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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (29 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Se lo dije. Le dije cómo me imaginaba yo la operación, como una noche de bodas en la que el bisturí me hacía completamente mujer con mucho cuidado y mucha ternura, tomándose todo el tiempo que hiciera falta, llegando hasta el final con mucha paciencia y mucho miramiento, para no lastimarme. Pero que yo sabía, porque mi médico me lo había explicado perfectamente, que hay sitios adonde el bisturí no llega: la voz, por ejemplo, que siempre estará ahí, grave y encasquillada, perteneciendo a otro, como el peñón de Gibraltar pertenece a Inglaterra. La voz es como el alcázar que no se rinde, la voz es como el último apache escurridizo que trae en jaque a todo el ejército de la Confederación. Pero eso, le dije, ya lo sé, para eso estoy preparada, eso lo he visto en otras que ya han pasado por donde yo ahora voy a pasar, eso no me intriga, lo que de verdad me intriga, y lo que quiero descubrir a solas, no es eso. La psicóloga, procurando dejar claro que su curiosidad era sincera pero nada dramática, me preguntó a qué me refería. Yo le dije: «A la memoria».

No lo pudo evitar: noté que no se esperaba una cosa así. Incluso noté que le daba un poco de grima cuando le dije que no estaba segura de si el bisturí llegaba hasta ahí. Después de la operación, ¿cómo iba a ser mi memoria? ¿Cómo, de quién iban a ser los recuerdos, todos aquellos recuerdos que había ido guardando hasta entonces? ¿Iban a desaparecer, seguirían ahí, pegados en mi cerebro durante el resto de mi vida, como recuerdos de otro? Una vez le oí decir a una artista famosa que había salido radiante de la operación que ella prefería ya no acordarse de nada, que se sentía como si de repente tuviese de nuevo uso de razón y todo lo anterior se le había quedado como en una nebulosa, que empezaba de nuevo a descubrir el mundo, que quería aprenderlo todo como una niña cuando llega a la pubertad, que todo lo que sabía de los demás, y todo lo que sabía de sí misma, iba a procurar olvidarlo porque no quería que los recuerdos —algunos recuerdos— le estropeasen todo lo bueno que le quedaba por vivir. Pero eso no es posible, le dije a la psicóloga. Nadie se corta la memoria como se corta la melena.

Pero que no se alarmase. Yo no estaba asustada por eso. No había empezado a titubear. Seguía estando segura de lo que quería hacer y la mar de contenta. Sólo tenía muchísima curiosidad y estaba impaciente por saber lo que iba a ocurrir y quería descubrirlo sola, porque me daba cuenta de que aquello era lo más hondo a lo que podía llegar, y sabía que hasta allí no podía acompañarme nadie. Sabía que cuando saliera de la anestesia y tuviese el primer recuerdo, sería como si me bautizaran.

Así lo hice. No avisé a nadie de la fecha de la operación. Durante las semanas anteriores, hubo quien me preguntó, pero siempre dije que lo habíamos aplazado unos días por compromisos del cirujano. Ingresé en la clínica tres días antes de la fecha que había elegido el médico para intervenirme, me hicieron las últimas pruebas y en ningún momento me puse nerviosa o me sentí acorralada. Había llegado el momento, sencillamente. La psicóloga vino la víspera, por si quería charlar un rato, pero nos pasamos la tarde cotorreando sobre los príncipes de Mónaco, no sé por qué. Cuando ella se fue, me recogí en la habitación y estuve mucho rato pensando en cómo era yo en aquel momento: estaba sana, tenía buen tipo y una cara con personalidad, no le debía dinero a nadie, me convenía no enamorarme de nuevo, seguramente me enamoraría de alguien cuando menos me lo imaginara, y tenía que procurar dormir mis ocho horas de siempre, porque a las nueve vendrían las enfermeras para empezar a prepararme. Y así, tranquila y en ayunas, entré en el quirófano, y nueve horas y media después, ya en mi habitación, cuando empecé a despertarme, allí estaba ella, allí estaba yo, junto a mi cama, sonriéndome, mirándome con mis ojos sorprendidos e inquietos, allí estaba aquella niña vestida de primera comunión, pero con cara de niño, y supe que mi memoria seguiría conmigo para siempre.

 

Muy educada —o muy maternal, porque es una cosa que siempre me ha pasado con los chiquillos, que no me gusta perderlos ni un momento de vista no vaya a ocurrirles algún percance en un descuido mío—, dejé que la niña entrara antes que yo en la habitación.

—Es mona —dijo la niña—. Y esa calzadora es clavada a la que le compró mamá a los primos Sañudo, cuando la otra abuela de ellos se murió, que dijeron que lo vendían todo porque sólo querían dinerito, y después mamá la tapizó con una cretona muy alegre. ¿Te acuerdas?

Me acordaba estupendamente. Mi primo Paco Sañudo era la criatura más bonita que he visto en mi vida, tenía carita de Niño Jesús, con unos rizos rubios que se le formaban por lo natural, sin que la tía Regla tuviera que hacerle nada, que él tampoco se habría dejado, porque todo lo de precioso de cara que tenía lo tenía también de cafre y de puñetero, y le gustaba mucho mortificarme y yo, claro, desde que éramos renacuajos estaba enamoradísima de él. Vivía unas cuantas calles más abajo de nosotros, en una casa todavía más chica y más apretujada que la nuestra, pero yo, desde que me levantaba, no veía la hora de irme a jugar a donde tía Regla, nada más llegar empezaba a provocar a Paquito y a él le faltaba tiempo para cogerla conmigo y hacerme perrerías y a burlarse de mí diciéndome y diciéndole a todo el mundo: «¡El hijo de Vinagre no tiene picha!». A mí me gustaba pelearme con él, sacarlo de sus casillas hasta que se echaba encima de mí y se ponía a retorcerme los brazos y a estrujarme contra el suelo, y me apretaba el cuello con su cuello hasta que me dejaba sin respiración, que era una llave que él había inventado —porque desde pequeñito presumía de que iba a ser campeón de lucha libre—, y su cara estaba tan apretada contra la mía que a mí no me importaba asfixiarme. Una vez hasta me desmayé. Me desmayé sólo un momento, pero yo seguí haciéndome el desmayado y todavía recuerdo cómo intentaba él hacerme el boca a boca, cómo me chupaba los labios y trataba de soplar al mismo tiempo, lo bien que sabía su saliva, lo asustado que estaba él y lo a gusto que me sentía yo, hasta que pensé que ya se había ganado quedarse tranquilo y abrí los ojos como una artista de cine y a él le entró una risa nerviosa y se puso a darme abrazos y a restregarse conmigo loco le alegría, y me llevó la mano a su bragueta y me dijo mira cómo me he puesto del susto. Teníamos once o doce años, éramos de la misma edad y habíamos hecho juntos la primera comunión, y siempre me acordaré de aquel lía, los dos vestidos de marineritos, yo con el pelo oscuro y repeinado y moreno de piel como mi madre, él sonrosado y con aquellos rizos que parecían de oro, que ahora me doy cuenta de que hacíamos una pareja fatal y, además, engañosa, cualquiera que nos viese pensaría que él era un querubín muy delicado y muy sensible, a lo mejor hasta un poco sarasete, y yo un futuro sargento de la Legión, quiero decir por la pinta, y si nos estábamos quietecitos, que después bastaba con que nos moviésemos un poco para que estuviese claro que él iba para figura de las artes marciales y yo para primera vedette del
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deseosa de sentar cabeza junto a un marido y unos hijos, y si hubieran podido mirarnos por dentro, si hubieran podido ver lo que estábamos pensando, ya sí que tendrían el cuadro completo: yo me moría de ganas de acercarme a comulgar, al lado de mi primo Paco Sañudo, vestido como una novia en miniatura, con un traje de seda salvaje con muchos pliegues y jaretitas y un velo muy lindo y larguísimo y sujeto en un peinado de peluquería por una diadema de rosas blancas naturales, lo que para una criatura de ocho años era de premio, el mismo traje y el mismo velo que llevaba la niña con cara de niño que ahora estaba en mi habitación de la hospedería del monasterio de La Altura, el mismo traje con el que me veía yo cada vez que mi primo, a partir de aquel día en que nos peleamos y yo me desmayé, me enseñaba cómo se había puesto no ya por el susto, pero sí por el calor o por el vino o por culpa de una niñata con muchas ganas de lumbre y muy descuidada de mecha o por el tiempo que hacía que no mojaba, y así durante muchos años, hasta que terminó la mili y anduvo dando bandazos por ahí, que cuando volvimos a vernos yo iba ya a todas partes con mis hechuras y mi vestuario de mocita vistosa y con gusto, aunque aún no me había operado, y él había entrado en la policía municipal y un día me llevó a un chalé en construcción que había por La Rijerta y se dejó hacer de todo y cuando, ya completamente fuera de sus costuras, echó mano al archipiélago del Peloponeso, como llamaba una amiga mía a sus intimidades, le entró la risa temblona y el capricho de trajinar y dijo, medio desparramado, vaya gloria de equipamiento, prenda, y mira que dije veces que el hijo de Vinagre no tenía picha, ¿te acuerdas? Claro que me acuerdo.

—¿Qué te pasa? —preguntó la niña, que sin duda se había dado cuenta perfectamente del sofoco en el que yo estaba entrando.

—Un vahído, supongo. O el Amado, que escribe derecho con renglones torcidos.

—¿Por qué no abrimos un poco la ventana?

—Porque el silbo del pastor —le dije, y yo me entendía— no necesita que la ventana esté abierta para enajenarme.

Había en la habitación un silencio que no tenía más remedio que ser milagroso, porque no era posible que la hospedería entera se hubiese vaciado de repente o que todos los huéspedes, niños incluidos, hubieran entrado de pronto y a la vez en el más profundo recogimiento, y eso era lo que parecía. La niña había ido a colocarse en un rincón, como en una de esas fotos artísticas en las que se ve lo desatendida que está la infancia, y desde allí me miraba con más calma que resignación o curiosidad. La niña tenía los mismos ojos que tuvo siempre, los ojos oscuros e incómodos que yo sé que se me ponían a mí cuando alguien me miraba con desconfianza o cuando, antes de que yo me operase, un hombre dudaba de repente de si quería enredarse y disfrutar, por lo fuerte o por lo ligero, con lo que estaba adivinando.

—¿Te acuerdas del agobio que le entraba siempre al pobre Fermín, el que hacía de chofer y guardaespaldas del señor Gaztelu, el empresario del Continental, hasta que se metía en faena y ya no había forma de que soltara el Peloponeso? —me preguntó la niña.

—Era una copia de Sean Connery, pero de Cuenca. Luego siempre se apuraba un montón y decía que había perdido la cabeza por completo.

—¿Y te acuerdas de aquel alférez de aviación, de buenísima familia, que iba a buscarte de noche al Baby Face y te metía de estraperlo en el dormitorio que ocupaba en un lateral del edificio del Cuartel General del Ejército del Aire, lo que ya era el colmo del atrevimiento, y allí se ponía tu ropa y te pedía que te pusieras su uniforme y conseguía que tú te sintieras una mujer única y degenerada, muy caliente y retorcida, sobre todo cuando los dos perdíais por entero los papeles y él, en lo más fuerte del frenesí, con el Peloponeso dentro, te pedía «llámame Rebeca»?

—Una locura. Fue una época de mucho desorden, la verdad. Pero si soy sincera, nadie, nunca, me ha besado como él.

—Y ya sé que no te gusta que te lo mienten, porque hay que ver lo que te hizo sufrir, pero de Jaime no podrás olvidarte nunca aunque te raspen la cabeza por dentro, que ese hombre jamás tuvo la menor vacilación al demostrarte que tú eras su hembra, para lo bueno y para lo malo, que fueron cuatro años de alegrías y penalidades, y tuviste la debilidad de hacerte ilusiones y llegaste a pensar que iba a ser el hombre de tu vida —aquella niña hablaba como uno de esos muñecos de los ventrílocuos, como si estuviera quitándome de la boca los dichos y la voz—, llegaste a pensar que merecía la pena haber pasado tanto si el premio era haberle encontrado a él.

—No me lo mientes, por favor, no me lo mientes.

—Pero tú sabes que no hace falta que te lo miente para que te acuerdes de cómo sabía quitarte el sentido, que luego han llegado muchos otros, antes y después de la operación, pero ninguno ha sido capaz de borrarte el recuerdo que tienes de él. Santos, el que trabajaba de tramoyista en un teatro de mucho empaque de Madrid, que era tan cariñoso y tan detallista y siempre se empeñaba en apagar la luz, y además se le saltaban las lágrimas cuando te decía que nunca había sentido con nadie lo que sentía contigo, pero tú no podías decirle lo mismo a él, porque se achicaba si lo comparabas con Jaime. O Paulo, un brasileño que se hacía unas chapas cotizadísimas en una agencia de chicos pero decía que el corazón lo guardaba para ti, y la verdad es que tú no te lo querías creer pero te lo creías, sobre todo cuando dejaba el corazón a un lado y ponía en funcionamiento todo lo demás, aunque no lo hubieras dudado ni un segundo si tuvieras que elegir entre Jaime y él. O, ya operada, aquel representante de grifería, casado, jugador de fútbol profesional en su juventud, aunque lo máximo que consiguió fue militar en un equipo de segunda división, quejoso de que su mujer no se arreglaba nada, que por lo visto a la señora no le gustaba pintarse ni ir a la peluquería ni una ropita un poquito especial ni una alhajita para que se le viera un poder, y así el pobre te decía Rebecca, tú sí que vas siempre como una reina, contigo sí que da gusto salir, y le encantaba llevarte de compras y darte consejos sobre lo que te sentaba bien y lo que te sentaba de maravilla, y es verdad que nunca llegó a regalarte la gargantilla que una tarde visteis en el escaparate de una joyería, pero te la enseñó muchísimo, que no había tarde que no salierais y no te llevara a ver lo finísima que era, pero al hombre se le notaba la buena voluntad, y no como a Jaime, al que sólo se le notaba el talento que Dios le dio para poner a hervir a una mujer y la verdad es que cuando el de la grifería, que se llamaba Anselmo, se metía en faena no había color. Sólo Juan, el que te estrenó como mujer por dentro y por fuera, el que cada vez que iba a verte conseguía convertirte en las cuatro estaciones completas de Vivaldi, el que, a fuerza de ser un hombre corriente, tuvo la habilidad de hacer que te sintieras una mujer como cualquier otra, aguantó durante un tiempo la comparación con Jaime; lástima, hija, que a ti el gusto de ser una mujer como otra cualquiera te durase tan poco. Y allí seguía Jaime, ocupando en un santiamén el lugar que los demás iban dejando vacante, no literalmente, claro, sino con esa manera de resucitar a alguien que se llama echarlo de menos, pero tampoco hacía falta esperar a que las historias terminaran, que en medio de cualquier refriega que parecía preciosa con Santos, con Paulo, con Anselmo, con Juan, Jaime estaba allí: los ojos impertinentes y un poco tristes de Jaime, aquella boca de ternerillo agonioso que tenía Jaime, las manos siempre templadas y siempre tranquilas y con tanto tino de Jaime, aquella manera de adelantar y apretar los muslos cuando se te acercaba, que siempre era el arma que usaba para desarmarte Jaime…

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