguiente rapto me encontrase sin un triste ángel que lo adornase un poco, y salí y me uní a ellos, que estaban todos en la tienda de venta al público de ropa, complementos, regalos y cualquier cosa imaginable en cuero, fabricado en la abadía por los Siervos de la Estricta Observancia.

—La verdad es que se nota la diferencia cuando están hechos a mano cien por cien —dijo el ángel con apariencia de domador madurito.

Estaba considerando, en aquel momento, un pantalón de cuero negro, con botones forrados también de cuero en la bragueta y con las costuras muy abultadas, lo que le daba un aire tosco y agresivo que al ángel domador, sin duda, le entusiasmaba.

—Y en cualquier
leather shop
no digo ya de Londres o de Berlín, sino de la zona de Chueca, te cuesta fácilmente el doble —le dijo otro de los ángeles del grupo, al que no conseguía verle yo atributos especiales.

—Lo exportamos muchísimo —dijo entonces el siervo de la Estricta Observancia, de buena estatura y mirada experta para distinguir a los mirones de los compradores, que estaba a cargo de la tienda—. No sólo a Londres, a Berlín, a Amsterdam y, desde la caída del comunismo, a Praga y Varsovia, sino también a Nueva York, Chicago y San Francisco. Es un pantalón que tiene una demanda fenomenal.

—Con una buena correa de hebilla un poco vistosa, y con botas altas de tipo rodeo, tiene que sentar de maravilla —dijo el ángel sin atributos.

El siervo de la Estricta Observancia encargado de la tienda sonrió y yo, quizá porque empezaba ya a destemplarme un poco, adiviné lo que estaba pensando: «Vendido».

En la tienda, además de prendas de vestir —pantalones, cazadoras, chalecos, calzones cortos y ajustados, taparrabos simples y de fantasía, y camisetas pensadas para dejar el ombligo al aire—, había botas, gorras, muñequeras, rodilleras, guantes, mochilas, correajes, tirantes, cinturones, todo en modelo liso o adornado con tachuelas o cadenas o con meritorios grabados en el propio cuero, e incluso látigos, cilicios y otro material de martirio o de penitencia. Todo cien por cien de artesanía y de primera calidad. Pero lo mas simpático era la decoración. Consistía, fundamentalmente, en montones de fotos clavadas con chinchetas a lo largo y ancho de las paredes de la tienda, y muchas de las fotos estaban dedicadas a los Siervos de la Estricta Observancia, o a la propia abadía de San Servando, por quienes aparecían en ella, no sé si todos ángeles, pero desde luego todos vestidos de cuero de arriba abajo. Muchos aparecían delante de tiendas o bares de nombres como Bootscoot (Melbourne), Le Track (Montreal), Twilight Zone Kellerbar (Berlín), Mr. Chaps Leatherworks (Hamburgo), Stablemaster Bar (Amsterdam), London Leatherman (Londres), Eagle's y The Pleasure Chest (Nueva York), Jackhammer (San Francisco) y SR (Madrid). Y no es que yo me aprendiera de memoria todos esos nombres tan retorcidos, no. Esos nombres son los que aparecen en las fotos del folleto ilustrado a todo color, tan lujoso como un catálogo navideño de Loewe, con el que los monjes de San Servando hacían publicidad de los solicitadísimos trabajos en cuero de sus talleres. Ese folleto, que tanto contrastaba con el humilde tríptico en blanco y negro que informaba sobre la historia y la vida monacal de la abadía propiamente dicha, también me lo llevé como recuerdo, y a lo mejor cualquier día echo mano de él si tengo que dar, en mi vida privada o en mi vida profesional, una imagen dominante y marchosa. En aquel momento, ninguno de aquellos cueros me hacía ninguna falta.

En aquel momento lo importante era mi vida interior. Mientras miraba las fotos que cubrían las paredes de la tienda, me di cuenta de que la vista me funcionaba muchísimo mejor, y eso lo consideré preocupante porque significaría que estaba perdiendo tensión espiritual. Me puse nerviosa. Eché de menos el aliento directo o indirecto que había recibido de Dany, al principio de nuestro viaje, en mis momentos malos, pero Dany, o bastante tenía con intentar volver al camino que lleva a la levitación después del bache que había sufrido por culpa del deporte, o había tirado definitivamente la toalla y no estaba para jalear a nadie. De todas formas, tampoco Dany andaba por allí, de modo que hice un esfuerzo para recuperar el sentido común —a sabiendas de que el sentido común podía asfixiar bastante el arrebato del alma, que carece de toda lógica—, pedí en conserjería información sobre horario de misas y otros actos litúrgicos a los que pudiera asistir, y me dijeron que había una misa diaria para huéspedes a las nueve de la mañana, y que el canto gregoriano de los monjes podía escucharse a las 6.00 (maitines), a las 7.45 (laudes), a las 18.00 (vísperas) y a las 21.45 (completas). La cena formal era a las 20.00, pero podía tomar una merienda-cena a partir de las 17.00 en un buffet sencillo, pero sólido y abundante, dispuesto en la antigua sala de acogida de peregrinos, ahora convertida en comedor de apoyo. No había servicio de habitaciones.

La mención de la merienda y de la cena me recordó que no había comido nada desde el desayuno que tomamos Dany y yo antes de echarnos a la carretera, sin rumbo fijo, aquella mañana. Eran ya cerca de las cuatro de la tarde y, por lo visto, me había privado durante mucho más tiempo de lo que pensaba, y a lo mejor los ángeles que me llevaron hasta San Servando habían hecho un alto en el camino para almorzar y yo ni me había dado cuenta. La consecuencia de aquel desbarajuste no era muy espiritual que digamos, pero cuando se recupera el sentido común se comprende que el organismo también guarda su lógica: tenía apetito. Era verdad que podía ofrecerlo como sacrificio durante una hora más, hasta que abrieran el comedor de apoyo con el buffet, pero corría peligro de volver a la fase punitiva, ahora que ya estaba a punto de entrar a todo plan, con un montón de ángeles haciendo con sus alas una jaima nupcial mientras mi nardo exhalaba todo su perfume, en la fase unitiva. De nuevo extrañé a Dany.

—¿Estás mareada? —El ángel olímpico, del que me había desentendido para no aborrecerlo por tenerlo todo el tiempo demasiado encima y porque no me parecía bonito darle la exclusiva a un solo ángel, me tomó del codo con mucha consideración y no se mostraba nada resentido por haberme comportado con él tan esquiva. Seguramente, su obligación era velar por mí, sin pedir nada a cambio.

—Estoy bien —le dije—. Quizás un poco fatigada. Y algo hambrienta, la verdad. ¿Has visto a Dany?

—Hace un rato. Con Ramón. Creo que congenian estupendamente.

Lo dijo de una manera que me disgustó. Parecía advertirme que no enredase, que Dany y su ángel no me necesitaban ya para nada. Y a mi misma me resultó raro, pero de pronto me sentí muy sola, y no era exactamente que me sintiera abandonada, sino más bien como si hubiera entrado en un camino tan estrecho que no era posible andar por él con alguien al lado. Y tampoco podía decir que el ángel olímpico fuera el típico buitre, uno de esos que saben esperar a que tú necesites encontrar alguna compañía y te eches en sus brazos, no se le veía interesado en llenar ningún vacío. Lo vi claro: él se limitaba a darme los mensajes.

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