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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (20 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Sonó una campanilla —agitada sin alegría, sino con una sequedad que no anunciaba nada bueno— al otro lado del portón que comunicaba con el claustro. La monja sonrió con venenosa dulzura.

—Puede asomarse, señorita Rebecca —dijo, llena de misericordiosa amabilidad—. Ya verá como no es necesario que le explique nada.

No hizo falta que me repitiera la invitación. Yo estaba en ascuas. Abrí el portón como quien retira la piedra que tapa la boca de un pozo para comprobar si en el fondo hay algún ahogado, y entonces la vi: la hermana hospedera, la misma que me había recibido y tomado los datos y acompañado a la celda tres días antes, vestida con una simple túnica de color morado y con la cabeza cubierta con una toca del mismo color sin papalina, caminaba descalza entre dos filas de monjas —seguramente la comunidad entera—, haciendo penitencia y pregonada por aquel campanilleo tan desabrido. Levantó la vista y me miró. Y yo entonces volví a escuchar, sin saber de dónde venían, las risas descompuestas de Eulogia. La hermana hospedera también debió de escucharlas, porque sonrió, pero lo hizo de un modo raro, entre el deleite y la parsimonia. Y de pronto descubrí que la hermana hospedera tenía cara de lanzadora de jabalina. Y entonces lo comprendí todo. Y comprendí que quisieran poner cerraduras con llave en las puertas de las celdas, y que no hacía falta que la monja encargada de despedirme me diera explicaciones, y que seguiría con Dany dando tumbos de morada en morada hasta la morada final —confiando en que fuese el tálamo en el que espera el verdadero Amado, y no una sepultura—, y que nunca volvería a Quejumbres.

Desde la carretera, mientras nos alejábamos en coche, Quejumbres se me antojó tan quieto y tan oscuro como un panteón vacío, abandonado.

Quinta morada

El jardinero del convento de San José de los Cuidados era de escándalo. Claro que Dany dijo que no había que exagerar, que quizá fuese un diamante en bruto, pero que aquel cuerpo pedía a gritos un buen trabajo de talla, aunque para mí lo que pedía a gritos era un jardín más íntimo, más coqueto y rebosante de sensibilidad. Y es que nada más verle me sentí jardín, sentí que me crecían florecillas por todo el cuerpo, y que una fuente deliciosa empezaba de pronto a manar en algún rinconcito de mi persona, y todo lo tenía yo tan limpio y tan cuidado que, a poco que aquel jardinero se esmerase, yo era un jardín para que se luciese.

—En cuanto le he visto —dije—, mis entrañas se me han puesto contentas como niñas a la hora del recreo.

—Eso es que aún eres demasiado terrenal, Rebecca —dijo Dany, y la verdad es que se le notaba que le daba pena decirlo.

—Yo creo que no —le dije, con firmeza, pero con cariño—. O por lo menos, no lo tengo tan claro. En cambio, lo que sí está claro es que soy muy heterosexual.

Porque la experiencia recién vivida entre las monjas del Santo Sepulcro me había dejado con el corazón encogido y con una inquietud sobre los gustos de mis sentidos que, sin ser angustiosa, era molesta. Así que notar cómo me convertía de repente en un exquisito conjunto de arriates, con tan sólo haberle echado un vistazo a aquel ejemplar con las hombrías tan aparentes y tan bien puestas, me procuró muchísima tranquilidad. Tranquilidad por ese lado, desde luego, que por el otro, por el que se refería a mis avances por el castillo interior, mi sentido común y el comentario de Dany sobre mis persistentes esclavitudes terrenales me pusieron en guardia. ¿Sería posible que mis provechos místicos fueran tan raquíticos? ¿De tan poco me había servido el tiempo que llevaba sin regalarle un capricho al cuerpo, sin darle un mimo al paladar, sin ponerme una gota de pintura? ¿Tan pésimos resultados estaban dando mis anhelos por salirme de mí? De ser así, parecía lógico que me desanimara, y no quería desanimarme, pero la verdad es que el jardinero del convento de San José de los Cuidados era una bomba.

Habíamos ido a parar a aquel convento sin más ayuda que la del matrimonio que atendía un costroso bar de carretera, en el que paramos para darle un poco de desahogo al cuerpo y de entretenimiento al estómago. Cuando entramos, la pareja, que estaba detrás del mostrador mano sobre mano y el uno junto al otro, quietos y en silencio, como si temieran espantar a los posibles clientes si se movían o decían algo, incluso tardó en contestar al darle nosotros las buenas tardes. Luego no es que fueran el colmo de la charlatanería, pero nos sirvieron un café de puchero muy potente y de sabor bastante bravío y algo misterioso, aunque capaz de espabilar a Nefertiti por embalsamada que esté, y unas mantecadas perfectas para engollipar a un batallón de paracaidistas después de unas maniobras, pero sabrosas y con aguante, y, cuando les preguntamos por alguna hospedería de frailes o monjas que cayera cerca, el hombre nos dijo que a doce kilómetros, a la altura de Los Ermitaños, cogiéramos el desvío de la derecha y que después sólo teníamos que seguir todo recto hasta dar con el hospicio de los padres custodios. Yo dije que, la verdad, un hospicio no era lo que andábamos buscando, pero entonces la mujer nos aclaró que al sitio ese nombre le viene de antiguo, de cuando iban allí a parar los huérfanos de las epidemias y los niños abandonados por las mozas preñadas de mala manera, pero que ahora se dedicaba a noviciado menor de los custodios, con apenas un puñado de muchachitos que, después de un par de años allí, o pasaban al noviciado propiamente dicho, en un pueblo de la provincia de Ciudad Real, o se volvían a sus casas escarmentados. Un hijo del matrimonio había pasado por la experiencia y ahora vive en Barcelona, descarriado, eso fue lo que nos dijo la mujer, pero no nos aclaró si se había descarriado por haber sido novicio custodio, ni en qué clase de descarrío andaba el mozalbete. Eso sí, nos animó el hombre, es un sitio la mar de solicitado los fines de semana para descansar, sobre todo por parejas de esas que parece que ya lo han disfrutado todo, y tiene un jardín que quita el sentido.

No dijeron nada del jardinero, pero ya me encargué yo, en cuanto le vi, de remediar el descuido.

—Sus piernas son torres de mármol —dije, a media voz, pero hablando más que nada para mí misma— y sus brazos tienen, multiplicado, el poderío de lingotes de oro. Y qué cuello, por Dios. Y qué hombros, son como las dos rocas prácticamente gemelas que había al final de la playa de mi pueblo cuando yo era chico y que ahora ya ni se ven porque las ha tapado la arena, que con los vientos y las mareas aquello ha cambiado una barbaridad. Y eso que está inclinado y no puedo verle el pecho, que seguro que es suave como las dunas, por fuera, y firme como un tanque alemán, por dentro. Y menudos glúteos, por decirlo con palabras finas, tiene el Amado.

—Desvarías, Rebecca —dijo Dany—. No es el Amado. Es el jardinero del convento.

Sentí un vahído, como si acabara de dar un resbalón al borde de un acantilado y no supiera dónde apoyarme. Parpadeé: es una técnica que siempre he utilizado mucho para darme tiempo a hacerme cargo de la situación. Aquel ejemplar de bandera quizá fuera el jardinero, pero quizá lo fuera solamente para los ojos que lo miran todo a ras de tierra, y quizá yo estaba ya aprendiendo a mirar con ojos elevados sin necesidad de calentamiento previo, quiero decir sin necesidad de recogerme antes y sumirme en una concienzuda meditación y desprenderme de esos vicios materiales en el mirar que todo lo vuelven ordinario, sino que entraba de un modo directo y espontáneo en una visión que llegaba al otro lado de las cosas y el jardinero, bajo una mirada así, se revelaba como lo que era, nada menos que el Amado. Y eso podía explicar el que yo, en cuanto le vi, me pusiera a hervir de delicioso gozo y a hacer comparaciones la mar de poéticas, como la esposa del Cantar de los Cantares.

—¿No será —me atreví entonces a preguntarle a Dany— que te has abandonado un poco y ya no ves las cosas con la misma espiritualidad con que las veías cuando nos conocimos?

Dany se turbó. Alguna bruja que yo conozco dirá que los hombres de verdad no se turban, pero eso es porque no han conocido ni conocerán jamás a un hombre que quiera ser santo, decisión que va impepinablemente unida a arrebatos y sofocaciones, entusiasmos y decaimientos que hacen que se turben cada dos por tres.

—La verdad es que me preocupa —dijo él—. No el ver como jardinero lo que estoy seguro de que es un jardinero, sino la facilidad con que me fijo en cosas a las que antes no les daba la menor importancia, y lo que ha empezado a agobiarme es que la ropa me está cada día un poco más desahogada. Como siga así, no va a tener ningún mérito que levite.

Estuve tentada de preguntarle si en San Juan de La Jara había levitado mucho, pero me dije que ya era hora de que dejase de comportarme como una discípula, deshecha de admiración y muerta de envidia, cuando a lo mejor no era para tanto. Yo era capaz de ver con mucha facilidad con los ojos interiores, y él no, o por lo menos le costaba trabajo, y eso podía significar que se estaba moviendo el escalafón.

Dany, sin duda, había cambiado. Yo le notaba de pronto muy pendiente de sus hechuras, y sin aquella facilidad para ausentarse y vivir en otra dimensión que tenía al principio del viaje. Además, se atribulaba más de la cuenta cuando consideraba que yo tenía reacciones demasiado hormonales, por decirlo de la manera más científica posible, y eso a lo mejor era muy caritativo, pero poco místico: no es por menospreciar la caridad, pero cuando la amada y el Amado se tratan de tú a tú, las obras de misericordia quedan para el cuerpo de intendencia. Y ésa era la impresión que de repente me daba Dany, que había pasado del comité de elegidos a la brigada de mantenimiento, y que por alguna extraña razón ya no se sentía con fuerzas para aguantar con todos los sentidos suspendidos y se resignaba a procurarse una santidad de andar por casa. O a lo mejor, pensé, es que a su afán por alcanzar el éxtasis le falta aliento y siempre le pasa igual, que se queda a medio camino.

—No sé si aquí encajaremos bien —dijo Dany.

Supe por qué lo decía. Desde que llegamos al convento, habíamos visto a bastantes huéspedes, pero todos agrupados en lo que parecían familias enteras que habían ido allí a pasar unos días de vacaciones. Había montones de niños, y ya se sabe que eso supone mucha alegría y vitalidad, pero también poco recogimiento y un cierto desbarajuste en las actividades colectivas. Y Dany quería decir, con toda la razón del mundo, que la mística es por definición una experiencia adulta, una experiencia solitaria y hasta un poquito antipática, al menos en apariencia, porque no se puede tener un deliquio y al mismo tiempo ser amable y educadísimo con el pesado de turno, y mucho menos si los pesados de turno son una patulea de críos que no paran de dar rienda suelta a su adrenalina y a su curiosidad. Visto desde fuera, un místico es un egoísta. Visto desde dentro, claro, ese egoísmo es pura y sublime delectación, pero eso es difícil que lo comprenda un padre o una madre de familia encantados de lo espabilados y lo sociables que son sus hijos, y desde luego es imposible que lo comprendan los niños sociables y espabilados. El convento de San José de los Cuidados estaba lleno de niños así. Claro que también estaba lleno de niños muertos.

—Yo creo que vienen con cuatro, se cargan a dos, y se vuelven a casa con el presupuesto familiar muy aliviado —dijo Dany, ya completamente fuera de situación.

Le miré muy alarmada. Comprendía que el camposanto del convento, al que daban las habitaciones que nos adjudicaron, era para impresionar a cualquiera, todo lleno de tumbas infantiles, pero si se pensaba un poco eso resultaba de lo más natural. A fin de cuentas, aquello había sido hospicio en épocas horrorosas, cuando una simple epidemia de tosferina se llevaba por delante a toda la chiquillería que encontraba a su paso, y, al no tener los acogidos familiares que se hicieran cargo de sus restos, allí se habían quedado para siempre, en aquellas tumbas que daban más repelús de lo habitual por lo cortas que eran y lo apelotonadas que estaban. Pero lo uno no justificaba lo otro: Dany estaba perdiendo los papeles. Hasta tal extremo los estaba perdiendo que añadió, como si estuviera en uno de esos programas de televisión que disfrutan con lo macabro:

—Aquí se pondría las botas ese degenerado que anda destripando tumbas de muertos jóvenes por los cementerios.

—No tan jóvenes —dije yo, más que nada para convencerle a él y convencerme a mí de que, de momento, lo degenerado tenía un límite—. Que yo sepa, los muertos que han desenterrado en otros sitios habían fallecido ya en edad de merecer.

—Muy enterada pareces, Rebecca —dijo él, y le puso a la frase un revoleo típico de maricona mala—. Muy enterada.

No hay cosa que más grima me dé que un niñato con músculos hasta en las pestañas y más pluma que una almohada antigua. Dany no es que estuviese perdiendo el norte, es que se estaba quedando hasta sin compostura. Y yo empezaba a dejar de tenerle pena —porque cada vez era más evidente que el impulso místico se le había desinflado— y le iba cogiendo tirria. Eso era fatal, por supuesto, porque ¿cómo va una a vivir sin vivir en sí y, a la vez, tenerle tirria a su prójimo? Probablemente, me dije, lo suyo es compadecerle, entender que está pasándolo fatal, darse cuenta de lo duro que tiene que ser comprender de nuevo que los fuertes y fronteras se te cierran, te retienen, no te dejan seguir adelante, no te permiten subir tan alto tan alto que comprendas que tu alma ya no es tuya, sino del Amado, y que tu cuerpo ya ni siquiera es un estorbo, que tu cuerpo era el cuerpo de otro, por mucho que durante años lo hayas trabajado en el gimnasio como si en ello te fuera la vida. Si ése era el caso de Dany —y así me lo parecía—, lo decente era perdonarle y ayudarle todo lo que fuera posible, ayudarle incluso a pesar de que él no me hubiese ayudado nada a mí cuando yo era sólo una principianta en ardores inflamada, pero con el panorama más difícil que Caín a la hora de echarse novia.

Lo mejor era hablar de otra cosa para aliviar la tensión, y despejarse un poco.

—Anda —le dije—, demos un paseo por el jardín.

En el jardín, naturalmente, estaba el jardinero. Yo tuve que hacer un esfuerzo grandísimo para morderme la lengua y no soltar la catarata de poesía que se me vino a la boca, pero tampoco era cuestión de provocar a Dany, con lo confuso y nervioso que estaba. Pero, en mis adentros, la poesía se desató. Mi Amado —me dije— ha bajado a su jardín, tiene la piel del color de las espigas cuando llega agosto y sus ojos son del color de la avellana, su pelo lo ha dorado el sol de las cuatro estaciones y lo ha rizado la brisa que llega de los cuatro puntos cardinales, sus labios parecen hechos de mazapán y tiene un perfil de busto clásico, con ese tipo de nariz que resulta tan excitante por recia y equilibrada y con esa clase de mentón que tanto engancha por la mucha confianza en sí mismo que transmite, y si a eso se le añade que su cuello es como el mástil de un barco invencible por las furias de los mares, que sus hombros son como las torres de un castillo en las que acaban por tranquilizarse las iras de los vientos, que su pecho tiene la anchura y la armonía de un paisaje australiano, y que de cintura para abajo se le ve o se le adivina la dureza del roble, la calidad de la caoba, la resistencia del eucalipto, la flexibilidad del sauce y la sencillez y modestia del pino mediterráneo, nada ni nadie es comparable a mi Amado. Si acaso Juan, el primer hombre con el que disfruté una vez recuperada por completo de la operación, y a quien le cayó el gordo de todas las ansias que yo tenía.

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