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Authors: Alan Dean Foster

Tags: #Ciencia ficción

El ojo de la mente (9 page)

BOOK: El ojo de la mente
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Halla observaba preocupada cuando un movimiento calle arriba desvió su atención de la pelea. Un grupo de figuras ágiles vestidas con armadura blanca y negra se acercaba al trote rápido hacia la taberna. Dejó de mirar a los imperiales que se acercaban para observar una vez más la contienda, que había llegado a un punto muerto.

Un hombre se abalanzó sobre Luke desde atrás. Éste esquivó la punta eléctrica que el hombre esgrimía y, simultáneamente, giró hacia abajo. Una mano se soltó, cortada y cuidadosamente cauterizada a la altura del puño, para detenerse en el barro y jadear allí lentamente. Enmudecido, el hombre cayó de espaldas y observó su muñón carbonizado.

Ahora los imperiales estaban cerca. Halla abandonó su escondite, indicó a Artoo y Threepio que la siguieran, se internó en el acceso entre los edificios y desapareció en la oscuridad de la noche. Después de detenerse un segundo y ver que nada ganarían si se dejaban atrapar, los dos androides la siguieron.

Los agresores que quedaban siguieron acechando a Luke, aunque con más cautela. Después de despachar a su único oponente con una juiciosa presión en el lugar adecuado, la princesa pensaba ocuparse de otro cuando algo brillante como el sol y ruidoso estalló en medio de ellos y los atontó. Todos giraron, parpadearon a causa del persistente resplandor y vieron que varios rifles de energía les apuntaban.

—Levantad las armas —ordenó bruscamente el sargento que estaba a cargo del grupo. Bajo la pálida luz se divisaban tres marcas angulares en la manga de la armadura. Unas marcas semejantes cruzaban su casco—.

En nombre del emperador, quedáis detenidos por luchar con armas en la vía pública.

En cuanto los mineros guardaron o envainaron sus diversas armas, Luke desconectó el sable. Dos soldados se acercaron y recogieron el pequeño arsenal. La princesa reparó en que su única víctima recuperaba la conciencia y le asestó una soberana patada.

—¡Eh, usted, deténgase! —ordenó el sargento.

—Lo siento —respondió dulcemente Leia.

Los hicieron marchar por la ciudad custodiados por un pelotón armado. Luke aprovechó la oportunidad para observar las estructuras circundantes. Muy pocas eran distintas de las que ya había encontrado. Llegó a la conclusión de que en una ciudad como ésa, la intercambiabilidad era una necesidad económica.

Los habitantes que se toparon con ellos se apretaron contra las paredes de los edificios, susurraron entre sí y de vez en cuando señalaron a los desdichados sinvergüenzas. Evidentemente, los espectadores tenían idea de lo que les esperaba.

Luke deseaba tenerla.

—¿A dónde cree que nos llevan? —preguntó en un murmullo a la princesa.

—A la cárcel local. ¿A qué otro sitio podrían llevarnos?

Luke señaló hacia adelante:

—Si es aquel edificio, estoy impresionado.

Se aproximaban a un sólido y formidable zigurat de arquitectura mimbanita antigua. De piedra gris y negra, era exactamente igual que las ruinas que Luke había visto mientras buscaba la nave de la princesa.

A pesar de su forma aproximada de huso, el edificio se remontaba por encima de las estructuras más recientes y sencillas de la ciudad minera.

—No se trata de una cárcel común —comentó suavemente mientras atravesaban el ancho arco de piedra que cubría la entrada. Preguntó descaradamente al soldado que estaba a su lado—: ¿Qué es este lugar?

El soldado provisto de casco se volvió hacia él y le dijo:

—Los presos y los que violan las leyes tienen que dar respuestas en lugar de hacer preguntas.

Sorprendentemente, mientras bajaban por un pasillo de piedra bordeado de tuberías modernas y componentes electrónicos, el soldado ofreció de manera voluntaria cierta información:

—Este edificio es uno de los viejos templos erigidos por los nativos de este mundo.

La sorpresa de Luke era auténtica.

—¿Se refiere a esos lamentables desgraciados que mendigan un trago?

El hombre rió inesperadamente.

—Vaya, está usted de buen humor. Lo necesitará. ¿Si los verdefayes construyeron estol Usted debe pasar todo el tiempo en las minas. Pero yo no —el soldado se mostró orgulloso—. Siempre intento superarme a mí mismo. Como usted sabe —comenzó a explicar—, además de los verdefayes, este mundo alberga varias razas semiinteligentes. Algunas están más degeneradas que las otras. La raza que construyó estos lugares —señaló con el fusil el tejado de piedra que se arqueaba en lo alto—ha desaparecido hace mucho tiempo. Al menos, en lo que respecta a lo que la investigación imperial pudo determinar.

Giraron en otra curva y Luke se maravilló del tamaño de la estructura.

—Este edificio ha sido adaptado para albergar los despachos de las minas y el cuartel general imperial en Mimban —agitó la cabeza de un lado a otro—. Los mineros saben muy poco de lo que no se refiere a su trabajo.

—Es verdad —reconoció Luke y no sintió remordimientos al maldecir a todos los mineros. No habían sido demasiado hospitalarios con él desde su llegada—. Nosotros somos de otra ciudad —agregó como medida de seguridad.

La breve camaradería del soldado desapareció y respondió con frialdad:

—Puede ser cierto o no. Los perturbadores contumaces mienten mucho. El hecho de que el Imperio tolere aquí una cantidad limitada de desorden como válvula de seguridad para ustedes no es motivo suficiente para abusar del privilegio. Ponen las cosas difíciles a sus compañeros —señaló hacia adelante, al soldado que cargaba la bolsa de armas confiscadas—. Cuando se incluyen artefactos de matar, se convierte en algo más que en un asunto de indisciplina laboral. Presentarán denuncias. Es una pena. Espero que reciba lo que se merece.

—Gracias —respondió secamente Luke.

Uno de los mineros gruñó.

—No ha sido culpa nuestra. El espada y la mujer nos provocaron.

—Callen —ordenó el sargento—. Ya tendrá oportunidad de dar su versión de los hechos al capitán—supervisor Grammel.

Esas palabras lograron que Luke y Leía se agitaran violentamente. Grammel era el hombre contra el cual Halla les había advertido.

—Quizá se muestre generoso —prosiguió filosóficamente el sargento—. Aquí es difícil encontrar buenos trabajadores. Tal vez les deje la mayoría de los dedos.

—Me gustaría haberle hecho más preguntas a Halla sobre Grammel —murmuró Luke.

—Sí, Halla —la princesa parecía desalentada—. No se deslomó tratando de salvarnos, ¿verdad?

—¿Qué podía hacer contra los imperiales? —replicó Luke.

—Supongo que tienes razón. Pero pensé que intentaría algo —Leia se encogió de hombros—. Supongo que no puedo culparla por haberse salvado a sí misma.

—Además, Threepio y Artoo lograron escapar —agregó Luke suavemente.

—Eh, si ahí atrás sigue la chachara, yo mismo me ocuparé de arrancar algunos dedos —amenazó el sargento.

—¿Le gustaría permanecer enterrado bajo un metro de barro durante una hora? —inquirió la princesa.

—No —reconoció serenamente el sargento—. ¿Le gustaría que su linda lengua fuera quemada con un barrenedor de poca potencia?

Leia se serenó. Ya tenían bastantes problemas. Nada ganaría provocándolos aún más. Fijó su mirada en el centro de la espalda del sargento e intentó enloquecerlo. El sargento no mostró la más mínima señal de estar afectado. Probablemente sólo había hueso puro bajo el casco, se dijo Leia.

Giraron en la última curva y entraron en una gran cámara. Después del espartano interior y exterior de piedra gris, los sibaríticos muebles que allí había resultaban sorprendentes. Utilizaban pródigamente pieles auténticas y artificiales. Allí estaban muchos de los bienes materiales que Luke habría asociado con un mundo mucho más desarrollado que Mimban. Sin embargo, no se lucían, lo que demostraba que el habitante de la cámara los consideraba como su equipo natural.

Al otro lado de la cámara, se veía a un hombre sentado tras un escritorio funcional y poco impresionante.

—Tráigalos, sargento.

Su voz aburrida sonaba quebrada y cascada. Luke pensó que el hombre había sufrido algún trastorno en las cuerdas vocales.

Ante un gesto del sargento, los siete detenidos —incluido uno que cojeaba y tenía la pierna burdamente vendada—fueron trasladados por el cuarto y se detuvieron frente al escritorio.

Luke pensó que lo más impresionante de Grammel era la reacción que los mineros experimentaron en su presencia. Nada quedaba de su jactancia y fanfarronería. Permanecían con la vista fija en el suelo, en las paredes, en sus compañeros… miraban cualquier cosa menos al hombre sentado tras el escritorio. Agitaban inquietos los pies.

Sin que se notara, Luke intentó observar al personaje que provocaba un servilismo tan temeroso en hombres tan aguerridos como los cinco mineros. Grammel apoyó la cabeza en las manos y los codos sobre el escritorio mientras los escrutaba.

Grammel no añadía ninguna nota de color a cuanto le rodeaba. Su rostro era pálido como una cáscara de huevo y la imagen del oficial imperial quedó aún más deslucida cuando se irguió y mostró una modesta barriga que se curvaba suavemente debajo de su esternón como una congelada catarata de cebo que rompía y caía por debajo de la cintura en una maraña de uniforme.

Sin embargo, el uniforme de color gris y plata estaba inmaculado e impecable, como si intentara camuflar la barriga que contenía. Por encima del cuello alto y apretado asomaba la garganta hasta una mandíbula cuadrada y bordeada por un bigote caído. La línea de vello facial armonizaba con la expresión agria que el capitán—supervisor mostraba… habitualmente, supuso Luke. Unos ojos ínfimos y penetrantes atisbaban desde debajo de las cejas parecidas a un lomo de granito, destacadas por un desordenado cabello negro y gris.

Luke llegó a la conclusión de que ese rostro reía en muy contadas ocasiones y, cuando lo hacía, era por motivos erróneos.

Grammel comenzó a estudiar uno por uno a los miembros del grupo inquieto. Luke reparó en los mineros e intentó concentrarse únicamente en una mancha del suelo cubierto de piel.

—Así que éstos son los perturbadores que quiebran la paz para luchar con armas asesinas —observó con desaprobación. Una vez más, esa voz hirió los oídos de Luke como una máquina oxidada a la que no lubrican hace mucho tiempo. Llena de chirridos y quejidos agudos, se adecuaba perfectamente a Grammel.

El sargento avanzó a paso vivo e informó: —Sí, capitán—supervisor. Pido permiso para llevar a los dos heridos a la enfermería.

—Concedido —respondió Grammel. Aunque no sonrió, su ceño permanente se aflojó lo suficiente para que sus labios se enderezaran un poco—. Durante un tiempo, se encontrarán mejor que los que permanezcan aquí.

El minero que había perdido la mano y el que cojeaba fueron retirados de la estancia bajo guardia.

Grammel siguió examinando a los que quedaban. Cuando llegó a Luke y a la princesa, contorsionó la boca como si alguien lo hubiese pinchado con un alfiler.

—A ustedes dos no les reconozco. ¿Quiénes son? —Rodeó el escritorio y se detuvo al lado de Luke—.

¡Usted, muchacho! ¿Quién es?

—Sólo un minero contratado, capitán—supervisor —tartamudeó Luke e intentó mostrarse convenientemente aterrorizado. No le resultó difícil. Tampoco le molestaba una ligera humillación verbal si su vida pendía de un hilo.

Grammel se acercó a la princesa para observarla. Sonrió cautelosamente, como si el esfuerzo le produjera dolor.

—¿Y usted, querida mía? Supongo que también es minera.

—No — Leia no lo miró. Gesticuló brevemente hacia Luke—. Soy su… criada.

—Es verdad —agregó Luke rápidamente—. Es tan sólo mi…

—Puedo oír, muchacho —murmuró Grammel. La miró y le pasó un dedo por la mejilla—. Bonita mujer… —Ella se apartó—. Y además, belicosa —miró a Luke—. Muchacho, le felicito por su buen gusto.

—Gracias, señor.

Leia lo miró enfadada pero, ¿qué otro comentario podía hacer?

—Probablemente sus modales concuerdan con su incompetencia —le dijo la princesa.

Grammel se limitó a asentir satisfecho.

—Modales, incompetencia —repitió—. Palabras extrañas en boca de una criada —llamó al sargento, que permanecía muy cerca en posición de firmes—: ¿Qué identificación tenían estos dos?

—¿Identificación, capitán—supervisor? Supusimos que la normal, señor.

—Sargento, ¿no han registrado las identificaciones? —preguntó Grammel lentamente.

El sargento, que sólo logró dar la impresión de un hombre que transpira bajo la armadura, explicó poco convencido:

—No, señor. Lo supusimos.—Nunca suponga, sargento. El universo está lleno de personas muertas que vivieron mediante supuestos —giró amablemente hacia Luke y Leia—. Por favor, ¿me muestran sus tarjetas de identidad?

Luke fingió buscar entre la ropa e intentó mostrarse desconcertado cuando la inexistente tarjeta no se materializó. La princesa hizo esfuerzos por imitarlo.

—Seguramente la perdimos durante la refriega —declaró y trató de cambiar rápidamente de tema—. Esos cinco… ahora tres… nos atacaron sin que los provocáramos y…

—¡Es una mentira! —protestó enérgicamente uno de los mineros. Buscó compasión en Grammel pero no la encontró.

—Usted —le dijo Grammel con toda serenidad—, cállese.

El hombre obedeció con presteza.

Un soldado entró en la cámara y preguntó con tono zalamero:

—¿Capitán—supervisor?

La interrupción pareció irritar a Grammel.

—Sí, ¿qué desea?

El soldado se acercó al escritorio y susurró unas palabras al oído de Grammel. Éste se mostró sorprendido.

—Sí, lo veré —dijo en voz alta y caminó hacia la puerta.

Entró una figura pequeña y encapotada y comenzó a hablar con Grammel. De vez en cuando, Luke logró distinguir alguna palabra. Se agachó y susurró a la princesa:

—Leia, esto no me gusta nada.

Ella respondió, tensa:

—Luke, tienes un modo maravilloso y evocador de reducir las situaciones más fatales e incómodas a lo meramente mundano.

Luke parecía ofendido. El capitán—supervisor concluyó su diálogo con la diminuta figura, que hizo una rápida reverencia y abandonó la estancia. Ociosamente, Luke se preguntó si lo que había bajo el capote era humano o, quizá, uno de los nativos. El retorno de la voz de Grammel interrumpió sus especulaciones.

—Vosotros, los mineros, iniciasteis la refriega —declaró con un tono severo y excluyó marcadamente a Luke y a Leia de dicha categoría.

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