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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (2 page)

BOOK: Nivel 5
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Fossey emitió un gruñido. Eso lo explicaba todo, claro. Sabía lo que hasta la variedad jardín del polvo de ángel era capaz de hacerle a una persona por lo demás normal. En dosis altas estimulaba el comportamiento lunático y agresivo. Era algo que había visto de primera mano. Eso también explicaba los ojos inyectados en sangre.

Se produjo un silencio. Fossey observó que las pupilas estaban normales, sin dilatación. Tenían buen color. Algún residuo de taquicardia, pero sabía que si él se encontrara atado a una camilla, en una habitación acolchada, su corazón también latiría más deprisa de lo normal. No había la menor señal de psicosis, manía ni nada similar.

—No recuerdo muchos detalles más —dijo Burt, y por su rostro cruzó una expresión de profundo agotamiento—. No llevaba encima ninguna documentación, claro. Sólo el carné de conducir. Amiko, mi esposa, está en Venecia con su hermana. No tengo otra familia. Me tuvieron fuertemente medicado. Imagino que mi comportamiento no fue muy racional.

Fossey no se sorprendió. Un hombre desconocido, magullado por un accidente, sumamente excitado y quizá violento, que sin duda no dejaba de repetir que era un importante biólogo molecular… ¿En qué sección de urgencias abrumada de trabajo le habrían creído? Les resultó más fácil disponer su traslado a una institución para psicóticos. Fossey apretó los labios y movió la cabeza. ¡Idiotas!

—Gracias a Dios le he encontrado a usted, Lloyd —dijo Burt—. Ha sido una verdadera pesadilla. No se lo puede imaginar. Y, a propósito, ¿dónde estoy?

—En Featherwood Park, doctor Burt.

—Me lo imaginaba. Estoy seguro de que usted podrá arreglar todo esto. Puede llamar ahora mismo a GeneDyne si quiere. No me he presentado y no me cabe duda de que estarán preocupados por mí.

—Lo haremos, doctor Burt, se lo prometo —asintió Fossey.

—Gracias, Lloyd —dijo Burt con una ligera mueca, que esta vez Fossey advirtió perfectamente.

—¿Le ocurre algo? — preguntó.

—Mis hombros —contestó Burt—. Pero no es nada importante. Sólo están un poco inflamados por encontrarse sujetos a esta camilla.

Fossey vaciló un instante. Los efectos del PCP se habían desvanecido, así como los del Haldol. Y, aún más importante, los ojos grises de Burt seguían mirándole apaciblemente. No había nada de aquellas sacudidas internas que se observaban en una cordura fingida.

—Le desataré las correas del pecho para que pueda sentarse.

Burt sonrió con alivio.

—Gracias. Como comprenderá, no quería pedírselo. Sé muy bien cómo funciona el protocolo.

—Siento no haberlo podido hacer inmediatamente, doctor Burt —dijo Fossey, inclinándose sobre la correa del pecho y tirando la cincha.

Aclararía aquel asunto con unas pocas llamadas telefónicas. Luego le diría un par de cosas al médico de urgencias del General de Albuquerque. La correa estaba apretada y por un momento pensó en llamar a Will para que le ayudara, pero decidió no hacerlo. Will siempre cumplía las reglas a rajatabla.

—Esto está mucho mejor —dijo Burt, que se sentó animadamente y se abrazó a sí mismo, desentumeciendo los músculos—. No puede imaginar cómo es permanecer horas inmovilizado. Tuve que hacerlo en otra ocasión, cuando estuve así durante diez horas después de una angioplastia, hace un par de años. Es un verdadero infierno.

Movió las piernas, dentro de sus sujeciones.

—Tendremos que hacerle algunas pruebas antes de darle de baja —dijo Fossey—. Le pediré al psiquiatra de ingresos que baje enseguida. A menos que antes desee descansar un poco.

—No, gracias —dijo Burt, y levantó una mano para frotarse la nuca—. Estoy bien. En alguna ocasión, cuando estemos todos de regreso en el Este, tendrá que venir a cenar a casa y conocer a Amiko.

Movió las manos y se frotó las mejillas.

De pie ante la camilla, mientras escribía una anotación en el gráfico, Fossey oyó una intensa y pequeña inspiración, como el raspado de una cerilla. Se volvió hacia Burt que en ese momento se quitó de un tirón la gasa que le cubría la sien.

—Seguramente se produjo un corte en la cabeza en el accidente —dijo Fossey y cerró la carpeta—. Le pondremos un vendaje nuevo.

—Pobre alfa —murmuró Burt, y miró intensamente el ensangrentado vendaje.

—¿Cómo ha dicho?

Fossey se adelantó para examinar la herida.

Franklin Burt se lanzó hacia arriba con un movimiento repentino y le golpeó con la cabeza la barbilla. Los dientes de Fossey mordieron violentamente la lengua y él se tambaleó hacia atrás, con la boca llena de sangre.

—¡Pobre alfa! — gritó Burt arrancándose las sujeciones de los tobillos—. ¡Pobre alfa!

Fossey cayó al suelo y retrocedió a gatas, al tiempo que gritaba desesperado llamando a Will. Éste entró precipitadamente cuando Burt se lanzaba de nuevo, cayendo él mismo y la camilla estrepitosamente al suelo. Se debatió salvajemente dando dentelladas y tratando de liberarse de las sujeciones que le impedían abandonar la camilla tumbada.

Todo sucedía con mucha rapidez, y Fossey empezaba a perder el sentido. Vio a Will y al enfermero forcejear con Burt y tratar de enderezar la camilla, mientras Burt se mordía sus propios puños, con la cabeza adelantada, como un perro que persiguiera a un conejo. Un repentino chorro de sangre salpicó las gafas del enfermero. Finalmente consiguieron sujetar los brazos de Burt sobre la camilla, apoyándose con fuerza sobre su cuerpo, que no dejaba de forcejear, intentando atar las gruesas correas mientras Will se metía torpemente la mano en el bolsillo para pulsar su avisador automático de alarma. Pero los gritos no disminuyeron, como Fossey sabía muy bien que sucedería.

PRIMERA PARTE

Guy Carson, con su coche detenido ante un semáforo, miró el reloj del salpicadero. Ya llegaba tarde al trabajo, por segunda vez en esa semana. Por delante, la carretera estatal 1 se extendía como una pesadilla a través de Edison, Nueva Jersey. El semáforo se puso en verde, pero cuando consiguió meter la marcha ya se había puesto de nuevo en rojo.

—Maldita sea —masculló, y golpeó el volante con la palma de la mano.

Observó la lluvia que salpicaba el parabrisas y oyó el chirrido de los limpiaparabrisas. Las apretadas luces de frenos se apagaron cuando el tráfico se movió lentamente de nuevo. Sabía que jamás se acostumbraría a esas congestiones de tráfico más de lo que había conseguido acostumbrarse a aquella condenada lluvia.

Tras cambiar trabajosamente de carril, Carson vio, a poco más de medio kilómetro, la fachada blanca del complejo de la GeneDyne Edison, una obra maestra posmodernista que se levantaba sobre los prados verdes y los estanques artificiales. En su interior, en alguna parte, Fred Peck estaría esperándolo.

Carson puso la radio y el coche se llenó con la palpitante música de los Gangsta Muthas. Mientras movía el dial, la voz aguda de Michael Jackson surgió de entre la estática. Carson la apagó, asqueado. Había cosas peores que pensar en Peck. ¿Por qué no podían tener una emisora de radio decente en aquel agujero del país? El laboratorio estaba muy animado cuando llegó, y no vio a Peck por ninguna parte. Carson se puso la bata de laboratorio sobre su cuerpo larguirucho, y se sentó ante su terminal, consciente de que su registro de la hora pasaría automáticamente a su expediente personal. Si por un milagro Peck estuviera enfermo, se aseguraría de mirarlo cuando volviera. A menos que se hubiera muerto, claro. Ah, eso sí era algo en lo que valía la pena pensar. Aquel hombre, de todos modos, daba la impresión de estar a punto de sufrir un ataque cardíaco en cualquier momento.

—Ah, señor Carson —dijo una burlona voz detrás de él—. Qué amable que nos honre con su presencia esta mañana.

Carson cerró un momento los ojos, suspiró profundamente y se dio la vuelta.

La blanda figura de su supervisor se hallaba envuelta en un halo de luz fluorescente. La corbata marrón de Peck todavía llevaba las huellas de los huevos revueltos que había comido aquella mañana y su generosa papada aparecía salpicada de cortes causados por el afeitado. Carson exhaló aire por la nariz y se dispuso a librar una batalla perdida de antemano contra el denso aroma de Old Spice.

Carson había sufrido una conmoción el primer día de trabajo en GeneDyne, una de las principales empresas de biotecnología del mundo, cuando se encontró con Fred Peck, que ya le estaba esperando. Durante los dieciocho meses transcurridos desde entonces, Peck había hecho lo imposible por mantenerlo ocupado con pequeños trabajos de laboratorio. Carson supuso que eso tendría algo que ver con la humilde licenciatura que Peck había obtenido por la Universidad de Siracusa, en comparación con el doctorado que él había conseguido en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, el MIT. O quizá, simplemente, a Peck no le gustaban los palurdos del sudoeste.

—Siento llegar tarde —le dijo con un tono que confiaba se tomara como sincero—. Quedé atrapado en el tráfico.

—El tráfico —repitió Peck como si aquella palabra fuera nueva para él.

—Sí. Han estado redirigiendo…

—Redirigiendo —repitió Peck, imitando el sonido gangoso de la voz de Carson, propio del Oeste.

—Bueno, desviando… Quiero decir que el tráfico por la autopista de Jersey…

—Ah, la autopista —dijo Peck.

Carson guardó silencio. Peck carraspeó.

—Tráfico congestionado a una hora punta. Qué sorpresa debe de haber sido para usted, Carson. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Casi ha llegado tarde a su reunión.

—¿Reunión? — preguntó Carson, y volvió a mirarlo—. ¿Qué reunión? No sabía…

—Claro que no lo sabía. Yo mismo acabo de enterarme. Ésa es una de las numerosas razones por las que tiene usted que ser puntual, Carson.

—Sí, señor Peck.

Carson se levantó y siguió a Peck más allá del dédalo de cubículos idénticos. El señor Fred Peckoso. Sir Frederick Peckaminoso. Sintió deseos de derribar a puñetazos a aquel grasiento bastardo. Pero no era así como se hacían las cosas en esa empresa. Si Peck hubiera sido el jefe de un rancho, ya habría besado el suelo hacía tiempo.

Peck abrió una puerta con un letrero que rezaba SALA DE VIDEO-CONFERENCIAS e indicó a Carson que entrara. Sólo cuando miró la gran mesa vacía se dio cuenta de que todavía llevaba puesta la bata del laboratorio.

—Siéntese —le indicó Peck.

—¿Dónde están los demás? — preguntó Carson.

—Sólo hace falta usted —contestó Peck, que retrocedió hacia la puerta.

—¿No se queda? — Carson experimentó una creciente incertidumbre, y se preguntó si habría pasado por alto algún comunicado importante enviado por correo electrónico, o si tendría que haber preparado algo—. ¿A qué viene todo esto?

—No tengo la menor idea —contestó Peck—. Cuando haya terminado aquí, acuda a mi despacho. Tenemos que hablar acerca de su actitud.

La puerta se cerró con el sólido sonido del roble contra el acero. Cauteloso, Carson se sentó ante la mesa de madera de cerezo y miró alrededor. Era una sala hermosa, acabada en madera de tonos claros lijada a mano. Una serie de ventanas daba a los prados y estanques del complejo de la GeneDyne. Más allá se extendían los interminables desperdicios urbanos. Carson intentó prepararse para el suplicio que pudiera venir a continuación. Probablemente Peck había enviado suficientes informes negativos sobre su persona como para merecer una severa amonestación por parte del departamento de personal, o algo peor.

En cierto modo, supuso que Peck tenía razón; la actitud que él había demostrado hasta ahora podía mejorarse. Tenía que librarse de la testarudez y el mal genio que había heredado de su padre. Nunca olvidaría aquel día, en el rancho, cuando su padre echó a puñetazos a un banquero. Aquel incidente significó el inicio del embargo de la hipoteca. Su padre había sido su peor enemigo, y Carson estaba decidido a no repetir sus errores. Había muchos Pecks en el mundo.

Pero era una condenada vergüenza la forma en que el último año y medio de su vida se había dejado ir por el sumidero. Cuando se enteró de que había conseguido un puesto de trabajo en GeneDyne, pensó que aquél era el momento crucial de su vida, aquello por lo que se había marchado de casa y por lo que tan duramente había trabajado. La GeneDyne era como el único lugar donde él podía marcar realmente la diferencia, e incluso quizá hacer algo importante. Pero cada día, al despertar en la odiosa Jersey, en aquel apartamento tan estrecho, bajo el grisáceo cielo industrial, y pensaba en Peck… le parecía muy improbable que pudiera alcanzar sus ilusiones.

Las luces de la sala de conferencias disminuyeron de intensidad y se apagaron. Las persianas de las ventanas se bajaron automáticamente y un gran panel en la pared dejó al descubierto un teclado y una gran pantalla de videoproyección.

La pantalla parpadeó y en ella apareció un rostro. Carson se quedó petrificado. Allí estaban: las orejas puntiagudas, el cabello color arena, el impenitente mechón de pelo, las gruesas gafas, la camiseta negra de marca, la expresión adormilada y cínica. Todas las características del rostro de Brentwood Scopes, fundador de GeneDyne. Sobre el sofá del cuarto de estar del apartamento de Carson todavía seguía un ejemplar del Times con un artículo sobre Scopes, el presidente ejecutivo que gobernaba su empresa desde el ciberespacio. Agasajado en Wall Street, reverenciado por sus empleados, temido por sus rivales. ¿Qué era aquello? ¿Una especie de proyección motivacional para los casos más reacios?

—Hola —dijo la imagen de Scopes—. ¿Cómo le va, Guy?

Por un momento, Carson no supo qué decir. Jesús, pero si esto no es una película, pensó, atolondrado.

—Ah, hola, señor Scopes. Muy bien, señor. Lo siento, pero no estoy vestido…

—Llámeme Brent, por favor. Y póngase de cara a la pantalla cuando hable. Así podré verle mejor.

—Sí, señor.

—Nada de señor. Brent.

—Bien. Gracias, Brent.

El simple hecho de llamar al jefe supremo de la GeneDyne por su nombre de pila le resultaba casi dolorosamente difícil.

—Me agrada pensar en mis empleados como colegas —dijo Scopes—. Al fin y al cabo, cuando entró usted a formar parte de la empresa, recibió capital del negocio, como todos los demás. Tiene usted acciones de esta empresa, lo que significa que todos subimos y bajamos juntos.

—Sí, Brent.

En el fondo, por detrás de la imagen de Scopes, Carson distinguió los difuminados perfiles de lo que parecía una gran bóveda.

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