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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (19 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Llevéme entonces, desconcertada, las manos a las mejillas. Y sorprendíme, quedéme súbitamente sumida en una rotunda estupefacción, sentíme de repente a una incalculable distancia de eso que los humanos llamamos hacerse cargo de lo que ocurre y encontrarle su explicación; en resumen, que no di crédito. Porque mis mejillas, en efecto, tenían la delicadeza y la suavidad de un bibelot de loza finísima, y estaban tibias como cachorros recién nacidos, con ese temblorcillo que tienen las pieles nuevas cuando notan que llaman la atención, con una capita de resplandor que yo misma me podía tocar, con una fragancia que se pegaba a los dedos igual que se pega un perfume de poco cuerpo pero mucho alcance. Así que me miré las manos, para ver si el milagro estaba en mi cara o en mis dedos, y me puse contentísima —aunque no por eso me abandonó el pasmo— al comprobar que mis manos eran prácticamente las de una colegiala, con una línea irreprochable y una frescura verdaderamente virginal y, desde luego, sin rastro de esas invencibles manchitas de color tabaco que acaban metiéndote de cabeza en tu auténtica partida de nacimiento. Casi al instante, me noté grácil, ligera, juncal y sin una gota de grasa. Incluso me dije: Rebecca, estás flotando. Me sentía yo despegada del suelo, con mis rodillas a una considerable distancia de los ladrillos fríos y ásperos en los que fueron a dar cuando me postré, elástica como una campeona de gimnasia rítmica, aunque sin hacer cabriolas, naturalmente, sino entregada a la incomparable dicha de saberse una contemplada con una apariencia tan ideal por los ojos rendidos del Amado.

El Amado me recordaba a alguien. Me sería difícil explicar cómo, hallándome en medio del arrobo que acabo de relatar, me entró de pronto la piquera de que la cara del Amado me sonaba. Y mira que me di cuenta a tiempo y comprendí que la situación, tan sublime, no era como para distraerse con el empeño de encontrarle al Amado un parecido que no podía ser más que un rebote de una de mis cualidades de toda la vida, que la verdad es que yo siempre he sido una fisonomista de matrícula de honor, pero el caso es que empecé a decirme que aquella cara yo la había visto antes en otro sitio, y no se me iba de la cabeza. A todo esto, el Amado sonreía. Y a lo mejor era aquella sonrisa, entre el deleite y la parsimonia, la causa principal de aquella repentina distracción, el rasgo que yo estaba segura de conocer de otra parte, y además de no hacía mucho tiempo, hasta tal punto que me encontré haciendo un esfuerzo por recordar cómo era la cara del Amado de Quejumbres, la cara del hombre de Rosa, aquella cara tan interesante que tanto me había llamado la atención en las fotografías que habían clavado los del pueblo en la fachada de la casa donde Rosa murió y dio el último campanazo al dejar que Eulogia la viese enterita en el momento de amortajarla, y también me esmeré en acordarme de cómo era de facciones y de expresión y de colorido el huésped maduro de San Juan de la Jara que me atendió solícito y bastante acelerado cuando yo tuve aquella privación de los sentidos, y que salió despavorido al descubrir mi condición de mujer, y hasta escarbé con mucho ahínco en mi memoria para componer el retrato de los hermanos hospederos de San Esteban de los Patios y de Santa María de Bobia. Pero la cara del Amado que ahora me miraba, aunque me recordase a alguien, era otra cosa. Era —me dije yo, y me lo dije riñéndome por decírmelo— no más suave ni más delicada ni más elegante, pero sí más femenina.

Era raro. Nunca he tenido yo veleidades tortilleras y ni siquiera un poquito de curiosidad —y no es que me parezcan mal, sino todo lo contrario, que en la variación está el gusto y en el gusto de los demás nadie tiene derecho a meterse—, pero allí me veía de pronto, con el disfrute corriéndome por todo el cuerpo por lo estremecida de gozo que se encontraba mi alma, y quien me ponía en trance resulta que tenía cara de lanzadora de jabalina, lo que no dejaba de ser una notable novedad, tanto que a lo mejor a eso —a que estaba, como quien dice, bautizándome en el gusto de la mujer— se debía lo fuerte de la experiencia, que nunca hasta aquel momento había tenido yo algo que tanto se pareciese a la levitación. Porque el Amado sería lo que fuese, pero me traspasaba, y yo me sentía ingrávida y desprovista de casi todo, incluso de mi colorido natural y de los tintes discretos pero innegables de mi ropa, que toda yo era de repente de color vainilla, y mi atuendo era pura gasa, y mi pelo suelto flotaba sobre mis hombros como si fuese de seda de primera calidad, y mi pulso apenas tenía la deliciosa desgana de un hilillo de agua deslizándose entre la yerba que cubre la ladera de un monte, y nada me estorbaba, nada me impedía mantenerme a dos palmos del suelo, nada parecía atarme ya a la hembra de bandera que con el tiempo, a fuerza de voluntad, con la ayuda de los inventos que la farmacia y la cirugía han puesto al servicio de las criaturas nacidas con la ingle equivocada, y para asombro de quienes me conocieron antes y me conocen ahora, había llegado a ser. Tan distinta y extraña me encontraba de pronto que intuí, por ese fogonazo que en el cerebro tenemos de vez en cuando las mujeres, que yo no era una sino dos, y como quien no quiere la cosa para no hacerle un feo a quien tan intensamente me miraba, miré yo a mis espaldas, y entonces lo vi. Entonces vi lo que atrás, arrodillado en el suelo de la celda y aparentando del primero al último sus cuarenta y muchos años, había quedado de mí.

Había quedado yo, Rebecca de Windsor, antes del desdoblamiento. Había quedado yo con todos mis desconchones, y emperrada además en que el Amado fuese el prototipo de la dulce y al mismo tiempo recia virilidad, de ahí que mi alma actuase por su cuenta y crease conmigo una doble con adorables hechuras de doncella para ofrecerla como paloma nueva a paloma brava. Todos mis sentidos se habían quitado de repente veinticinco años —si es que no se habían quitado treinta, porque tampoco va una a falsificarse la fecha de nacimiento en un momento así—, y en mí resplandecía la ingenuidad, por increíble que parezca, y yo era de tal guisa y con tales dones un bocado muy apetitoso para una divinidad con tendencias hombrunas, cosa que no es ni buena ni mala sino diferente, y lo cierto es que aquella mirada había conseguido despertar en mí a la chiquilla inocentona e incauta que nunca había podido ser, y me sentía de pronto deseada como nunca me había sentido, con los encantos de mocita natural que nunca tuve, a merced de unos ojos iguales a los míos, porque en ellos había ese mañoso retorcimiento que una mujer descubre enseguida en la forma de mirar de otra mujer, y comprendí que lo suyo sería abandonarme, dejar que aquel Amado con aspecto de checoslovaca rellena de esteroides me enseñase el camino del deliquio, pues a fin de cuentas eso era lo que yo buscaba para resolver airosamente la crisis de mis atributos terrenales, y ya se sabe que los consuelos y las satisfacciones vienen muchas veces por donde menos se espera: por aquella mirada que me envolvía como un vendaval, por aquellos brazos que a todas luces tenían que contenerse para no estrujarme hasta perder el aliento, por aquellas manos que temblaban como con un ataque de fiebre al tocar la seda de primera calidad de mi pelo, al hundirse en la gasa exquisita de mis vestidos, al acariciar la piel incomparable de mi vientre, al bajar como góndolas nerviosas en busca del puente de los suspiros… Pero, entonces, sonó de nuevo la risa de Eulogia. Y sonó como si ahora se burlara de mí y de aquel Amado tan especial. Y no sólo escuché yo la risa, sino también quien había tomado la forma del Amado, y le cambió la cara. Y además se descompuso. Y se puso a mirar para todas partes como si temiera que alguien nos pillase en una situación inconveniente. Y estaba claro que el deliquio se iba al guano. Y de hecho se fue. Porque al Amado se le puso de pronto cara de institutriz sibilina que no se sale con la suya, y se dio media vuelta y salió de mi celda con una bulla que no pegaba nada con la mística ni con el desvanecimiento interior.

Quedé descolocada, como es natural. A ver. Y, cuando vine a darme cuenta, era yo de nuevo una y cuarentona, estaba arrodillada junto al catre, había perdido por completo el color vainilla, y alguien se puso a golpear con los nudillos la puerta y con voz bastante autoritaria me dijo:

—Señorita Rebecca, tiene usted visita.

 

Dany estaba en el zaguán que hacía las veces de recepción, con sus bolsas de viaje y un aspecto magnífico. Llevaba una camiseta acrílica de color negro, cuello cerrado y una costura justo debajo de los pectorales que no permitía mirar a otro sitio, a pesar de la cazadora de piel vuelta y abrochada hasta la mitad del torso con la que hubiera podido disimular bastante sus exuberancias, de habérselo propuesto con seriedad. Deduje, por tanto, que en San Juan de La Jara había empezado a perder la tirria que le tenía a sus abrumadores encantos, y que a lo mejor hasta andaba cogiéndole gusto a quedar provocativo. Desde luego, no me sorprendí nada, porque lo sé desde hace años: en cuanto un hombre bien hecho pasa una temporada a solas con otros hombres, se vuelve exhibicionista. El problema que ahora tenía Dany era el que yo había tenido desde que me propuse ser santa: hacer no sólo compatibles, sino complementarios, el ansia de beatitud con la aceptación de ser tan sexy.

—Estás de muerte —le dije.

—Estoy sin un duro —dijo él, bastante apesadumbrado—. Lo siento.

Era una complicación, sin duda. Cuando salimos de Madrid, yo no había cometido la indelicadeza de preguntarle por su presupuesto, aunque al cabo de un par de horas, en cuanto paramos para entonar un poco el estómago, comprendí que iba cortísimo de fondos. De hecho, permitió que pagase yo y creó un precedente. Claro que también pensé que podía estar siendo injusta con el muchacho, que a lo mejor la impaciencia espiritual no le dejaba entretenerse en menudencias terrenales y que, después de todo, debía sentirme orgullosa de contribuir con mis ahorros a que aquel aventajado alumno de la ciencia mística alcanzase en breve la fase unitiva, que es lo más que se puede pedir en misticismo. Y tampoco es que mis ahorros fueran despampanantes, pero Dany ya no podía pasarse sin ellos y sólo cabía esperar que él alcanzase la fase unitiva lo antes posible. Aunque ahora la pregunta era: ¿dónde?

—Esto es sólo para mujeres, Dany —le dije—. Aquí no te puedes quedar.

—Desde luego que no puede quedarse —dijo entonces, con esa amabilidad que araña como una bola de algodón rellena de serrín, la monja que había ido a avisarme de que tenía visita. Y añadió—: Y me temo, señorita Rebecca, que usted tampoco.

No me lo esperaba. Mi comportamiento había sido impecable. Respeté escrupulosamente la vida de la comunidad, participé con puntualidad y fervor en los oficios religiosos y las lecturas edificantes, compartí las modestas y monótonas refacciones sin rechistar, y encima había honrado, en mi opinión, el carácter recoleto y meditativo de aquel establecimiento encuadrado en la hostelería espiritual con una experiencia sobrehumana que, si no había sido inconfundiblemente mística, le había faltado muy poco. Y ahora me salían las reverendas madres con que tenía que irme.

—¿Y se puede saber por qué? —pregunté, aparcando de momento la meritoria mansedumbre, la trabajada templanza y la piadosa resignación.

La monja sonrió con un aire caritativo que me puso el quiquiriquí de punta. Parecía que estaba perdonándome mis pecados.

—Lo que ha ocurrido nos tiene muy perturbadas —dijo ella, con esa técnica tan conocida, y que a mí me repatea tanto, que consiste en decir las cosas de forma enigmática para que parezcan gravísimas.

Yo me puse exigente:

—¿Qué es lo que ha ocurrido?

—¿También aquí han sacado a algún muerto de su tumba? —preguntó entonces Dany, y la verdad es que me dejó desconcertada.

Le miré. No es que pareciera asustado, pero sí que se le veía dispuesto a enredarse en habladurías de intriga y misterio, como si con eso pudiera hacer méritos para que yo siguiera haciéndome cargo de sus gastos, ahora sin excepción, e incluso para que en el albergue del monasterio de Nuestra Señora del Descanso se avinieran a cumplir con él la excepción a la regla y le diesen alojamiento. Enseguida quedó claro que en eso último no tenía ninguna posibilidad, porque la monja cortó en seco la invitación de Dany a la tertulia sobre degenerados y fantasmas.

—En el cementerio que tenemos dentro del monasterio —dijo— no se cometen esas aberraciones. Todas nuestras hermanas difuntas descansan en paz. Y estamos dispuestas a cumplir a rajatabla nuestra obligación de velar para que eso no cambie.

Menuda bruja: como si el pobre Dany, en caso de ser admitido en el albergue, fuera a dedicarse ipsofacto a sacar monjas muertas de sus sepulturas. Yo estaba a punto de estallar de coraje, pero me di cuenta de que Dany se había propuesto conservar la meritoria mansedumbre, la trabajada templanza y la piadosa resignación. Sonreía como un bendito. De modo que decidí no atacar frontalmente y ser sibilina.

—En el cementerio privado de las reverendas madres —dije— puede que de momento las difuntas estén a salvo. Pero en el cementerio del pueblo, que está a un tiro de piedra, ya han tenido ajetreo, ¿verdad, Dany?

Puso cara de recién llegado a un congreso de astronautas.

—No tengo ni idea, Rebecca —dijo, todo candor—. Yo me refiero al cementerio particular de los frailes del santuario de San Juan de La Jara. Ya sabes que vengo de allí. Del santuario, no del cementerio, claro. En ese cementerio, hace dos noches, abrieron tres tumbas. Eran de tres frailes que murieron jovencitos, y fue muy raro, porque escarbaron hasta encontrar los restos, pero después los volvieron a tapar, sin tocar nada.

La monja y yo nos miramos y estaba claro que las dos teníamos la misma idea en la cabeza: un depravado andaba suelto por la región. De todas maneras, no me dio la gana tranquilizar a la monja haciéndole notar que las tumbas profanadas eran siempre de muchachos, no de muchachas ni, mucho menos, de monjas de la tercera edad; al depravado le gustaban los muertos machos, pero tiernecitos. La monja se santiguó, con el susto llenándole la cara de morisquetas.

—Bendita sea la protección de Jesús en su Santo Sepulcro —dijo—. Y que esa protección alcance a las cerraduras con llave que vamos a poner ahora en las puertas de las celdas.

Lo dijo para mí, no hacía falta ser una lumbrera ni una tiquismiquis para darse cuenta. Así que le dije:

—Mire, madre, déjese de pegar tiritos de fogueo y tire a dar. ¿Qué tiene que decirme? ¿Qué tengo yo que ver con que pongan o no pongan cerraduras con llave en las puertas de las celdas? ¿De qué se me acusa?

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