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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (28 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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—Y la que todavía anda por aquí —me dijo el celebérrimo
chef
Manuel Villegas— es la Moltó. Parece que está preparando un nuevo programa de debate y dicen que busca monja, buena comunicadora y con buena imagen, que aporte siempre un enfoque religioso, pero en plan relajante, de los temas que se discutan, cualesquiera que sean.

Entonces me dije: si la Moltó, con lo que ella es, ha venido hasta aquí para asegurarse un éxito, es que este sitio merece la pena.

No era, desde luego, el lugar más tranquilo del mundo. Pero tenía solera, daba un servicio competente y seguro en todos los aspectos, era versátil y nada elitista a la hora de repartir el producto de la espiritualidad y si, por incapacidad tuya, te ibas de vacío, por lo menos tenías la oportunidad de conocer a gente interesante. De cualquier modo, pensé, convenía advertirle a mi compañero ocasional de mesa que mi intención era mantenerme retirada el mayor tiempo posible y nada comunicativa con el resto de los hospedados, no fuese él a suponer que había encontrado una agradable y sensible compañía para andar a todas horas de palique.

Lo hice. Le dije que hervía de impaciencia por encontrarme por fin a solas y disponer mi alma para el amor inefable. Que notaba yo que el tiempo y el esfuerzo que hacen falta para alcanzar la cumbre donde se produce el encuentro con quien es la hermosura misma los había superado con creces, y que ya sólo faltaba darme a mí misma el sosiego y la confianza que, en mi opinión, me tenía más que merecidos. Que sería muy largo de contar, pero las vicisitudes tan extraordinarias y los vaivenes tan acusados por los que había pasado desde el comienzo de mi periplo sólo podían superarse con la ayuda de un divino empecinamiento del que, aun a riesgo de resultar pretenciosa, me sentía en deuda. Y que había aprendido una cosa: el escenario es importante, el apoyo de alguien que te anime cuando desfallezcas y te haga ver tus limitaciones cuando te embalas se agradece mucho, un poco de mimo en forma de música deliciosa que sólo tú escuchas o de fragancias incomparables que sólo tú hueles no amargan a nadie, sino todo lo contrario, y el aleteo de los ángeles conforme vas acercándote al desposorio espiritual tiene que ser una maravilla, pero ese desposorio es una cosa entre el Amado y tú, y a la hora de la verdad no cuentan para nada los decorados, los amigos, las músicas, las fragancias ni los ángeles, a la hora de la verdad sólo cuentan la amada y el Amado. Manuel Villegas dijo que estaba de acuerdo.

La animación de la cafetería era cada vez mayor. Ya eran más de las doce de la mañana y, aparte de que el ambiente de la hospedería se encontraba sin duda en su mejor momento, mi habitación ya estaría dispuesta. Pedí al señor Villegas permiso para retirarme y cogí el ticket de caja para pagar mi consumición a la salida, como indicaba el correspondiente letrero, pero el señor Villegas no lo consintió. Le di las gracias procurando no sonreír demasiado, con el fin de que comprendiese que para mí cualquier halago de este mundo ya era relativo, y me dirigí con serenidad, pero muy ilusionada, al mostrador de recepción, atendido con eficacia por personal contratado.

En efecto, ya podía ocupar mi habitación. Las instrucciones eran muy claras y la verdad es que no se prohibían demasiadas cosas. Por mí, podrían habérmelo prohibido casi todo. Estaba llegando a donde nunca supe si podría llegar. Me sentía en paz, descansada, ligera. Cogí mi equipaje, tan exiguo, y me dispuse a subir la escalera por la que se iba a mi cuarto, en el primer piso.

Y entonces, al pie de la escalera, como recién llegada de no sabía dónde, como pasada de moda, mirándome como si estuviera mirándose en un espejo, mirándome no sólo como si supiese quién era yo, sino también como si supiese quién había sido, con su pelo corto, con sus ojos nerviosos, con su cara de niño, vi a aquella niña vestida de primera comunión.

 

El tiempo pasa como un caballo de fuego y va quemando muchas cosas de tu vida, pero siempre vuelve lo que consiguió abrirte el corazón por la mitad. La primera mirada de mi padre cuando se dio cuenta de por dónde quería yo echar a correr y de dónde me iban a venir los sufrimientos; la primera vez que puse el pie en la calle, vestida como si fuera a hacerle los coros a la representante española en el Festival de Eurovisión, y no pensé en que por la mañana tendría que ponerme de nuevo ropa de muchacho y no sentí que estuviese disfrazada, y cuando me di cuenta de eso me emocioné tanto y me lié a llorar con tantas ganas y tan a gusto que la Débora y la Gina no sabían si correr a la farmacia de guardia por calmantes o encenderle una vela a la Virgen de la Caridad para agradecerle el buen rato que yo estaba pasando; aquel día en que apoyé la cabeza en la falda de mi madre y ella me acarició como si lo hiciera por todo lo que no me había acariciado durante los años que nos habíamos pasado sin vernos; el beso que me dio Juan, el primer hombre que me disfrutó y que disfruté después de la operación, cuando le dije que sí, que también yo había terminado, y que me había llevado a la gloria… Y aquella niña vestida de primera comunión, que estaba a mi lado conforme yo iba saliendo de la anestesia, nueve horas y media después de que me metiesen en el quirófano.

Yo estaba convencida de que la operación iba a salir bien. Ya sé que lo normal habría sido estar muertecita de miedo, como estuvieron casi todas las que conozco, porque ni la medicina lo tiene esto tan controlado ni la cabeza ni el corazón podían seguir igual que si te operasen de apendicitis. Pero yo me había empeñado en no asustarme, en no dejar que la angustia me estropease aquel día del que era justo que me acordase como de la fiesta más bonita o del homenaje más grande que me hubiesen hecho jamás, yo no quería que el miedo lo ensuciara. Ninguna novia se merece ir a casarse con el miedo metido en el cuerpo, ninguna novicia va asustada a hacer sus primeros votos, incluso estaba segura de que no hay misionera que se vaya al Congo o a sitios peores encogidita por el susto. Y para mí la operación era igual que convertir a un país entero al cristianismo, como si yo fuera tierra de misiones y yo misma me estuviera salvando; era como contraer votos perpetuos no sólo con mi alma femenina, sino con mi cuerpo de mujer; era igual que una noche de bodas en la que el bisturí iba a ser dulce y experto como el mejor de los novios. Así que la operación no tenía más remedio que salir bien y sería un pecado que me asustara.

Durante un tiempo, pensé hasta en organizarlo todo como si de verdad fuera una boda por todo lo alto. Estaba segura de que el cirujano, un hombre delicadísimo y de una formalidad casi arzobispal, lo entendería, a fin de cuentas la clínica era suya y ya encontraríamos la manera de que lo festivo no estuviese reñido con la seriedad y el prestigio del centro ni, por descontado, con el respeto a los demás. Mi idea, en los momentos de más entusiasmo, era mandar incluso invitaciones, encargar una especie de lista de bodas, en una buena tienda de regalos, elegir a un par de padrinos cuya misión fundamental consistiría en acompañarme de cháchara hasta la puerta misma del quirófano, contratar o bien un cuarteto de cuerda para que tocase música clásica mientras duraba la intervención, o bien algo más moderno, pero no estridente —algo del tipo Sergio y Estíbaliz, pongamos por caso—, con un repertorio flexible y adecuado para acompañar el acto quirúrgico propiamente dicho y amenizar después el convite y el baile, porque no podía faltar ninguna de las dos cosas, para lo cual lo más cómodo sería confiar en un catering de mucho nivel y dejar en manos de especialistas el montaje de las mesas, los aspectos florales y los demás detalles de decoración. Comprendo que todo eso, visto desde fuera, pueda parecer una patochada, pero, aparte de ser típico de mi temperamento buscarle a todo un marco bonito y la atmósfera más positiva posible, estoy dispuesta a admitir que a lo mejor pasé por una etapa de cierta preocupación y que un modo muy mío de espantarme los agobios siempre ha sido armar bulla y poner a todo el mundo contento. Además, teniendo en cuenta la fortuna que iba a costarme la operación, incluido el atentísimo y medidísimo tratamiento previo, lo menos que podía permitirme era un poquito de celebración.

Sin embargo, conforme se fue acercando la hora de la verdad fui comprendiendo que aquel trance era como un sacramento que tenía yo que vivir a solas. Algo me decía que en el quirófano iba a ocurrirme algo más importante que perder un aparejo que odiaba y ganar otro con el que llevaba soñando toda la vida, con ser ése un milagro que me dejaba traspuesta de felicidad cada vez que me ponía a pensar en él. Sabía muy bien que estaba a punto de cruzar una frontera que nunca podría ya volver a cruzar en la otra dirección, como en una película de arte y ensayo que vi una vez, en la que salía una muchacha que tenía una curiosidad grandísima por lo que pasaba dentro de una casa la mar de destartalada que había en las afueras de la ciudad donde ella vivía y en la que se celebraban cada dos por tres unas fiestas muy misteriosas, llenas de invitados estrambóticos a los que siempre se les veía llegar pero nunca se les veía salir, todos muy elegantes, pero con una elegancia de otro tiempo, y la muchacha se dio cuenta de que, aunque todos llegaban con mucho jolgorio y dispuestísimos a pasárselo en grande, todos en el último momento, cuando estaban a punto de entrar en la casa, se volvían a mirar atrás y a todos les cambiaba de pronto la cara, era como si de repente se sintieran completamente perdidos y entonces salían unos criados con uniformes impecables que les ayudaban a entrar, porque se habían quedado sin sentido de la orientación; la muchacha descubría la verdad cuando por fin entraba en el parque que rodeaba la casa, subía las escaleras del porche, se prometía una noche fabulosa al escuchar la música y las risas de la fiesta que se celebraba dentro, tocaba el timbre de la puerta y, en el mismo momento en que la puerta se abría, ella volvía la cabeza y descubría que todo al otro lado de la verja del parque iba desapareciendo, todo iba quedándose vacío para siempre. La verdad es que esa película la había visto hacía un montón de tiempo y, la primera vez que me acordé de ella —ya iba por el tercer mes de tratamiento de hormonas, con mucho control de mi médico y con mis sesiones de comprobación mental y emocional con una psicóloga— me impresionó, pero decidí no darle demasiada importancia, sólo que con el tiempo aquella película llegó a obsesionarme y se lo conté a la psicóloga y ella me dijo que tendríamos que analizarlo, que, si aquello era señal de falta de verdadero convencimiento por mi parte de lo que iba a hacer, aún estaba a tiempo de replanteármelo todo. Yo le dije enseguida que ni loca. Sabía perfectamente en lo que me había metido, sabía que no era una cabezonada ni —mucho menos— una ventolera, sabía que era como desembarcar por fin en otro continente y que ningún barco podría ya recogerme nunca para llevarme de vuelta, sabía que lo que le pasaba a la muchacha de la película era exactamente lo que iba a pasarme a mí, y no estaba asustada. Así que nada de arrepentimientos y de tirarlo a aquellas alturas todo por la borda. Lo único que ocurría era que cada vez se me antojaba más improcedente organizar un festejo multitudinario para celebrar la operación, y ni siquiera una merienda con los más íntimos, y que con la única persona con la que tenía que enfrentarme cuando estuviera a punto de entrar en la anestesia y cuando saliera de ella era conmigo misma.

Y el caso es que a todo el mundo le pareció una locura mayor que la otra. Cuando me puse a contar mi idea de organizar una fiesta en la misma clínica, aunque yo tuviera que asistir en una de esas uvis ambulantes que ahora tienen los servicios municipales de salud, a todos les pareció de entrada que había perdido la cabeza, pero a la mayoría le faltó tiempo para apuntarse a la juerga y aportar sugerencias, todas muy descabelladas y algunas bastante siniestras, como la de Eleonora Goretti —ya hace falta valor para ponerse un apellido como ése, con el ajetreo de bajura que se traía la elementa—, que me propuso proyectar en pantallas gigantes el vídeo de la operación durante todo el festejo. Era de cajón que a todos les pareciese aquello un delirio y lo que hacían era jugar a ver a quién se le ocurría un disparate mayor, pero cuando se me ocurrió decirles que lo que de veras pensaba era ingresar sola en la clínica cuando llegara el momento, que ni siquiera pensaba avisar de la fecha exacta de la operación, y que incluso daría orden de que no se admitiesen visitas durante todo el tiempo que durase la convalecencia, todo el mundo se echó las manos a la cabeza y decidió que eso no se podía consentir, que en un momento como ése la compañía de los amigos es fundamental, más fundamental incluso que la de la familia, porque con una familia normal y corriente no se puede hablar con confianza de ciertas cosas, y todo el mundo decía que, durante la convalecencia, iba a necesitar hablar mucho, contarle a alguien mis cosas más íntimas, abrirle a alguien de par en par mi cabeza y mi corazón. Pero yo estaba segura de que se equivocaban. Yo estaba segura de que, durante mucho tiempo, durante todo el tiempo que hiciera falta hasta que me sintiese completamente restablecida, querría guardarme todas las sorpresas, todas las preguntas, todas las esperanzas, todos los reparos y todos los sentimientos sólo para mí.

Así se lo dije también a mi médico y a mi psicóloga. Mi médico —una eminencia que había hecho la especialidad en Dinamarca y que te dejaba claro desde el principio hasta dónde la ciencia podía llegar y lo que no se conseguía de ninguna manera— no puso mayores inconvenientes, él se hacía responsable de que las cosas salieran bien desde el punto de vista quirúrgico y de que tuviese en todo momento a mi disposición los últimos adelantos de la medicina, y por dentro me consideraba preparada de sobra para dar aquel paso, porque de lo contrario no se habría ocupado de mí. Eso sí, me recomendaba discutirlo con la psicóloga y no convencerme demasiado de que todo iba a ocurrir tal y como yo me imaginaba, porque él ya tenía experiencia suficiente para saber que cada persona lo vive de un modo distinto y que al final todas confiesan que se lo habían figurado de otra manera. La psicóloga —una chica joven, moderna, lista para arreglarse hasta quedar siempre resultona sin valer nada, con un sentido del humor algo caprichoso, que yo nunca sabía hasta dónde estaba dispuesta a que bromeásemos con mis comprobaciones mentales y emocionales, pero que siempre se daba cuenta de cuándo yo hablaba realmente en serio— me confesó que le parecía raro aquel empeño mío por vivirlo todo a solas, pero que no tenía ningún derecho a extrañarse, porque ella no estaba allí para obligarme a que me comportara de una forma o de otra, sino para ayudarme en caso de detectar alguna disfunción mental o emocional. Y reconocía que las disfunciones que me había detectado eran de poca monta. Me consideraba mental y emocionalmente estable, y capaz, por supuesto, de vivir aquella experiencia como me pareciese oportuno. ¿Sin compañía ninguna? Le intrigaba la idea, desde luego, y le encantaría —se retiró un mechón de pelo de la cara con un gesto que quería decir que no había barreras entre ella y yo—, realmente le encantaría que hablásemos del porqué.

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