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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (7 page)

BOOK: Nivel 5
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Carson siguió sus instrucciones, percibió el chasquido de la válvula al conectarse y oyó el tranquilizador siseo de la corriente de aire. En el interior del traje experimentó una extraña sensación de alejamiento del mundo. Sus movimientos parecían lentos, torpes. Debido a los múltiples pares de guantes que llevaba, apenas si pudo palpar la manguera de aire y guiarla hacia la conexión.

—Tenga en cuenta que este lugar es como un submarino —dijo la voz de Brandon-Smith—. Pequeño, estrecho y peligroso. Todo tiene su lugar.

—Comprendo —dijo Carson.

—¿De veras?

—Sí.

—Bien, porque un descuido en el Tanque de la Fiebre significa la muerte. Y no sólo para usted. ¿Lo ha comprendido?

—Sí —repitió Carson al tiempo que pensaba: Bruja mal nacida.

Continuaron el descenso por el estrecho pasillo. Mientras seguía a Brandon-Smith y trataba de aclimatarse al traje presurizado, Carson creyó percibir un extraño sonido de fondo, como un débil tamborileo, casi más una sensación que un sonido. Decidió que aquello tenía que ser el generador del Tanque de la Fiebre.

El gran volumen de Brandon-Smith se introdujo lateralmente por una estrecha escotilla. En el laboratorio situado más allá, unas figuras enfundadas en trajes trabajaban delante de grandes mesas cubiertas de plexiglás, con las manos introducidas a través de huecos de goma practicados en los tabiques. Estaban limpiando discos de Petri. La luz era casi dolorosamente brillante, lo que intensificaba el relieve de todo lo que había en el laboratorio. Junto a cada mesa de trabajo había pequeños receptáculos para desperdicios, con etiquetas de biopeligrosidad y dispositivos de incineración a alta temperatura. Más videocámaras, montadas en el techo, oscilaban lentamente, controlando a los científicos.

—Atención todo el mundo —dijo la voz de Brandon-Smith—. Éste es Guy Carson, el sustituto de Burt.

Los visores se volvieron para mirarlo, y un coro de saludos sonó en el casco de Carson.

—Esto es el departamento de producción —dijo la mujer.

No fue una información que invitara a hacer preguntas, y Carson no las hizo.

Brandon-Smith lo condujo a través de un laberinto de laboratorios, estrechos pasillos y esclusas de aire, todo ello bañado por la misma luz brillante. Tiene razón, este lugar es como un submarino, pensó Carson sin dejar de mirarlo todo. El espacio que había disponible en el suelo aparecía repleto de equipos fabulosamente caros: microscopios de transmisión y electrónicos, autoclaves, incubadoras, espectómetros de masa, e incluso un pequeño ciclotrón. Todo el equipo había sido rediseñado para permitir a los científicos manipularlo a través de los abultados trajes azules. Los techos eran bajos, recorridos por profundas tuberías y pintados como todo lo demás en el Tanque de la Fiebre. A cada diez metros, Brandon-Smith se detenía para conectarse con una nueva manguera de aire, y luego esperaba a que Carson hiciera lo mismo. El avance era desesperadamente lento.

—Dios mío —exclamó Carson—. Estas medidas de seguridad son increíbles. ¿Qué guardáis aquí?

—Todo lo que se pueda imaginar —fue la respuesta—. Peste bubónica, plaga neumónica, virus de Marburg, hantavirus, dengue, ébola, ántrax, por no mencionar varios agentes biológicos soviéticos. Todos están conservados en hielo, claro.

Los espacios tan estrechos, lo abultado del traje, el aire cargado, todo tenía un efecto desorientador sobre Carson. Se encontró tragando oxígeno a bocanadas, y tuvo que reprimir el impulso de abrirse el traje y respirar el aire del recinto.

Se detuvieron finalmente ante un vestíbulo central desde el que se ramificaban estrechos pasillos, como los radios de una rueda.

—¿Qué es eso? — preguntó Carson, que señaló un enorme colector por encima de sus cabezas.

—La toma de aire —contestó Brandon-Smith, que conectó una nueva manguera a su traje—. Estamos en el centro del Tanque de la Fiebre. Toda la instalación dispone de controles negativos de flujo de aire. La presión del aire disminuye a medida que nos adentramos. Todo confluye en este punto, y desde aquí asciende hacia el incinerador y luego es recirculado. — Señaló uno de los pasillos—. Su laboratorio está por ahí. Lo verá pronto. Ahora no tengo tiempo para enseñárselo todo.

—¿Y qué hay por ahí? — preguntó Carson, señalando una estrecha escotilla situada a sus pies; una reluciente escalera metálica invitaba a bajar por ella.

—Hay tres niveles más por debajo de nosotros. Laboratorios de apoyo, subestación de seguridad, congeladores Crylox, generadores y el centro de control.

Avanzó unos pasos por uno de los pasillos y se detuvo delante de otra puerta.

—¿Carson? — preguntó.

—Sí.

—Ésta es la última parada. El zoo. Procure no acercarse a las jaulas. No deje que le cojan. Si le desgarraran el traje, jamás vería la luz del día. Le dejaríamos encerrado aquí para que muriera.

—¿El zoo…? — repitió Carson.

Pero Brandon-Smith ya abría la puerta. De repente, el tamborileo se hizo más fuerte, y Carson se dio cuenta de que no se trataba de un generador. Gritos y chillidos apagados se filtraron hasta él a través del traje presurizado. Al doblar una esquina, vio que una pared del interior de la sala estaba cubierta de jaulas, desde el suelo hasta el techo. Ojos negros como abalorios miraban por entre un laberinto de alambres. Los recién llegados hicieron que el nivel del ruido aumentara espectacularmente. Ahora, muchos de los prisioneros enjaulados golpeaban el suelo de sus jaulas con pies y manos.

—¿Chimpancés? — preguntó Carson.

—Buena deducción.

Una pequeña figura con traje azul se hallaba al final de la hilera de jaulas y se volvió hacia ellos.

—Carson, éste es Bob Fillson. Se encarga de los animales.

Fillson le dirigió un breve gesto. Carson distinguió una amplia frente, una nariz bulbosa y gruesos labios por detrás de la placa. El resto quedaba en la sombra. El hombre se dio la vuelta y continuó con su trabajo.

—¿Por qué tantos? — preguntó Carson.

Ella se detuvo y lo miró.

—Es el único animal con el mismo sistema inmunológico que el ser humano. Eso es algo que debería saber, Carson.

—Desde luego, pero ¿por qué exactamente…?

Pero Brandon-Smith miraba intensamente hacia una de las jaulas.

—Oh, por el amor de Dios —exclamó.

Carson se acercó, aunque mantuvo una prudente distancia con respecto a los innumerables dedos que pasaban por entre el laberinto de alambre. Un chimpancé estaba tumbado de costado, tembloroso, ajeno a la conmoción que le rodeaba. Parecía suceder algo con sus rasgos faciales. Carson se dio cuenta de que las órbitas de la criatura estaban anormalmente dilatadas. Al mirar más de cerca, comprobó que realmente estaban abultadas y que los vasos sanguíneos se habían roto y producido hemorragias en la esclerótica. De repente, el animal se sacudió, abrió sus peludas mandíbulas y aulló.

—Bob —dijo Brandon-Smith por el intercomunicador—, otro de los chimpancés está a punto de dejarnos.

Con notable lentitud, Fillson se acercó arrastrando los pies. Era un hombre muy pequeño, de poco más de un metro cincuenta, y se movía con una lentitud que a Carson le hizo pensar en un submarinista. Se volvió hacia Carson y le dijo con voz ronca:

—Tendrá que marcharse. Y usted también, Rosalind. No puedo abrir la jaula mientras haya personas en la sala.

Carson observó horrorizado cómo uno de los globos oculares del mono estallaba de repente en su órbita, seguido por un borbotón de sangre. El chimpancé se sacudió, en silencio, dando dentelladas y moviendo los brazos.

—¿Qué demonios es esto? — preguntó Carson, desconcertado.

—Adiós —dijo Bob al tiempo que se volvía hacia el armario situado detrás de él.

—Adiós, Bob —dijo Brandon-Smith.

Carson observó que cambiaba de tono de voz para dirigirse al cuidador de los animales.

Lo último que vio Carson antes de que la puerta se cerrara herméticamente fue el chimpancé, rígido de dolor, que jadeaba desesperadamente con su destrozada cara, mientras Fillson rociaba el interior de la jaula con un aerosol.

Brandon-Smith, sin decir nada, avanzó voluminosamente por otro pasillo.

—¿Va a decirme qué le ha pasado al chimpancé? — preguntó Carson finalmente.

—Creía que era obvio —espetó ella—. Edema cerebral.

—¿Causado por qué?

La mujer se volvió a mirarlo, sorprendida.

—¿Realmente no lo sabe, Carson?

—No, no lo sé. Y a partir de ahora llámeme Guy. O doctor Carson, si lo prefiere. No me gusta que me llamen sólo por mi apellido.

Se produjo un silencio.

—Está bien, Guy —replicó ella—. Todos esos chimpancés tienen la gripe X. El que acaba de ver se encontraba en la fase terciaria de la enfermedad. El virus estimula una masiva superproducción de fluido cerebroespinal. Con el tiempo, la presión acaba por herniar el cerebro, que sale a través del
foramen magnum
. En ese momento mueren los más afortunados. Unos pocos, sin embargo, resisten hasta que les estallan los globos oculares.

—¿Gripe X? — preguntó Carson. Las gotas de sudor empezaban a resbalarle por la frente y en las axilas.

Esta vez Brandon-Smith se detuvo en seco. Hubo un zumbido de estática antes de que él escuchara su voz.

—Singer, ¿puede explicarme cómo es que este sujeto no sabe nada de la gripe X?

—Todavía no le he informado sobre el proyecto —oyó decir a Singer—. Eso vendrá a continuación.

—El señor retrasado, como siempre —dijo ella, y se volvió hacia Carson—. Está bien, Guy, la visita ha terminado.

Poco después, dejó a Carson ante la esclusa de aire de salida. Pasó a través de la cámara de acceso por otra ducha química, y esperó los siete minutos de rigor para que la solución de alta presión bañara su traje. Poco después se encontraba en la sala de preparación. Se sintió vagamente molesto al ver a Singer, frío y relajado, dedicado a hacer el crucigrama de un periódico.

—¿Qué, ha disfrutado con la visita? — preguntó Singer levantando la mirada del periódico.

—No —contestó Carson; respiró profundamente e hizo intentos por sacudirse la sensación opresiva experimentada en el Tanque de la Fiebre—. Esa Brandon-Smith podría ganar el premio limón.

Singer se echó a reír y sacudió su calva cabeza.

—Ya. Pero es la científica más brillante con que contamos en estos momentos. Si logramos sacar este proyecto adelante, todos nos haremos ricos, incluido usted. Vale la pena tenerlo en cuenta cuando trate con Rosalind Brandon-Smith, ¿no le parece? En el fondo, por debajo de todo ese tejido adiposo, no es más que una mujer asustada e insegura.

Ayudó a Carson a quitarse el traje y le enseñó cómo guardarlo correctamente en el interior del armario.

—Creo que ha llegado el momento de saber algo sobre ese misterioso proyecto —dijo Carson al cerrar el armario.

—Muy bien. ¿Qué le parece si vamos a mi despacho y tomamos una bebida fría?

Carson asintió con un gesto.

—Sabe, había un chimpancé ahí dentro con sus…

—Sé perfectamente lo que ha visto —le interrumpió Singer.

—¿Y qué demonios ha causado eso?

—La gripe —contestó Singer tras un breve silencio.

—¡La gripe! — exclamó Carson. Singer asintió con un gesto—. Que yo sepa no existe ninguna gripe capaz de hacerle saltar a uno los globos oculares.

—Bueno, se trata de una clase de gripe muy especial.

Tomó a Carson por el codo y lo condujo por los pasillos exteriores del laboratorio de máxima seguridad, de regreso hacia la agradable luz solar del desierto.

Exactamente a las tres menos dos minutos, Charles Levine abrió la puerta trasera de su despacho exterior para dejar salir a una mujer joven, vestida con vaqueros y un jersey.

—Gracias, señorita Fields —dijo sonriente—. Le informaremos si surge alguna vacante para el próximo trimestre.

Cuando la estudiante se marchó, Levine comprobó su reloj.

—Eso es todo, ¿verdad, Ray? — preguntó a su secretario.

Con un esfuerzo, Ray apartó la mirada del trasero de la señorita Fields y abrió el dietario que tenía sobre la mesa. Se mesó el inmaculado corte de pelo a lo Buddy Holly y luego se rascó el musculoso pecho, por debajo de la camiseta roja sin mangas.

—Sí, es todo, doctor Levine —asintió.

—¿No hay ningún mensaje? ¿Ningún enviado del sheriff con una citación? ¿Ninguna oferta de matrimonio?

Ray sonrió con una mueca.

—Borucki llamó dos veces. Al parecer, esa empresa farmacéutica de Little Rock no quedó nada impresionada con el artículo del mes pasado. Preparan una demanda por difamación.

—¿De cuánto?

—Un millón —contestó Ray con un encogimiento de hombros.

—Dígales a nuestros queridos abogados que tomen las medidas habituales. — Levine se volvió—. Y nada de interrupciones, Ray.

—De acuerdo.

Levine cerró la puerta.

A medida que aumentó su fama como portavoz de la Fundación para la
Política Genética
, a Levine le resultó cada vez más difícil mantener una existencia rutinaria como profesor de teoría genética. La naturaleza de la fundación la convertía en una especie de catalizador de cierta clase de estudiantes: los solitarios y los idealistas que necesitaban encontrar una causa ardiente. También le convirtió, a él y su despacho, en el objetivo de la cólera de las grandes empresas.

Cuando su antiguo secretario se despidió, después de haber recibido una serie de llamadas telefónicas amenazadoras, tomó dos medidas de precaución: instalar una nueva cerradura de seguridad en la puerta de su despacho y contratar a Ray. La capacidad de Ray para el trabajo administrativo dejaba mucho que desear. Pero como antiguo submarinista de la Marina, licenciado a causa de un problema cardíaco, era lo mejor que podía encontrar para asegurarse de que las cosas se mantuvieran tranquilas. Ray parecía dedicar la mayor parte de su tiempo libre a perseguir mujeres, pero en el despacho se mostraba serenamente indiferente, y a Levine le parecía muy apropiado aunque sólo fuera por eso.

El pesado cerrojo se deslizó con resolución. Levine comprobó el pomo de la puerta y luego, satisfecho, se movió con rapidez por entre los montones de artículos, publicaciones científicas y ejemplares atrasados de
Política Genética
, de regreso a su despacho. La actitud afable y tranquila mantenida durante su período de horas de consulta se disipó con rapidez. Despejó el centro de la mesa con un movimiento de la mano y encendió el teclado del ordenador. Luego sacó del maletín un objeto negro, del tamaño de un paquete de cigarrillos. Un delgado cable gris se balanceaba de un extremo. Se inclinó en su silla y desconectó el teléfono, enchufó la línea telefónica a un extremo de la cajita negra e insertó el cable gris en el panel posterior de su ordenador portátil.

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