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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (23 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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—Dejaron el jardín hecho una pena —dijo Dany—. Y ya podemos dar gracias de que no se les haya ocurrido pasarnos la factura.

—Yo no tengo la culpa de que mis éxtasis sean tan participativos —le dije—. Además, si el Amado ha querido lanzarme su centella en un sitio lleno de niños, por algo será. A los místicos hay que tantearlos desde pequeñitos.

Ya estaba todo. Una de las ventajas de optar por la mística es que el equipaje lo haces en un santiamén, cosa especialmente conveniente cuando te echan de un sitio. Dany se puso en pie y era como si, de pronto, yo le estorbase.

—Nuestro problema —dijo, metiéndome a mí, sin ningún apuro, en las dificultades que estaba teniendo— es que somos demasiado llamativos.

Me le encaré:

—Mira, hijo, en eso a lo mejor tienes razón. Pero hay una diferencia. Tú eres aparatoso porque has querido. Yo, en cambio, no soy sexy de vicio; soy sexy de nacimiento.

O lo que es lo mismo: a mí el Amado me buscaba y me tenía como yo era, y a lo mejor Dany no alcanzaba la séptima morada hasta que no fuese de nuevo blandito y esmirriado.

Sexta morada

Decidimos guiarnos solamente por las ganas de encontrar un sitio donde yo pudiese medrar en mi bachillerato místico sin que nadie se llevara las manos a la cabeza, y donde Dany recuperase el tono espiritual que se le había ido al garete por distraerse demasiado con el deporte en San Juan de La Jara.

—Lo único malo que tiene este método —dijo Dany, pejiguera— es que podemos dar tumbos sin sentido, durante días y días, hasta encontrar algo.

—No deberías desmayar en la fe como lo estás haciendo, Dany. —Por mi parte, no estaba dispuesta a desmayar en la santa paciencia, por muy difícil que él me lo pusiese—. Estoy segura de que tendremos pálpitos, veremos señales, e incluso no me extrañaría nada que recibiéramos la ayuda de algún enviado.

—¿Te refieres acaso —preguntó Dany, con una guasa bastante patosa— a algún guía turístico, trabajador por cuenta propia, que vaya por estos andurriales en busca de clientes?

Pensé que lo mejor era sonreírle beatíficamente la supuesta gracia. Claro que también pensé que quizás había llegado la hora de empezar a preocuparse, porque una compañía tan desanimada y picajosa acabaría convirtiéndose en un peso muerto y en una importante desventaja de cara a cubrir etapas en el camino de perfección. Dany seguía dándome mucha pena, porque no es plato de buen gusto ver cómo flaquea, pierde resuello, desfallece y queda por completo descolgado quien ha ido desde el principio acompañándote —en realidad, sirviéndote de guía, de aliento y de modelo— en la carrera, pero todo corredor de fondo sabe que llega el momento en que tiene que mirar sólo por él, por doloroso que le resulte, pues de lo contrario también él se hunde con el débil si el empeño por recuperarlo se convierte en desatino, y eso no está para nada reñido con la deportividad, sino todo lo contrario. Al final, en el deporte, como en la mística, no se puede triunfar sin un sano egoísmo. Aunque también es verdad que, viendo yo los efectos del deporte en Dany, llegué a la conclusión de que el deporte y la mística son incompatibles.

—El deporte te ha hecho débil —le dije a Dany, con toda la delicadeza que pude—. Fíjate qué paradoja.

—No digas tonterías, Rebecca.

Tampoco iba a tenerle en cuenta la salida de tono. Yo sabía que el deporte en general, y el culturismo en particular, siempre le habían servido a Dany de antesala de la penitencia, y puede que en esa fase el deporte sea beneficioso para la mística, porque cuanto más fantástico sea tu cuerpo más meritorio resulta luego desentenderte de él, y comprendía que Dany tuviese al deporte en muy alta estima. Pero su error había sido entregarse con fruición y exceso a la práctica deportiva, en la hospedería exclusivamente masculina de San Juan de La Jara, cuando ya estaba en un escalón bastante aventajado de la escalinata que conduce al elevado coto donde todo es energía espiritual, de manera que el ejercicio físico actuó como una reacción adversa al vuelo del alma y a la vista estaba el resultado: una pájara.

—No digas tonterías, Rebecca. Por favor. El deporte y la espiritualidad se complementan estupendamente.

Era inútil tratar de explicárselo. Supongo que estaba confuso, no podía admitir que aquellos días pasados entre prácticas atléticas y gimnásticas y en compañía de saludables y bien avenidos ejemplares de sana masculinidad le hubiesen perjudicado tanto, así que prefería cerrarse en banda y faltar a la caridad más elemental diciéndome que lo mío eran sandeces. Consideraba, sin embargo, que mi deber era procurar que, al menos, se hiciera cargo del error que había cometido, porque a veces eso es suficiente para empezar a recuperarse.

—Recapacita, hijo. No te obceques. A lo mejor estás a tiempo de enganchar de nuevo con el grado de fervor interior que ya habías conseguido. A lo mejor lo que te conviene es una temporada de reposo, para limpiar y aligerar tu cuerpo del exceso de ejercicio al que lo has sometido, seguramente con la mejor de las intenciones. Quédate, si quieres, en algún hotel con encanto, de esos que combinan con muchísimo acierto la arquitectura tradicional, el trato relajado pero atentísimo, una cocina sencilla pero esmerada y un precio muy apañado. Seguro que por aquí hay alguno. Quédate el tiempo que necesites, yo te lo pago. Y no es que quiera librarme de ti, entiéndeme, por favor, no es que yo quiera dejarte en la estacada, todo lo contrario. Sólo quiero lo mejor para ti. Y que comprendas que, cuando te dedicas a aquilatar para el Amado las facultades de tu alma, no puedes dedicarte al mismo tiempo a halagar la musculatura.

—Sigues diciendo tonterías, Rebecca —estaba encasquillado—. El deporte es siempre fenomenal. Nos hace enteros, tenaces, alegres y sensatos.

—¡Ahí lo tienes! —salté yo—. Tú mismo acabas de decirlo. Tanto ejercicio en San Juan de La jara me parece que te ha vuelto sensato. Y la mística es insensatez divina. La mística y la sensatez se llevan fatal.

Además, le costaría mucho convencerme de que el deporte le había dado entereza, tenacidad y alegría. Dany se había desfondado, se le había atravesado el carácter, y no parecía recuperable. Me daba pena, pero no quería que me arrastrara con él, y además seguro que no tenía derecho a consentirlo, porque no sólo no tenía la culpa de que el Amado me hubiese elegido finalmente a mí y no a Dany, sino que mi obligación era celebrar ese honor y defenderlo como una leona, y dejar que todo lo demás pasara a segundo plano. De modo que ya estaba prácticamente decidida a desembarazarme de Dany a menos que ocurriera un milagro, cuando ese milagro ocurrió.

Íbamos por una de las muchas carreteras comarcales por las que habíamos estado dando barzones durante tres días, desde que salimos de San José de los Cuidados. Una noche habíamos tenido que pasarla en el coche, pues no encontramos quien quisiera darnos alojamiento en un pueblo de no más de veinte casas, todas con las puertas cerradas a cal y canto cuando nosotros llegamos, apenas pasadas las ocho de la tarde. Las otras dos dormimos en fondas nada controladas por las autoridades de turismo, pero limpias y ventiladas hasta la exageración. En una de ellas tuvimos que compartir el cuarto, pero estábamos tan cansados que ni Dany cumplió con su promesa de permanecer en vela hasta el alba, dándose golpes de pecho, ni yo fui capaz de escarbar un poco en las honduras de mi corazón para mantener la predisposición al trance en cuanto el Señor quisiera concedérmelo, de modo que, nada más reclinarme un poco en la cama, con el humilde propósito de recuperar algo de fuerzas, me quedé frita. En la otra fonda pudimos disponer cada uno de nuestro propio cuarto, pero hubo muchísima bulla durante toda la noche —por la mañana, la dueña nos dijo que un sobrino suyo había celebrado en el bar de la casa su despedida de soltero—, y no hubo manera ni de conciliar un sueño normal y corriente. Durante el día hacíamos kilómetros y kilómetros y, para que la inspiración y las señales nos encontrasen espabilados, y para no tener un percance, hablábamos sin parar, siempre, por empeño mío, sobre materias espirituales, que yo no quería perder el estatus de lirio entre cardos en el que ya me sentía instalada. De repente, aquella mañana del cuarto día, poco más tarde de las diez, un todoterreno que yo no supe decir de dónde había salido, nos adelantó con gran júbilo de bocina, que a mí me sonó a concierto de trompetas del paraíso, y sus ocupantes, todos ellos varones y todos de buena envergadura, nos invitaron con airosos gestos a seguirles.

Me puse eufórica. Aceleré. Acerqué mi coche cuanto pude al todoterreno y pude distinguir con más claridad la apostura, la gallardía, el brío y el interés que por nosotros mostraban los viajeros de aquel vehículo que, sin duda, acudía en nuestro auxilio. Yo tenía razón: tarde o temprano, un enviado nos pondría en el buen camino. Y, encima, allí no había un enviado solo, sino por lo menos siete. Procuré no faltar a la misericordia regodeándome demasiado en mi acierto, pero mi entusiasmo era legítimo y no había nada de rastrero en que Dany lo notase.

—Hombre de poca fe —le dije—, aquí los tienes: son ángeles.

Dany abrió la boca de un modo bastante ordinario. Después, con ese tono que sacan a la menor ocasión quienes tienen una excesiva facilidad para mostrarse escandalizados, me preguntó:

—¿Qué dices que son?

—Ángeles.

De hecho, por las pintas, parecían más bien centuriones selectos del ejército celestial. Fornidos, vestidos de la cabeza a los pies con prendas de cuero —aunque algunos lucían sólo un chaleco que les dejaba los musculosos brazos al aire— y con el pelo muy corto, lograron maravillarme cuando comprendí que en la milicia seráfica también había un cuerpo de élite. Desde luego, no hacía falta que se esforzasen así para lograr llevarme con ellos hasta el fin del mundo.

—No te acerques tanto, por favor.

Dany parecía de veras muy alarmado, pero yo estaba ansiosa de rozar la naturaleza transparente de los ángeles y confirmar mi suposición de que su forma mortal era sólo un detalle que tenían con nosotros, todavía tan humanos.

—¿Pero no ves cómo nos hacen gestos alborozados para que nos lleguemos junto a ellos y recorramos codo con codo el camino que lleva a la próxima morada?

—Son peligrosos, Rebecca —dijo Dany.

—Son mensajeros del Amado.

—¿Pero es que no te das cuenta? —Dany empezaba a impacientarse—. Son adictos al
leather
.

—Son ángeles.

Según Dany, aquellos gestos angélicos que yo sabía serviciales y amistosos eran sólo de burla con no pocas dosis de procacidad. Qué ceguera. Sin duda, una mirada torpe e ignorada por la gracia del Amado podía ver en los ademanes y los movimientos de aquella patrulla de espíritus alados con apariencia terrenal cierta semejanza con los de mocetones en camiseta cuando se retuercen de forma compulsiva, al son de la música, en cualquier discoteca de ambiente, y hasta era posible creer que llevaban en el coche algún disco de Roy Tavare puesto a todo trapo, pero eso no era más que una prueba de la incapacidad del ojo de los hombres para distinguir la señal divina, a menos que se tengan las pupilas traspasadas por un rayo de sublime clarividencia. Yo las tenía.

Los ángeles, dentro del todoterreno, se agitaban con movimientos sincopados, pero llenos de armonía y cargados de contagiosa electricidad. De hecho, la sincronía entre todos ellos era casi perfecta, pese a un aparente individualismo que, a pupilas menos traspasadas que las mías, podía recordarles algún número de danza moderna con raíces centroafricanas. La carretera por la que circulábamos era de categoría ínfima, pero mi alma sentíase tan alada que en absoluto notaba yo patinazos o socavones. Dany, en cambio, no hacía más que quejarse como una pánfila en un columpio.

—Vamos a tener un disgusto —decía—. Déjate de hacer chiquilladas, Rebecca, y conduce como Dios manda.

No eran chiquilladas. Los ángeles saltaban de júbilo y, como es natural, hacían que el todoterreno saltase también. Yo me esmeraba en seguirles, contagiada de su contento y a sabiendas de que nada malo podía ocurrirme, porque a fin de cuentas, y por un atajo o por otro, el desenlace iba a ser el mismo: reclinarme dulcemente, con una postura recatada y sensual a la vez que ya me tenía yo estudiadísima, en el pecho del Amado. Los ángeles me guiaban y, de paso, guiaban a Dany, aunque Dany la verdad es que no estaba para nada en sintonía con aquel prodigio que estábamos viviendo.

—¿No ves que están jugando con nosotros, Rebecca? ¿No ves que son unos cafres?

—Dany, hijo, espabila. ¿No ves que son ángeles veloces?

—Ya verás como al final consiguen que nos estrellemos.

Yo no sé si las pupilas de Dany estuvieron traspasadas alguna vez, aunque mi disposición es a creer que sí, pero era muy lamentable descubrir lo muchísimo que había bajado de nivel su mirada interior y su propio vocabulario.

Los ángeles, a todo esto, se mostraban cada vez más entusiasmados. No sólo iban raudos a más no poder, sino que sus gestos cada vez eran más expresivos y apuntaban mejor a mis puntos sensibles. Comprendo que los movimientos de pelvis de los que iban en la parte de atrás del todoterreno pudieran antojárseles no ya vulgares, sino incluso ofensivos, a unas pupilas obtusas y desconfiadas, pero era tal la profundidad de mi mirada, y tan grande mi entrega a la llamada del Amado, que no se me ocurría que pudiese haber nada más acertado para arrebatarme: la pelvis de los ángeles no es ningún misterio, me dije, sólo que está reservada para almas selectas. Lo mismo que algunos de sus ademanes no eran lo que parecían —en muchos casos, espasmos típicos de las artes marciales— ni uno de los más vibrantes se dedicaba a hacer continuamente cortes de mangas, sino que la fogosidad angélica, cuando toma apariencia terrenal, produce equívocos que sólo cuando ya estás en una fase de misticismo avanzado eres capaz de desentrañar. De lo contrario, como le ocurría a Dany, te confundes.

El intermitente derecho del todoterreno empezó a parpadear con mucha energía, y comprendí que había llegado el momento de recibir el mensaje cara a cara. Había yo distinguido momentos antes, y a pesar del ajetreo, una señal de área de descanso, y estaba claro que a ella se dirigían los ángeles y me dirigían a mí. Los ángeles, en efecto, empezaron a hacer gestos muy aparatosos y seductores para que les siguiéramos. Al fondo, a la derecha, se veía ya una arboleda en la que sin duda se habían dispuesto algunas instalaciones rústicas, pero seguramente acogedoras, para que los viajeros hiciesen un alto en el camino y reposaran un poco, repusieran fuerzas y, en casos especiales como el mío, tuviesen encuentros trascendentales.

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