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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (4 page)

BOOK: Nivel 5
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—¿Qué puede decirme sobre el proyecto? — preguntó Carson.

—¿Qué sabe exactamente? — replicó Singer, y se volvió hacia él, apartando la mirada del camino.

—Bueno, la verdad es que lo dejé todo y me puse en marcha para llegar aquí en apenas una hora. Supongo que podría decirse que siento cierta curiosidad.

Singer sonrió.

—Ya habrá tiempo cuando lleguemos a Monte Dragón.

Volvió a fijar la mirada en el camino, justo cuando pasaron rozando una yuca, lo bastante cerca para que azotara el parabrisas. Singer hizo que el Hummer recuperara rápidamente su curso.

—Esto ha de ser para usted una especie de feliz regreso a casa —comentó.

Carson asintió.

—Mi familia ha vivido en esta zona desde hace mucho tiempo.

—Por lo que tengo entendido, durante más tiempo que la mayoría.

—En efecto. Kit Carson, uno de mis antepasados, fue un pastor que en su juventud recorrió el Camino Español. Mi bisabuelo adquirió una vieja concesión de terrenos en el condado de Hidalgo. — ¿Y se cansó usted de vivir en el rancho? — preguntó Singer.

Carson negó con la cabeza.

—No, la verdad es que mi padre fue un mal hombre de negocios. Si se hubiera limitado a sacar adelante el rancho, todo habría ido bien, pero abrigaba grandes planes. Uno de ellos fue dedicarse al cruce de ganado. Así fue como empecé a interesarme por la genética. Eso fracasó, como todo lo demás, y el banco embargó el rancho.

Guardó silencio y observó el inmenso desierto. El sol ya estaba alto en el cielo, la luz había dejado de ser amarilla y ahora era blanca. En la distancia, un par de cabras corrían por debajo del horizonte. Apenas si eran visibles, como una mancha gris sobre el gris. Singer, sin verlas, empezó a tararear alegremente
La alegría del soldado
.

Con el tiempo, la oscura cumbre de una montaña empezó a aparecer sobre el horizonte, delante de ellos; un cono de cenizas volcánicas rematado por un suave cráter. A lo largo del borde del cráter se elevaban torres de radio y antenas de microondas. Al aproximarse, Carson distinguió un complejo de edificios angulares que se extendía bajo la montaña, blancos y enjutos, brillantes bajo el sol de la mañana, como un racimo de cristales de sal.

—Ahí lo tenemos —dijo Singer orgullosamente, disminuyendo la velocidad—. Monte Dragón. Su hogar durante los próximos seis meses.

Pronto distinguió una distante verja de eslabones de cadena, rematada por tupidos rollos de alambre espinoso. Una torre vigía se elevaba sobre el complejo, inmóvil contra el cielo, ligeramente vacilante bajo el calor.

—No hay nadie en ella por el momento —explicó Singer con una risita—. Claro que contamos con personal de seguridad (los conocerá dentro de poco), y son muy eficientes cuando quieren serlo. Pero nuestro verdadero sistema de seguridad es el propio desierto.

Al aproximarse, los edificios fueron adquiriendo forma. Carson había esperado encontrarse con un desagradable conjunto de edificios de cemento y cabañas Quonset, pero en cambio comprobó que el complejo casi parecía hermoso, blanco, fresco y limpio, recortado contra el cielo.

Singer aminoró aún más la marcha, rodeó una barrera de cemento y se detuvo ante una caseta de guardia. Un hombre joven, vestido de paisano, salió y se acercó. Carson observó que una pierna rígida le hacía cojear.

Singer bajó la ventanilla y el hombre apoyó sus musculosos antebrazos sobre el marco de la portezuela y se inclinó. Sonrió con una mueca, mientras mascaba chicle. Sus brillantes ojos verdes parecían incrustados en un rostro muy bronceado, casi correoso.

—Hola, John —saludó. Su mirada recorrió el interior del vehículo y se detuvo sobre Carson—. ¿A quién tenemos aquí?

—Es nuestro nuevo científico. Guy Carson. Guy, le presento a Mike Marr, de seguridad.

El hombre saludó con un gesto de la cabeza, de cabello cortado al cepillo, y su mirada volvió a recorrer el interior del vehículo. Luego le devolvió a Singer su tarjeta de identificación.

—¿Documentos? — preguntó mirando hacia Carson, casi con expresión ausente.

Carson le entregó la documentación que se le había dicho que llevara: pasaporte, certificado de nacimiento y tarjeta de identificación de la GeneDyne.

Marr los revisó con naturalidad.

—¿La cartera, por favor?

—¿Quiere ver mi carné de conducir? — preguntó Carson.

—Toda la cartera, si no le importa.

Marr le dirigió una breve sonrisa y Carson se dio cuenta de que, en realidad, aquel hombre no masticaba chicle, sino una gran goma elástica de color rojo. Le entregó la cartera con cierta incomodidad.

—Le requisarán también el equipaje —le dijo Singer—. Pero no se preocupe, se lo habrán devuelto todo antes de la cena. Excepto el pasaporte, claro. Eso sólo se lo devolverán al final de su estancia de seis meses.

Marr se apartó pesadamente de la ventanilla y regresó a la caseta con aire acondicionado, cojeando y llevando consigo la cartera de Carson; arrastraba la pierna derecha como si temiera dislocársela. Pocos momentos después levantó la barrera y les hizo señas de que pasaran. A través del vidrio ahumado Carson le vio revisando el contenido de su cartera.

—Me temo que aquí no pueden guardarse secretos, excepto los que conserves en tu cabeza. —Dijo Singer con una sonrisa, haciendo avanzar el Hummer—. Y eso es algo que también debería vigilar.

—¿Por qué es necesario todo esto? — preguntó Carson.

—Es el precio de trabajar en un ambiente de alta seguridad —contestó Singer con un encogimiento de hombros—. Debido al espionaje industrial, a una publicidad difamatoria y toda esa clase de cosas. En realidad, es lo mismo a lo que ya se habrá acostumbrado en GeneDyne Edison, sólo que multiplicado por diez.

Singer hizo entrar el vehículo en el aparcamiento y apagó el motor. Cuando Carson descendió, una bocanada de aire del desierto lo envolvió y él inhaló profundamente. Se sentía maravillosamente bien. Levantó la mirada y observó la mole del Monte Dragón, que se elevaba a unos cuatrocientos metros más allá del recinto. Un camino de gravilla recientemente nivelado serpenteaba ladera arriba y terminaba junto a las torres de antenas.

—Antes que nada —dijo Singer—, la gran visita. Luego iremos a mi despacho para tomar una bebida fría y charlar un rato.

Echó a andar.

—Con relación a este proyecto… —dijo Carson. Singer se detuvo y se volvió—. ¿Scopes no exageró un poco? ¿Es realmente tan importante?

Singer parpadeó y dirigió la mirada al desierto.

—Más de lo que pueda usted haber soñado nunca —contestó.

La sala de conferencias Percival, de la Universidad de Harvard, estaba repleta. Doscientos estudiantes se sentaban en las descendentes hileras de sillas, algunos inclinados sobre sus notas, mientras otros miraban atentamente al estrado. El doctor Charles Levine se paseaba de un lado a otro ante la clase; era una figura pequeña y nudosa, con apenas unas hebras de cabellos que rodeaban su cráneo, prematuramente calvo. Tenía manchas de tiza en las mangas y en los bajos de los pantalones aún se veían manchas del invierno anterior. Sin embargo, no había nada en su aspecto que redujera la intensidad que irradiaba de sus movimientos rápidos y de su expresión vivaz. Mientras hablaba, gesticulaba con un trozo de tiza en la mano, para señalar un complejo de fórmulas bioquímicas y secuencias nucleótidas diseminadas sobre las extensas y deslizantes pizarras, tan indescifrables como la escritura cuneiforme.

Al fondo de la sala se sentaba un pequeño grupo de personas provistas de magnetófonos y videocámaras. No vestían como estudiantes y exhibían las tarjetas de prensa en las solapas. Pero la presencia de los medios de comunicación era algo rutinario; las conferencias de Levine, profesor de genética y director de la Fundación para la
Política Genética
, se convertían a menudo en controvertidas sin previo aviso. Y
Política Genética
, la revista de la fundación, se había asegurado de que a esta conferencia se le diera mucha publicidad.

Levine se detuvo y se dirigió hacia el podio.

—Eso abarca nuestro análisis de la constante de Tuitt, tal como se aplica a la mortalidad por enfermedad en Europa occidental. Pero hoy tengo algo más que analizar con ustedes. — Hizo una pausa y carraspeó—. ¿Pueden bajar la pantalla, por favor?

Las luces menguaron y un rectángulo blanco descendió desde el techo, oscureciendo las pizarras.

—Dentro de sesenta segundos voy a proyectar una imagen sobre esta pantalla —dijo Levine—. No estoy autorizado para mostrarles esta fotografía. En realidad, al hacerlo seré técnicamente culpable de violar varios artículos de la ley de secretos oficiales. Al quedarse aquí, ustedes harán lo mismo. Yo estoy acostumbrado a esta clase de cosas. Si han leído alguna vez
Política Genética
, sabrán a qué me refiero. Pero esta información debe hacerse pública, cueste lo que cueste. Esto, sin embargo, va más allá del alcance de la clase de hoy, y no puedo pedirles que se queden. Los que deseen marcharse pueden hacerlo ahora.

En la sala, débilmente iluminada, hubo susurros y se oyó el sonido de cuadernos al cerrarse. Pero nadie se levantó de su asiento.

Levine observó a los allí reunidos, complacido. Luego, asintió con un gesto dirigido hacia el que manejaba el proyector. Una imagen en blanco y negro llenó la pantalla.

Levine levantó la mirada hacia la imagen y lo alto de su cabeza brilló a la luz del proyector como la tonsura de un monje. Luego se volvió hacia los presentes.

—Ésta es una imagen tomada el uno de julio de 1985 por el satélite TB-17, colector de imágenes, situado en una órbita sincronosolar, a unos setecientos cincuenta kilómetros de altura —dijo—. Técnicamente, aún no ha sido desclasificada. Pero merecería serlo.

Sonrió, y unas risas nerviosas se extendieron por la sala.

—Están contemplando ustedes la ciudad de Novo-Druzhina, en el oeste de Siberia. Como pueden observar por la longitud de las sombras, la imagen se tomó a primeras horas de la mañana, el mejor momento para analizar las imágenes. Observen la posición de los dos coches aparcados aquí, y los ondulantes campos de trigo.

Apareció una nueva diapositiva.

—Gracias a la técnica de vigilancia de observación comparativa, esta diapositiva muestra exactamente el mismo lugar pero tres meses más tarde. ¿Observan algo extraño?

Se produjo un breve silencio.

—Los coches están aparcados exactamente en el mismo lugar. Y el campo de grano parece maduro, listo para la cosecha.

Apareció otra diapositiva.

—He aquí el mismo lugar en abril del año siguiente. Observen que los dos coches siguen ahí. El campo, evidentemente, está en barbecho, y no se ha cosechado el trigo. Fueron imágenes como éstas las que, de repente, hicieron que esta zona fuera muy interesante para ciertos fotogrametristas de la CIA.

Hizo una pausa para mirar la sala.

—Los militares de Estados Unidos descubrieron que toda la Zona Restringida Catorce, compuesta por media docena de ciudades, en unos doscientos kilómetros a la redonda de NovoDruzhina, se había visto afectada del mismo modo. En esa zona había cesado toda actividad humana. Así que decidieron echar un vistazo más de cerca.

Apareció otra diapositiva.

—Ésta es una ampliación de la primera diapositiva, aumentada mediante técnicas digitales que han suprimido los destellos de luz compensándolos con desplazamiento espectral. Si miran con atención a lo largo de la calle situada delante de la iglesia, verán una imagen borrosa que parece un tronco. Se trata de un cadáver humano, como podría decirles cualquier fotógrafo experto del Pentágono. Veamos ahora la misma escena, seis meses más tarde.

Todo parecía seguir igual, sólo que el tronco tenía ahora un aspecto blanquecino.

—El cadáver se ha convertido ahora en esqueleto. Cuando los militares examinaron gran número de estas imágenes aumentadas, descubrieron incontables esqueletos como éste diseminados por las calles y los campos. Al principio, se sintieron desconcertados. Se propusieron teorías de locura colectiva, de otro Jonestown. Porque…

Apareció otra diapositiva. —… Como pueden ver, todo lo demás permanece vivo. Hay caballos pastando en los campos. Y aquí, en la parte superior izquierda, se distingue una jauría de perros, aparentemente feroces. La siguiente diapositiva muestra el ganado. Las únicas criaturas muertas son seres humanos. Sin embargo, lo que los mató, fuera lo que fuese, resultaba tan peligroso, tan instantáneo o tan extenso, que los cadáveres permanecieron donde cayeron, sin enterrar.

Hizo una pausa y luego dijo:

—La cuestión es qué fue.

Por un instante, todos los presentes guardaron silencio.

—¿La comida de la cafetería Lowell? — aventuró alguien.

Levine se unió a las risas generalizadas. Luego asintió con un gesto y apareció otra toma aérea que mostraba un amplio complejo destruido y en ruinas.

—Hubiera sido mejor que fuera eso, amigo. Con el tiempo, la CIA descubrió que la causa era un germen patógeno de algún tipo, creado en el laboratorio que pueden ver aquí. Como observarán por los cráteres, el lugar ha sido bombardeado.

»Los detalles exactos no se conocieron, fuera de Rusia, hasta principios de esta misma semana, cuando un desilusionado coronel ruso huyó a Suiza llevando consigo un grueso paquete de expedientes del ejército soviético. Los acontecimientos que me dispongo a relatarles no se han hecho públicos.

»Lo que deben comprender, antes que nada, es que esto fue un experimento primitivo. Se pensó muy poco en los usos políticos, económicos o incluso militares. Recuerden que, hace diez años, los rusos quedaron atrasados en la investigación genética, e hicieron esfuerzos por ponerse al día. En las instalaciones secretas situadas en las afueras de Novo-Druzhina, se dedicaron a experimentar con ingeniería genética. Utilizaron para ello un virus muy común, el
herpes simplex 1a+
, el virus que produce la gripe. Se trata de un virus relativamente sencillo, bien comprendido, con el que resulta fácil trabajar. Empezaron por manipular su composición genética, e insertaron genes humanos en su ADN viral. Todavía no sabemos muy bien cómo lo hicieron. Pero lo cierto es que, de repente, se encontraron con un nuevo y horrible patógeno, una calamidad a la que no podían enfrentarse con sus equipos anticuados. Lo único que supieron en ese momento fue que parecía tener una vida inusualmente prolongada, y que infectaba a través del contacto con aerosol.

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