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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (3 page)

BOOK: Nivel 5
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Scopes sonrió, como si se sintiera complacido ante el sonido de su propio nombre, y a Carson le pareció que tenía el aspecto de un adolescente, a pesar de sus treinta y nueve años. Observó la imagen de Scopes con un creciente sentido de irrealidad. ¿Por qué deseaba hablar con él aquel genio juvenil, el hombre que había construido una empresa de cuatro mil millones de dólares a partir de casi nada? Maldita sea, he debido de meter la pata mucho más de lo que me temía.

Scopes bajó la mirada un momento y Carson oyó el sonido de unas teclas.

—He estado estudiando su historial, Guy —le dijo—. Muy impresionante. Comprendo por qué le hemos contratado. — Más sonido de teclas—. Aunque no comprendo por qué trabaja como… veamos, sí, como tercer técnico de laboratorio. — Scopes volvió a levantar la mirada—. Guy, me disculpará si voy directo al grano. En esta empresa hay un puesto importante, actualmente vacante. Creo que usted es la persona idónea para ocuparlo.

—¿De qué se trata? — se apresuró a preguntar, arrepentido de su propia excitación.

Scopes volvió a sonreír.

—Desearía poder darle información concreta, pero se trata de un proyecto muy confidencial. Estoy seguro de que lo comprenderá si se lo describo en términos generales.

—Sí, señor.

—¿Le parezco un «señor», Guy?, No hace mucho tiempo era el chico aburrido con el que todos se metían en el patio de la escuela. Lo que puedo decirle es que esta tarea se halla relacionada con el producto más importante que la GeneDyne haya producido jamás. Un producto de valor incalculable para la raza humana. — Scopes observó la expresión de Carson y sonrió—. Es algo realmente grande poder ayudar a la gente y hacerte rico al mismo tiempo. — Acercó el rostro a la cámara—. Lo que le estamos ofreciendo es un trabajo de seis meses en las instalaciones de experimentación de la GeneDyne en Remote Desert. Es el laboratorio de Monte Dragón. Trabajará usted con un pequeño equipo, entregado por completo a su tarea, formado por los mejores microbiólogos de la empresa.

Carson sintió una oleada de entusiasmo. Sólo el hecho de escuchar el nombre de Monte Dragón era como un talismán mágico en toda la empresa; aquello era una especie de Shangri-la científico.

Alguien que no apareció en la pantalla dejó una caja con una pizza junto al codo de Scopes, que la miró, la abrió y luego la cerró.

—¡Ah, anchoas! ¿Sabe lo que dijo Churchill sobre las anchoas? Dijo que eran «un manjar exquisito saboreado por los lores ingleses y las putas italianas».

Se produjo un breve silencio.

—¿Así que tendré que irme a Nuevo México? — preguntó Carson.

—En efecto. Es el estado de donde procede usted, ¿no es así?

—Me crié en Bootheel, en un lugar llamado Cottonwood Tanks.

—Sabía que tendría un nombre pintoresco. Probablemente, Monte Dragón no le parecerá tan duro como a otros de la empresa. El aislamiento y el ambiente desértico quizá lo hagan un lugar difícil para trabajar. Pero es posible que usted lo disfrute. Allí hay cuadras de caballos. Supongo que es un jinete bastante bueno, puesto que ha crecido en un rancho.

—Sé un poco de caballos —contestó Carson.

Scopes había hecho un buen trabajo de investigación.

—Aunque no dispondrá de mucho tiempo para montar a caballo, claro. Le van a acosar; no quiero mentirle. Pero será recompensado por ello. Un año de salario por la estancia de seis meses, además de una prima de cincuenta mil dólares una vez terminada la misión con éxito. Y, naturalmente, contará con mi gratitud personal.

Carson hizo esfuerzos por asimilar lo que estaba escuchando. La prima, por sí sola, ya equivalía a su salario actual.

—Probablemente está usted enterado de que mis métodos de dirección son un poco heterodoxos —prosiguió Scopes—. Seré franco con usted, Guy. La moneda también tiene otra cara. Si no logra completar su parte del proyecto en el tiempo necesario, será despedido. — Sonrió ampliamente, mostrando unos grandes dientes delanteros—. Pero confío plenamente en usted. No le colocaría en esta situación si no creyera que puede hacerlo.

—¿Por qué me ha elegido a mí entre tantos talentos como tiene la empresa? — preguntó Carson.

—Ni siquiera eso le puedo decir ahora. Pero le prometo que todo se aclarará cuando sea informado en Monte Dragón.

—¿Cuándo empezaré?

—Hoy. La empresa necesita este producto, Guy y, sencillamente, no tenemos tiempo. Puede tomar nuestro avión antes de almorzar. Haré que alguien se ocupe de su apartamento, de su coche y de todos esos molestos detalles. ¿Tiene compañera?

—No.

—Eso facilita las cosas.

Scopes se alisó el mechón de cabello y trató de arreglárselo sin éxito. — ¿Qué pasará con mi supervisor, Fred Peck? Supongo que…

—No disponemos de tiempo para eso. Tome simplemente su ordenador portátil y márchese. El chofer le llevará a su casa para que recoja sus cosas y telefonee a quien quiera. Le enviaré una nota explicándole las cosas a ese… ¿cómo ha dicho? ¿Peck?

—Brent, quiero que sepa…

Scopes le interrumpió levantando una mano.

—Por favor. Las expresiones de agradecimiento me hacen sentir incómodo. «La esperanza tiene buena memoria y la gratitud, mala». Reflexione seriamente sobre mi propuesta durante diez minutos, Guy. Y no vaya a ninguna parte mientras tanto.

La pantalla se apagó cuando Scopes abría de nuevo la caja de la pizza.

Al encenderse las luces, la sensación de irrealidad que experimentaba Carson se vio sustituida por una oleada de entusiasmo. No tenía la menor idea de por qué Scopes lo había elegido a él entre los cinco mil doctores de la GeneDyne. Precisamente a él, que sólo se ocupaba de efectuar repetitivas valoraciones químicas y controles de calidad. Pero eso no le importó. Pensó en Peck enterándose por otro de que Scopes le había destinado personalmente a las instalaciones de Monte Dragón. Imaginó la cara que pondría, los estremecimientos de consternación de su papada.

Se produjo un leve ruido sordo cuando las persianas de las ventanas se levantaron dejando al descubierto la dura vista que se extendía más allá, bajo la lluvia. En la grisácea distancia, Carson distinguió las líneas de alta tensión, los penachos de humo y los efluvios químicos que formaban la parte central de Nueva Jersey. En alguna parte, allá lejos, hacia el oeste, estaba el desierto, con su eterno cielo despejado, sus distantes montañas azuladas y el olor de los árboles, donde se podía cabalgar durante todo el día y la noche sin encontrar a ningún ser humano. En alguna parte de aquel desierto estaba Monte Dragón, y allí estaba también su propia oportunidad secreta para hacer algo importante.

Diez minutos más tarde, cuando las persianas se cerraron y la pantalla de vídeo se encendió de nuevo, Carson ya tenía preparada su respuesta.

Carson salió al porche inclinado, dejó caer sus maletas junto a la puerta y se sentó en una mecedora curtida por la intemperie. La mecedora crujió al recibir su peso. Se reclinó, extendió las largas piernas y miró hacia la vastedad del desierto Jornada del Muerto.

El sol se levantaba delante de él, como un horno en ebullición de hidrógeno que explotara sobre el débil perfil azulado de las montañas de San Andrés. Sintió la presión de la radiación solar sobre sus mejillas, mientras la luz de la mañana invadía el porche. Todavía hacía fresco, quizá dieciséis grados, pero Carson sabía que la temperatura superaría los treinta y ocho grados en menos de una hora. El profundo cielo violeta se tornaba gradualmente azul; pronto adquiriría un tono blanquecino por el calor.

Miró el camino de tierra que se extendía ante la casa. Engle era un típico pueblo del desierto de Nuevo México, no ya moribundo sino definitivamente muerto. Había unos cuantos edificios de adobe y tejados de hojalata; una escuela abandonada y una oficina de correos, además de una hilera de álamos, a los que el viento había despojado de sus hojas. El único tráfico que pasaba por delante de la casa eran los remolinos de polvo. Engle era un lugar atípico en un sentido: todo el pueblo había sido comprado por la GeneDyne, y se utilizaba exclusivamente como lugar de escala para llegar a Monte Dragón.

Carson volvió la cabeza hacia el horizonte. Hacia el noreste, después de ciento treinta kilómetros de camino que sólo un indígena se atrevería a llamar carretera, que cruzaba la polvorienta arena y las rocas horneadas por el sol, se encontraba el complejo llamado oficialmente Instalaciones de Experimentación de la GeneDyne en Remote Desert, pero que todos conocían por la antigua montaña volcánica que se levantaba sobre ellas: Monte Dragón. Era el laboratorio más moderno con que contaba la GeneDyne para experimentos de ingeniería genética y para la manipulación de una peligrosa vida microbiana.

Aspiró profundamente. Era el olor lo que más había echado en falta, la fragancia del polvo y de los arbustos de la prosopis, el intenso y límpido perfume de la aridez. Nueva Jersey ya le parecía irreal, como si se encontrara en un pasado muy distante. Se sintió como si acabaran de soltarlo de la cárcel, de una cárcel gris, abarrotada de gente y empapada de agua. Aunque los bancos se habían apoderado hasta del último trozo de las tierras de su padre, éste seguía siendo su país. Sin embargo, fue un extraño regreso a casa, no para ocuparse del ganado sino para trabajar en un proyecto del que todavía no sabía nada, pero que sin duda se encontraba en las fronteras de la ciencia.

Una mancha apareció en los brumosos límites donde el horizonte se encontraba con el cielo. Al cabo de un minuto, la mancha se había transformado en una distante nubécula de polvo. Carson observó la mancha durante varios minutos más, antes de levantarse. Luego, entró en la destartalada casa, terminó el resto del café, ya frío, y lavó la taza.

Mientras miraba alrededor, en busca de alguna cosa que le faltara por recoger, escuchó acercarse un vehículo. Salió al porche y vio el perfil blanco y cuadrado de un Hummer, la versión civil del vehículo militar Humvee. Una nube de polvo pasó sobre él cuando el vehículo se detuvo. Las ventanillas ahumadas permanecieron cerradas mientras se apagaba el potente motor diesel.

Una figura descendió; era un hombre rollizo, de cabello moreno y escaso, vestido con una camiseta y unos pantalones cortos. Su rostro apacible estaba profundamente bronceado por el sol, pero las achaparradas piernas aparecían blancas y destacaban contra las botas, estrafalariamente grandes. El hombre se adelantó presuroso y alegre, y le tendió una mano rolliza.

—¿Es usted mi chofer? — preguntó Carson, sorprendido por la blandura del apretón de manos, al tiempo que se echaba al hombro la bolsa de lona impermeable.

—Bueno, en cierta forma sí, Guy —replicó el hombre—. Me llamo Singer. —¡El doctor Singer!— exclamó Carson—. No esperaba que viniera a recogerme el director en persona.

—Llámame John, por favor —dijo Singer con una sonrisa. Tomó la bolsa de manos de Carson y abrió el portamaletas del Hummer—. Aquí, en Monte Dragón, todos nos llamamos por el nombre de pila, a excepción de Nye, claro. ¿Ha dormido bien?

—La mejor noche de sueño que he pasado en dieciocho meses —contestó Carson con una sonrisa.

—Siento que no pudiéramos venir a buscarle antes —dijo Singer, y dejó la bolsa en el portamaletas—, pero va contra las reglas salir de las instalaciones después del anochecer. Y no se permite el aterrizaje de ningún avión dentro del perímetro, excepto en casos de emergencia. — Miró una caja de instrumento que estaba en el suelo, junto a los pies de Carson—. ¿Es eso un cinco cuerdas?

—Lo es —contestó Carson, que lo cogió y bajó los escalones.

—¿Cuál es su estilo? ¿Tocar con tres dedos, con escoda? ¿Melódico, quizá? — Carson se detuvo cuando ya se disponía a dejar el banjo y miró a Singer que, por toda respuesta, se echó a reír—. Creo que esto va a ser más divertido de lo que creía. Vamos, suba.

Un aire refrigerado recibió a Carson cuando se instaló en el interior del Hummer, sorprendido por lo mullido de los asientos. Singer se acomodó al volante.

—Me siento como si fuera en un tanque —dijo Carson.

—Es lo mejor que hemos encontrado para el terreno desértico. Se necesita prácticamente un muro para detener su marcha. ¿Ve ese indicador? Es un calibrador de ruedas. El vehículo dispone de un sistema central para inflar las ruedas, propulsado por un compresor. Sólo se necesita apretar un botón para que las ruedas se inflen o desinflen, según el terreno. Y todos los Hummers de Monte Dragón están equipados con llantas especiales que les permiten recorrer más de cincuenta kilómetros incluso después de haber pinchado.

Se alejaron del caserío y cruzaron una verja para ganado. Carson observó que desde la verja se extendía interminablemente, en ambas direcciones, una valla de alambre espinoso, con letreros instalados a intervalos de cuarenta metros en los que se leía: ADVERTENCIA: INSTALACIÓN MILITAR DEL GOBIERNO DE ESTADOS UNIDOS. ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA. WSMR-WEA.

—Entramos en la White Sands Missile Range —dijo Singer—. Alquilamos el terreno de Monte Dragón al Departamento de Defensa. Un acuerdo de los tiempos en que hacíamos contratos con los militares.

Singer dirigió el vehículo hacia el horizonte y aceleró sobre el camino rocoso, levantando tras las ruedas traseras una gran nube de polvo.

—Me siento honrado de que haya venido a buscarme personalmente —dijo Carson.

—Tonterías. Me gusta salir de las instalaciones siempre que puedo. Recuerde que sólo soy el director. Son los demás quienes realizan el trabajo importante. — Volvió la cabeza hacia Carson—. Además, me alegra tener oportunidad de hablar con usted. Probablemente, soy una de las cinco únicas personas del mundo que han leído y comprendido su disertación. «Envolturas de diseño: transformaciones de la estructura proteínica terciaria y cuaternaria de una vaina viral.» Realmente brillante.

—Gracias —dijo Carson.

No era un pequeño halago, viniendo del antiguo profesor de biología del Instituto Morton, perteneciente al CalTech.

—Claro que sólo la leí ayer —añadió Singer con un guiño—. Scopes me la envió, junto con el resto de su expediente.

Se reclinó en el asiento, con la mano derecha apoyada en el volante. El viaje se hizo cada vez más desapacible a medida que el Hummer aceleró hasta más de noventa kilómetros por hora y torció para atravesar un tramo de arena. Carson sintió que su pie derecho apretaba un imaginario pedal de freno. Aquel hombre conducía como su padre.

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